“Nací en esta casa y aquí me crie. Nunca he
salido. Al atardecer recuesto el cuerpo contra el cristal de las ventanas y
miro el cielo.”
Este es el comienzo. Nunca
he salido. Curioso, ¿no? Una situación poco frecuente: ¿Se puede vivir sin
salir de una casa? Desde luego que sí, si uno es una lagartija que teme ser
devorada al pisar el exterior.
Ella es la que va a narrarnos esta historia; unos hechos llenos
de singularidad, de reflexiones sobre la vida y las personas, sobre la mentira,
la identidad y la memoria; adornado con una fina ironía y un cierto desconsuelo
por los males de aquel país.
“Yo
lo veo todo. Dentro de esta casa soy como un pequeño dios nocturno. Durante el
día duermo.” Así se expresa la lagartija, que pronto será
conocida como Eulalio
Félix Ventura comparte la casa con ella, se trata de un
negro albino. Si la ausencia total de
pigmento melánico es insólito en cualquier lugar del planeta, en África su
exotismo se multiplica. Y esta novela se desarrolla en el continente africano,
en Angola. Una Angola que padeció la colonización portuguesa, que se independizó
tras una larga guerra y que se sumió más tarde en una honda contienda civil.
Toda esta situación la muestra el libro pero no de forma
ostensible. La realidad se revela en forma de cortos brochazos, que adquieren
una presencia mayúscula porque Agualusa desea evidenciar, denunciar incluso, el pasado de su país.
Cuando nos asomamos a la escritura ese pasado aparece con
la configuración de unos puntos fulgurantes que nos deslumbran allá al fondo, pero
hay que entregarse para llegar hasta ellos, es como cuando miramos en un
estanque y tenemos que afanarnos para descubrir los peces, que están ahí.
Descubrimos con sorpresa la ocupación de Félix cuando una
noche aparece un extranjero a solicitar sus servicios: inventa pasados, trafica con la memoria, para emborronar lo que no queremos recordar.
Trabaja para la nueva burguesía angoleña. “Eran
empresarios, ministros, hacendados, traficantes de diamantes, generales, gente,
en fin, con un futuro asegurado. Lo que le falta a esas personas es un buen
pasado…”
Uno de sus clientes vivirá como cierto el ayer inventado por
Félix Ventura, y ahí el libro nos muestra la fragilidad de la memoria y de la
identidad.
“El pasado es
Un río que duerme
Y la memoria, una mentira
Que cambia de forma”
“La
memoria es un paisaje contemplado desde un tren en movimiento.”
¿Las cosas son lo que parecen? No siempre. Nuestro
protagonista es negro pero parece blanco, “…cada uno ve lo que quiere en el fugaz
dibujo de una nube”.
Eulalio fue hombre en otro tiempo, vamos descubriendo –y rellenando
a nuestro antojo- algo de su condición anterior; es como si quitáramos los
nudos a una madeja de lana enmarañada. La verdad es un prisma con muchas caras, cada cual inventa la suya.
No puede hablar, solo se le puede oír cuando sueña. “Mis
sueños son, casi siempre, más verosímiles que la realidad”.
“Hay
verdad, aunque no haya verosimilitud, en todo lo que un hombre sueña.”
Eulalio ha aprendido mucho de la vida y sobre este país
de las pequeñas palabras que Esperanza murmura mientras limpia en la casa. La
mujer reniega de los muros añadidos al patio porque son ellos los que fabrican a
los ladrones. Para el narrador se ha convertido “en la columna que sustenta la
casa”. La mujer enlaza la Angola de hoy con la Angola perpetua. Se
siente inmortal porque en 1992 sobrevivió a un tiroteo en la casa de un
político donde acudió: se salvó porque en la lista de ejecución quedó la última
y a los asaltantes se le acabaron las balas. Las dos caras de la crónica de un
totalitarismo: el horror y su reflejo esperpéntico.
En
la novela hay más apuntes que grandes desarrollos narrativos, pero los
distintos pasajes son muy sugerentes.
¿Los encuentros de José Buchmann y Ángela Lucía son meras
coincidencias? No, ellos representan el sólido puntal de la novela. El tema del libro se va aparejando con ellos.
Parece que estamos lejos de la cordura, pero entre estos
hilos de aparente sinrazón encontramos mucha verdad. La vida, la realidad también se puede contar
desde el otro lado, desde el lado de lo insensato, de lo absurdo.
Hay mucho, mucho en esta novela corta, en cada rincón una
o mil reflexiones.
Este libro hay que leerlo de forma lenta, rastreando el
fondo de las páginas, catando los nuevos sabores que Agualusa nos sirve. Son
males de siempre, reflexiones antiguas, que él va filtrando entre las líneas.
José
Eduardo Agualusa vuela hacia lo irreal,
lo inverosímil para conocer más de cerca lo real.