Fue
un segundo, un destello inaprensible mientras se cruzaban «en el camino de la
vida»; una iba a llegar, y la otra, a hundirse en la sombra. Pero ellas no lo
sabían. Sin embargo, Antoinette repitió bajito:
—Pobre
mamá...
Así
termina El baile de Irène Némirovsky.
La
joven Antoinette y su madre viven juntas, pero viven de espalda.
Solo habrá entre ellas este fugaz cruce
del final de la obra.
Antoinette se encuentra encerrada en su feúcha
adolescencia, solo en sus sueños se ve bella y se siente amada como los
personajes de sus novelas. Su madre, Rosine,
cuando era más joven, suspiraba también, delante de las historias de
amor y lujo que leía en aquel viejo apartamento que compartían junto al padre.
Hoy los tres habitan una excesiva mansión de nuevos ricos. Nemirovsky nos los
describe como petrificados ante las
nuevas costumbres domésticas que no controlan y que obligan a la presencia continua e intimidatoria de los criados.
Nos encontramos en el París de principios del siglo XX, el matrimonio Kampf se ha visto catapultado al orbe de los más
ricos por un formidable golpe de suerte en la bolsa.
Rosine se irrita ante la idea de que la hija pudiera
comentar con algún vecino sus humildes orígenes. No lo soportaría. Se horroriza
ante una posible indiscreción con los criados. Sin embargo su trato con el
servicio la denuncia. Su marido camina menos envarado por su nueva vida.
Los Kampf habitan tres burbujas que se encuentran cerca en el espacio pero los sentimos aislados unos de otros. La adolescente
apenas recuerda ya cuando su madre la apretaba contra su pecho, porque su madre
dejó pronto de pensar en la hija para concentrarse en ella misma, en todo lo
que la vida le venía negando injustamente, según ella.
«Pobrecita mía», decía entonces Rosine acariciándole
la frente. Pero una vez exclamó: «¡Ah! Déjame tranquila, ¡eh!, me molestas;
mira que llegas a ser pesada, tú también», y Antoinette nunca volvió a darle
otros besos que no fueran los de la mañana y la noche, que padres e hijos
intercambian sin pensar, como apretones de manos entre desconocidos.
La madre no
ahorra ninguna ocasión para tratarla con desprecio; odia, pienso, la juventud de
su hija.
Y un día... por primera vez, un día había deseado
morir. Ocurrió en una esquina, en medio de una regañina; una frase
encolerizada, gritada con tal fuerza que los viandantes habían vuelto la
cabeza: «¿Quieres que te dé un guantazo? ¿Sí?», y la quemazón de una bofetada.
En plena calle. Tenía once años y era alta para su edad. Los viandantes, las
personas mayores, eso no significaba nada. Pero en aquel instante unos chicos
salían del colegio y se habían reído de ella al verla. «Y ahora qué, niña»
¡Oh!, aquellas risas burlonas que la habían perseguido mientras caminaba, la
cabeza gacha, por la oscura calle otoñal. Las
luces danzaban a través de sus lágrimas.
Estos arribistas buscan el reconocimiento de la alta
sociedad dibujada por Nemirovsky con más grises que blancos. Han decidido organizar un baile para
doscientas personas. Con esta fiesta pretenden alcanzar la posición que creen
que les corresponde. No les va a resultar fácil encontrar tan alta
concurrencia, no tienen tantos conocidos entre “la buena sociedad”, plagada de
estafadores, advenedizos y malos comienzos. Aunque, ¿qué importa lo que fuiste
ayer si hoy tienes dinero?
Entre los
presentes no podrá faltar una prima a pesar de que los tres la detesten, será
el testigo necesario para que el resto de la parentela hierva de envidia.
Mme. Kampf ha depositado todas sus esperanzas en la
fiesta, ¡qué harían si no saliera bien! Su marido se muestra más moderado y
práctico: poner la otra mejilla, como
manda la Biblia; es decir, preparar nuevos eventos: él confía en el dinero como
llave para todo.
Rebuscan entre las tarjetas que han amontonado estos
últimos tiempos, entre los nombres que acumulan en cuadernos de notas, que en
realidad no corresponden a amigos, ni siquiera a próximos. Han participado en
algún encuentro social y han recogido esta lluvia de cartoncitos o direcciones,
entregados sin mucho interés.
Bajo
ningún concepto la madre va a permitir que la joven Antoinette asista al baile,
ni siquiera un rato. La presencia de una hija adolescente
evidenciará que Madame Kampf ya tiene cierta edad, y lo que ella quiere es
vivir ahora lo que no pudo vivir de joven, cuando se veía obligada a zurcir sus
medias. Es su última oportunidad para saborear el placer que la pobreza le
robó: “Quiero vivir yo, yo”.
La reacción de la hija, humillada, sorprenderá al
lector. Se une en ella venganza
e irreflexión: la narración da un giro brutal. Los lectores conocemos
lo que los padres ignoran.
Una
herida muy profunda supura a través de este libro. Nemirovsky
carga contra la hipocresía, contra la vulgaridad, contra el dinero, contra el
egoísmo, contra la indiferencia de su propia madre.
Nos deja un relato amargo que deja un regusto acre.
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