“ Los
libros solo se escriben para,
por encima del propio aliento, unir a los seres humanos, y así defendernos
frente al inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido.
Así concluye este relato breve.
Las páginas de los libros han ido guardando a lo
largo de siglos la suma de saberes, de maldades, de avances, que otros fueron
engendrando.
Esta
obra supone un tributo al libro como el objeto que miras, tocas, hueles, acaricias;
y también al libro como el contenedor de un universo
virtual, una compilación de experiencias
de otras mujeres y hombres.
Representa
también un manifiesto antibelicista y un manifiesto contra la irracionalidad y
la necedad. Cuando se escribió el recuerdo de la Primera Guerra Mundial
chorreaba frescura.
Muestra
la queja y el dolor por un mundo y una cultura que se deshacían. Stefan Zweig
había vivido cobijado en esos universos que se desmoronaban ante sus ojos.
El narrado se encuentra al
comienzo del texto en una zona de las afueras de Viena. Un fuerte chaparrón lo
empuja a refugiarse en un café. Lo reconoce, él ya ha estado ahí. No le resulta
fácil recordar, pero hurga con empeño en su memoria y lo consigue.
A veces queremos recordar algo
pero se nos esconde, golpea en nuestras sienes, se diluye, se escapa; apretamos
los dientes, está ahí, lo sentimos, pero se resiste a mostrarse. Stefan Zweig le
da cuerpo a esta sensación.
“Pero, ¡nada! Otra vez, ¡nada! Estaba enterrado y
olvidado. (…) Pero, es
curioso, apenas había dado los primeros pasos por el local, cuando en mi
interior se produjo, reverberando y centelleante, un primer resplandor
fosforescente. (…) Dios mío, si aquel
era el sitio de Mendel, de Jakob Mendel, Mendel el de los libros. Veinte años
después había ido a parar de nuevo a su cuartel general, el café Gluck, en la
parte alta de la Alserstraße.”
Emerge el personaje, se hace enorme ante nuestros
ojos: Jakob Mendel, un
librero de viejo que desarrollaba su actividad en aquel local, cliente desde la
apertura al cierre, siempre en la misma mesa con tablero de mármol. Podía
conseguir cualquier ejemplar que se le reclamara, disfrutaba de una memoria
excelente, era como si contuviera de un catálogo infinito en su mente. En el
café Gluck se deleitaba tocando una rareza bibliográfica, se abstraía con la
lectura, se ensimismaba entre las páginas. A su alrededor los jugadores de
billar, los clientes, camareros iban y venían…, él no escuchaba nada. En una
ocasión los operarios cambiaron las velas por luz eléctrica, él ni se enteró. “Pues
leía como otros rezan.”
Mientras
leía este texto yo me preguntaba si hacía bien Mendel en sumirse en ese
aislamiento enfermizo. Yo me quedo con el lector que se conecta con la
realidad. Pero, claro Stefan Zweig lo ha concebido así porque lo necesita en su
discurso literario. Mendel es verosímil, pero no crea una corriente de empatía,
más bien es alguien que pone obstáculos entre él y los otros. Aunque cumple la
función que su creador le ha dado.
Se dibuja
un homenaje a los libros y a la lectura, que te aísla, que te ayuda a volverte
hacia dentro, a conocerte y, muy importante, a la lectura que te ayuda a
conocer a otras personas y otros mundos, que te coloca en el camino de la
tolerancia, del respeto al otro.
De todas las pasiones de los
humanos, Mendel solo conocía una: la vanidad. Sabía que era identificado por
muchos como un sabio experto en materia bibliográfica.
Pagará un precio alto.
Era un judío que 33 años antes
había venido desde el Este hacia Viena “para estudiar para rabino, pero pronto había
abandonado al riguroso Dios único, Jeovah, para entregarse al politeísmo
brillante y multiforme de los libros”.
Allí había pasado 30 años, pero ahora ya no estaba. ¿Qué había sido de él? La compasión, la tristeza, la mediocridad se instalan en el libro.