El
desnudo y sincero testimonio de una joven de 18 años, originaria de Marruecos
que vive con su madre en una ciudad del interior de Cataluña.
Ambas, madre e hija, nacieron allá abajo, pero la chica creció y se hizo aquí arriba.
Conoce la lengua de su madre pero no en
todos sus matices. Esa brecha comunicativa hace palpable en la novela la
divergencia cultural entre las dos mujeres. A través de una sencilla estampa
cotidiana la narradora nos muestra esta diferencia: mientras la madre no se depilaba las cejas porque las marroquíes no lo
hacían, la hija comienza a separarse de su madre pelo a pelo, y se va arrancando cada día uno para que
no lo notara la progenitora, aunque sí se daba cuenta, y callaba.
Se siente la hija extranjera porque
poco tiene que ver con la hija tradicional magrebí, pero también se siente la hija extranjera en el país de acogida
porque aquí tampoco es como las otras chicas de su edad.
El libro refleja una herida de los que
se sienten marcados porque son diferentes
a los de aquí y a los de allí. Ella no tiene mundo, ni el de su madre ni
este le pertenecen.
Al principio del relato la vemos tomar una decisión, difícil, muy difícil:
irse de casa. Llega a subir al tren, pero se apea en la primera estación y
vuelve, no puede hacerle eso a su madre. Retornará al hogar y, contra todo
pronóstico, aceptará la boda con su primo, porque es la voluntad materna. La
madre solo concibe esa opción porque es la costumbre, a la que siempre ha
vivido sometida.
Con la lectura vamos comprendiendo por qué no se fue, en realidad existe un fuerte
lazo entre ambas, las dos vinieron juntas desde el país de origen hasta
Cataluña a buscar al padre, las dos tuvieron que sobrevivir sin ayuda. Podemos
imaginar cuánto tuvo que trabajar esa mujer para sacar adelante a una hija
pequeña en un país desconocido.
A su manera la madre fue una revolucionaria, una valiente, vino a buscar a su
marido, pero cuando llegó él había formado otra familia, y declinaba sus
responsabilidades con la primera.
Me admira de qué manera tan acertada
consigue Najat El Hachmi adentrarse con
la palabra en el resbaloso terreno de lo emocional.
La
hija ha terminado el bachillerato,
ha sacado una buena nota en la selectividad. Aunque no siente que eso sea una
hazaña, como creen desde el ayuntamiento, ha hecho lo mismo que cualquiera de
sus compañeros, pero mientras ellos no son héroes, porque en ellos es lo
normal, en el caso de una alumna marroquí es una noticia que la lleva a las primeras planas locales.
La
muchacha sabe que debe buscar su propio camino, pero está bloqueada por los
lazos emocionales que la ligan a su madre: no
le puede dar la espalda a los hábitos de su gente.
Pienso en tantas mujeres españolas que
hoy son abuelas y que tuvieron que acatar lo que la familia y la sociedad
planearon para ellas. La hija de nuestro libro no lo hará.
El
ámbito femenino tiene gran presencia en el libro,
muchas ellas son de allá abajo y en
nuestro país aparecen como recogidas sobre sí mismas, cobijadas por las
murallas de su lengua, de sus vestidos, de sus rutinas, de su pañuelo. Quizás
las actitudes que perciben en nosotros las lleve a esto. Se sienten muy lejos
de sus varones, casi tanto como de los de aquí, igual que de las mujeres. Estas
tienen una representación pequeña, pero significativa: las monjas del seminario
donde trabaja la narradora, que ven con agrado las bodas tempranas, les
recuerdan sus tiempos jóvenes; las responsables de asuntos sociales, que ignoran
el camino para la integración del extranjero, aunque pongan su mejor voluntad…
Casi la totalidad de los hombres que se asoman a estas páginas
portan un triste sello de descrédito, salvo A, que ha sido un compañero de
clase. No puede saludarlo de forma efusiva –como le gustaría- cuando se lo
encuentra, porque tiene miedo de los controladores que pululan por allí,
enseguida contarían que la han visto en malas compañías.
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