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lunes, 1 de abril de 2019

Corazón que ríe, corazón que llora


El texto refleja cómo la identidad antillana de Maryse Condé se va abriendo paso en ella, rompiendo capas de prejuicios familiares y sociales. Es como esas flores de raíz muy profunda que surgen a la luz a través de un largo camino bajo tierra.
 Un relato con un dulce aire naif, pero lleno de honestidad, compromiso y  fuerza reivindicativa.
En esta novela, hecha de recuerdos de infancia y de primera juventud, se plasma de qué manera un colonialismo ahoga injustamente una identidad, la antillana.
El potentado tiende a silenciar al que puede menos. Es una vieja historia que se actualiza con demasiada frecuencia.
Maryse Condé comienza el libro relatando que para sus padres la Segunda Guerra Mundial, constituyó un periodo sombrío. Y no, como se podría imaginar, por las terribles situaciones que arrastró la contienda, sino porque se vieron privados de sus habituales viajes a Francia, durante siete años.
Durante aquellos viajes familiares, los camareros de París mostraban su asombro por lo bien que hablaban francés a pesar de no ser blancos. Sin embargo eran tan franceses como ellos. Y además eran mucho más cultos, señalaba la madre, con cierta rabia contenida. Se sentían altivamente inferiores.
Maryse, aunque era pequeña, sentía pena por sus mayores. Su hermano Sandrino, como siempre, sería el que  le aclarara las dudas; y le explicó que sus padres querían ser lo que no podían ser porque detestaban lo que eran.
Procedían de Guadalupe, pequeño archipiélago de las Antillas, un territorio francés en ultramar. Allí disfrutaban de una existencia acomodada, clasista y racista. Vivían de espalda tanto a blancos y mulatos como a los más desfavorecidos de su propia raza. Allí remedaban la vida del otro lado del Atlántico.
La pequeña Maryse vivía, estudiaba, jugaba en el exclusivo cosmos que le correspondía, el que su entorno había creado para ella. Se desarrollaba de espalda al Caribe: a su cultura, a sus gentes, a su situación socio-política. Y surgían preguntas, pero en casa no había respuestas.
Con 13 años, en la tercera o cuarta visita a Francia con sus padres, Paris no le parece la capital del mundo. Echa de menos su tierra. Se vislumbra un cambio en ella. Se hace muy crítica con su familia y con su mundo burbuja.
Se ve confrontada a hacer  en París un trabajo escolar sobre un libro que trate de su país. Puesto que son los años 50, y aún no ha surgido la literatura antillana, no sabe qué libro elegir; y recurre a su hermano, que  le aconseja leer a un autor de la Martinica. A través de él, Maryse descubre las duras condiciones de vida de los negros en el campo. Para ella, hasta entonces, el campo solo era un lugar de vacaciones. Aquí sitúa la escritora el germen de su concienciación política.
Empieza a ser consciente de que no conoce las verdaderas Antillas. Las que ella ha vivido hasta entonces  son solo un calco de Francia.
En casa todo va cambiando: sus hermanos ya no viven allí, sus padres se hacen mayores, hay un manifiesto deterioro…  Quiero intuir la metáfora de un mundo que se resquebraja para la adolescente Maryse. Es el momento de abrir la puerta a su futuro y se ve con dos alternativas: seguir la voluntad paterna o crear su propia senda. Opta por crear su surco particular, lleno de compromiso.
Original en francés 1999, en  español 2019.


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