“México fue equivocadamente adjetivado como un país
surrealista. Nada más lejos de ello. Es un país hiperrealista, donde
hasta los mínimos detalles se magnifican. Un país con propensión a los
extremos. Y mientras la mayoría de la población lidia con una lucha cotidiana
por subsistir, mis hijos y sus compañeritos asistían a clases de música, de
inglés, de francés y practicaban deportes elitistas. Mis niños crecían tan en
la pendeja como había crecido yo, encapsulados para no contaminarnos de ese
país paralelo teñido de miseria, impunidad, corrupción y abusos.”
A través de Marina, Guillermo
Arriaga esboza un México que le duele. Un retrato que no es reflejo exclusivo de este país
centroamericano.
Chorreando pintura, un brochazo
rojo sangre destaca en la portada. Tacha los ojos de una mujer: un busto,
velado, que deja adivinar una delicada belleza.
El título de la novela se aclara
con las citas que abren el libro. El fuego es aquí la metáfora de la pasión, de
un amor prístino; un amor desnudo de
convencionalismos, de afectación, de protocolos; un amor que hay que proteger
porque simboliza lo que está limpio en el mundo embarrado que nos rodea, que
rodea a Guillermo Arriaga, y contra el que desea rebelarse.
Marina y José Cuauthémoc pisan ambos
tierra mexicana pero se hallan en esferas muy distantes entre sí. Ella es la
brillante directora de una elitista compañía de danza moderna; una burguesa
acaudalada que vive feliz en una colonia exclusiva con su marido y sus hijos.
Él, un condenado por asesinato, se presenta como un titán: disfruta de una
naturaleza y una formación colosales, esculpidas por el cincel de un padre
resentido.
Los dos se ven arrastrados por
una atracción voluptuosa desde el primer instante en que se encuentran, cuando
ella asiste a unos talleres de escritura con los reclusos.
Una relación inverosímil, a
veces, y ante todo desmesurada, como desmesurado es el fresco que Guillermo
Arriaga diseña en su novela con gruesas pinceladas de rabia.
Excesivos son los muertos que
van dejando tras de sí los enfrentamientos de las distintas bandas de narcos. Bandas
que nunca desaparecen del todo porque de sus cenizas surgen otras.
“Galones de sangre derramada para que unos spring
breakers en Wisconsin o en Nebraska se dieran pasones de cocaína y se pusieran
turulatos con la mota. Risa y risa los pinches escuincles gringos y de este
lado puro valle de lágrimas. Deberían darles una escoba y un recogedor para que
vinieran a levantar el tiradero de cadáveres.”
Una crítica sin sutileza, pero
llena de verdad y desconsuelo por el país de uno, vecino de poderoso.
Excesivos en sus contenidos son los
relatos que escriben los presos en el taller literario, y que se intercalan en
la novela. Nos revelan, como la propia novela en sí, la profunda sordidez de un
penal; su dureza, la intensa soledad y también la exposición constante ante el
otro, incluso en los actos más íntimos; la corrupción que rodea su
administración; la amistad y el odio a muerte, como los que vive El Máquinas,
impulsores del relato.
“Desde que había penetrado en el universo carcelario, mi
perspectiva de las cosas cambiaba hora por hora. Un país paralelo se desplazaba
a otra velocidad. Un país bronco que se regía bajo otras leyes y que progresaba
en una dirección para mí por completo desconocida. (…) En mi existencia de
capullo no había extorsiones, ni amenazas, ni asesinatos, ni represión, ni
gases lacrimógenos, ni estampidas, ni muertos tirados en el pavimento. Ninguna
de mis amigas, ni Claudio, ni su círculo de financieros egresados del ITAM, ni
los bailarines de Danzamantes, ni las maestras de mis hijos imaginaban ese país
indómito y feroz.”
Excesivos son los miembros de la familia de
José Cuauthémoc: un padre de origen indígena alimentado por el rencor contra la
remota invasión española, que quiso hacer de sus hijos unos superhombres por la
vía de la mortificación, hasta llegar incluso a colgarlos en unas jaulas a la
intemperie para fortalecerlos; aunque lo que consiguió fue destrozarlos a todos,
incluidas la madre y la hermana.
“¿Qué alimentaba tu rencor indígena, tu resentimiento
milenario? Explícame, por favor, ¿por qué te desquitabas con los de tu propia
sangre?” Así se dirige a su padre muerto
Francisco Cuitláhuac, hermano mayor de José Cuauthémoc.
Guillermo Arriaga hace de su
escritura un grito desgarrado, lo mismo que el personaje principal de su
novela: “Escribir para no enloquecer.
Escribir para apuñar. Para apuntalar. Para apurar. Escribir para no morir
tanto. Escribir para aullar, para ladrar, para tirar tarascadas, para gruñir.
Escribir para provocar heridas. Escribir para sanar. Escribir para expulsar,
para depurar. Escribir como antiséptico, como antibiótico, como antígeno.
Escribir como veneno, como ponzoña, como toxina. Escribir para acercarse.
Escribir para alejarse. Escribir para descubrir. Escribir para perderse.
Escribir para encontrarse. Escribir para luchar. Escribir para rendirse.
Escribir para vencer. Escribir para sumergirse. Escribir para salir a flote.
Escribir para no naufragar. Escribir para el naufragio. Escribir para el
náufrago. Escribir, escribir, escribir.”
Y así se queja el hermano de
José de la realidad mexicana, comprobable también cuando se visita el país: “Los comerciales, en su vena aspiracional,
solo presentaban blancos. Nosotros, los morenos de pelos lacios y de facciones
toscas, no cuadrábamos en los cánones de la belleza, del estatus y del poder.
La blancura como única vía de acceso a las esferas políticas y sociales más
altas.”
Una novela construida con las voces de tres narradores: Marina, José Cuauthémoc y Francisco Cuitláhuac. El relato de este último está en cursiva, a diferencia de los otros dos. Hasta el final no encontraremos respuesta a esta curiosidad gráfica.
La larga narración se tiñe en ocasiones de morosidad; sin embargo se utiliza el recurso, bastante tópico, pero efectivo, de las anticipaciones: “Si precisara elegir el momento que transformó mi vida, ese sería el día que Héctor nos invitó a su casa de Tepoztlán.” O bien: “Pedro me hizo la propuesta que cambiaría mi vida.” Y el relato fluye.
“Los presos continuaron leyendo sus escritos, hasta que tocó el turno a José Cuauhtémoc. Abrió un folder, sacó unas hojas mecanografiadas, carraspeó la garganta y comenzó a leer. «Manifiesto…Este país se divide en dos: en los que tienen miedo y en los que tienen rabia. Ustedes, burgueses, son los que tienen miedo. Miedo a perder sus joyas, sus relojes caros, sus celulares. Miedo a que violen a sus hijas…» Mientras lo leía, comencé a marearme. Cada palabra enunciada era una puñalada a la mujer que era, a mi familia, a mis amigos, a los míos. Me provocó náusea y dolor, confusión, inquietud. José Cuauhtémoc estaba en lo cierto, mi clase social se cagaba del miedo”.
Arriaga ha situado al comienzo de la novela el texto completo del manifiesto al que se refiere Marina en la cita anterior. Un fogonazo cegador al abrir la puerta. Una brutal declaración de principios y un puñetazo de rabia y resistencia.
Y al final elige lo genuino, lo verdadero,
la pasión. El fuego.
Las técnica de las tres voces o las tres historias que se entrecruzan, es una de los rasgos más característicos de Arriaga, que ha mantenido desde sus colaboraciones con Iñárritu (amores perros, 21 gramos y Babel)
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