Al leer los cuentos de Chéjov –escribía Gorki- uno parece sumergido en un
día triste de finales de otoño, cuando el aire es tan transparente y en él se
recortan con punzante nitidez los árboles desnudos, los estrechos edificios, la
masa gris de la muchedumbre. (…) La mente del autor, como un sol de
otoño, ilumina con despiadada claridad los destrozados caminos, las
retorcidas calles, las sucias y apretujadas casas en las que se ahogan de
aburrimiento y pereza unos seres pequeños y desgraciados llenando sus casas de
un insensato y soñoliento bullicio.
Las siguientes palabras de las
primeras líneas de El PABELLÓN NÚMERO 6,
presagian el lugar -olvidado de todos, abandonado por todos- al que nos
dirigimos.
Bosque de maleza, ortigas y cañas; techo herrumbroso; chimenea medio
derruida; escalones podridos y cubiertos de hierba.
Se trata de un edificio que está
separado del desamparado hospital de la ciudad por una tapia gris con clavos con sus puntas hacia arriba. Es el Pabellón número 6.
Al abrir la primera puerta, entramos en el zaguán. Aquí, junto a las
paredes y a la estufa se amontonan montañas enteras de desperdicios viejos del
hospital. Colchones, batas viejas y rotas (…), zapatos gastados que ya no
sirven para nada; todos estos harapos tirados en montones, aplastados, en
desorden y pudriéndose, exhalan un olor sofocante.
Más adelante se
entra en una habitación grande y destartalada, donde se amontonan también cinco
hombres: arrastran una existencia huera, como esos objetos inservibles de la anterior
cita; se hallan apartados del mundo, profundamente solos. Se encuentran echados
o sentados en camas atornilladas al suelo: Son
los locos. Así lo escribe el propio Chéjov.
Nikita es el que se encuentra más
cerca de estos marginados, lo han puesto ahí de vigilante; es el perfecto
cumplidor, un hombre simple que actúa de manera práctica; un ser obtuso que no
conoce otra manera de mantener el orden que con golpes: a ellos hay que pegarles.
Me pregunto por qué para algunos
–incluso hoy- está legitimado pegar al diferente.
De entre todos estos atormentados
bultos deshumanizados, Chéjov destaca a Iván Dmítrich. Nos relata su biografía.
Desgracias familiares deshicieron una vida ordenada y lo convirtieron en
ocupante del pabellón número 6: se despeñó desde la más elevada coherencia
hasta las simas de la manía persecutoria.
El doctor Andrei Efímych viene a
hacerse cargo de la institución médica. En su juventud él quería profesar, pero
su padre lo obligó a estudiar medicina. No es un médico vocacional, pero
comprende que el centro necesita reformas profundas: tanto los enfermos
psiquiátricos como el resto yacen allí aparcados; hombres y mujeres
desesperanzados, de los que nadie se va a ocupar.
Pronto el doctor Efímych va cayendo en
la indolencia y en la apatía. Pierde todo interés por los enfermos ¿Qué más da?
Todos vamos a morir: es su argumento. Permite
que seres ignorantes, egoistas y sin escrúpulos manejen los pocos fondos
públicos que llegan y se hagan cargo de la práctica médica. Actúa con una
cobardía disfrazada de determinismo.
Pero un día el azar lo llevará delante
de Iván Dmítrich, ese loco al que vimos cuerdo. Y ya nada volverá a ser igual.
La línea entre la cordura y la locura es muy fina.
Chéjov refleja en su relato un amargo
reproche por aquellos que no sienten respeto por los otros, por los diferentes.
Desprecia la vulgaridad y critica aquella sociedad rusa, aunque en realidad
censura todas las sociedades porque lo que él juzga es el alma humana.
El doctor Efímych es como –en palabras de Gorki-
los que sueñan cuán bella será la vida
dentro de doscientos años y a ninguno le viene a la cabeza una pregunta tan
sencilla -¿y quién, entonces, la hará más bella si nosotros no hacemos otra
cosa que soñar?
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