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miércoles, 16 de noviembre de 2022

El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes

 

 “Aquella mañana en que la odiaba más que nunca, mi madre cumplió treinta y nueve años. Era bajita y gorda, tonta y fea. Era la madre más inútil que haya existido jamás.”

“Me acuerdo de mi madre todos los días, tal y como le prometí a orillas del Océano. Procuro no mentir.”

Doscientas treinta y ocho páginas –las que más o menos componen esta novela- separan estas dos citas.

Son la misma madre y el mismo hijo, al menos para los de fuera, al menos en los papeles administrativos. Pero al final de nuestra lectura son seres distintos de aquellos del comienzo, surgen renovados. Han viajado desde un brutal desencuentro que los desbarataba hasta una comunión en la que se borran los contornos entre los dos, en la que llegan a intercambiar los papeles habituales del cuidador y del cuidado.

El amor del hijo va creciendo ante nuestros ojos creciendo desde el odio más profundo. El contraste lo agranda. Representa el alumbramiento de un nuevo sentir.

El libro distribuye su materia en 77 capítulos, en general breves, algunos de apenas una línea. En estos Aleksy va deslizando imágenes de lo que representan los ojos de su madre para él. Todas ellas se encuentran agrupadas en uno de los capítulos finales, con leves alteraciones. Representan una jaculatoria pagana dirigida a la madre.

Aleksy relata en primera persona aquel verano que pasó con ella. Lo observa todo desde su momento actual, cuando tiene la misma edad que su madre en aquellas vacaciones. Escribe desde una edad adulta muy rota. Cuando se pone a redactar han transcurrido unos veinte años, que se han ido llenando de ternura, de pasión, de abundancia, de excentricidad, de dolor, de mucho dolor.

La primera persona supone una gran cercanía entre lector y narrador, que habla desde el interior, que llena de subjetividad la novela. Todo circula alrededor de lo que piensa, de lo que siente el sujeto.

Los detalles, los hechos importan menos porque nos movemos en el territorio de lo que siente el que habla. Utiliza una lengua propia, que muchas veces escapa a nuestro intelecto, pero que sentimos con el corazón. Si cada lengua encierra una cosmovisión, en este libro se esconde la de Aleksy.

La narración comienza cuando se termina su periodo escolar en un correccional. Su madre no parece muy contenta al ir a recogerlo. Él la hace esperar en la acera, la observa desde la ventana, la odia. Para los demás padres no tiene una mirada más complaciente: “Un triste hatajo de perlas falsas y corbatas baratas, venidos a recoger a sus hijos defectuosos, escondidos de los ojos de la gente.” Su mejor amigo se despide diciéndole que no se suicide ese verano, el segundo se hallaba allá abajo plantado “como una mierda de perro”. El colegio era tan horrible que en él “no aguantaban ni las infecciones.”

Todas sus palabras están cubiertas por un velo de negatividad, habla su rabia, su resentimiento, su falta de amor, el infortunio que ha sido su vida. Canta su propia canción, llena de sarcasmo.

Una atmósfera aborrecible y lúgubre baña estas páginas, con la excepción de aquellos meses con  una luz muy brillante que lo inundará todo y más tarde dará paso a la oscuridad total.

La madre tiene que prometerle algo que desea mucho para que acceda a acompañarla a un pueblecito francés junto al océano. Hasta transcurridas unas páginas más no sabremos realmente la verdadera razón para estas vacaciones.

Desde su relato descubrimos –intuimos más bien-  mucho de lo que pasó antes de ese viaje y lo que sucedió después.

Las piedrecitas de sus palabras nos marcan el camino para conocer fragmentos de vida de este hombre desde su niñez. En el adulto resuenan las vivencias infantiles, que no fueron fáciles. Pero es difícil señalar responsables, no existen. Todos se perciben como víctimas y a la vez como verdugos. No existen los culpables porque no siempre les movió la voluntad, fueron más  las circunstancias que rodearon sus pequeños mundos. Sí hubo perjudicados inocentes.

En este libro, Tatiana Tîbuleac repasa muchas vidas: la de un niño que demanda cariño a gritos; la de una madre que quería a su manera; la de una abuela que en algún momento pudo hacer más por este muchacho roto que muchos psiquiatras; la de un padre ausente. También habla de amor, de incomunicación, de emigrantes trasvasados desde la tierra de los padres a una donde anidará el desarraigo, de todo el poder del dinero.

La autora moldava también se refiere a la muerte incomprensible que rompe una vida en su principio, del duelo, de familias rotas.

Desde el comienzo, por una serie de anticipaciones, nos damos cuenta que escribe desde el dolor del hoy y necesita ampararse en aquella luz transitoria y brillante que surgió aquel verano.


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