A los que construyen su propia catedral, sin dios.
El libro se
abre con esta dedicatoria. Adivino ahí el propósito de Claudia Piñeiro, que me
apropio: cada cual debe construir su
propia realidad, y no permitir que otros la fabriquen en tu lugar.
Cuando nos
crean un sistema de vida, unos carriles sobre los que caminar, puede resultar cómodo, pero también puede
resultar una falacia. Y de pronto te ves viviendo sobre un montón de mentira.
La religión
te marca sendas y nunca va a permitir que te salgas de ellas. Todo lo que acontece
es un designio divino. Eso supone un consuelo en la adversidad, te ayuda a soportar
cualquier dolor, cualquier trastorno. Lo difícil es cuando ese bálsamo comienza
a resultarte falso.
El cuerpo despedazado de Ana había aparecido en un terreno baldío. Este mazazo aparece al principio.
Claudia
Piñeiro ha encontrado en la novela negra un arma contundente para golpear
conciencias.
Este género le permite dibujar un retrato de su entorno y
subrayar la realidad que le interesa. Al mismo tiempo nos permite reflexionar a
los lectores, a veces para indagar en
nuestras verdades ocultas.
Tenemos un cadáver, el quién, elemento esencial del género. Aunque no podemos olvidar que la autora argentina se sale del canon, aquí percibimos también el cómo y el porqué. Estos los irá construyendo el propio lector a partir de seis relatos en primera persona. Entre todos trazan para nosotros la trama, y a la vez se muestran unos personajes: bien matizados, y construidos de forma sólida.
En la novela se abren dos polos. En uno se agrupan los que busca la verdad, los que se rebelan; y en el otro los que consideran el tétrico suceso como un designio de Dios, que hay que acatar.
Los primeros encaran la realidad y sufren, los segundos agachan la cabeza y sobreviven. Claudia Piñeiro aposta por los que no se encogen, y entre ellos coloca, esperanzada, al más joven.
Si hemos hablado del quién, el cómo y el porqué de esta novela de aire truculento, conviene definir al que en este caso hace el papel de detective. El investigador nunca puede faltar en la trama policiaca, que puede hacerse sin crimen y sin criminal, pero jamás sin alguien que indague y restablezca más tarde el orden roto.
En la novela negra siempre surge un desgarro que imita la vida, pero en la ficción siempre halla una compostura para alivio del que lee, algo que no es tan frecuente en la realidad.
En este caso esa función la asume Alfredo el padre, que desde el momento que suceden los hechos se dedicará a averiguar lo que aconteció. Se siente cargado de culpa, porque quizás no estuvo muy pendiente de lo que sucedía con sus hijas y con su casa.
La autora arremete contra la familia tradicional cuyos miembros no se comunican, y entonces las dudas se pudren dentro. Resulta curioso que las madres de la obra sustenten su proyecto vital sobre bases falsas, que se derrumbarán, claro.
Desde ese terreno baldío el cadáver descuartizado nos interpela a todos, a sus familiares y a todos nosotros.
¿Hasta dónde somos capaces de llegar en una situación
límite? Sabemos lo que somos pero no lo que podemos llegar a ser. No elegimos a
la familia, nos la imponen.
Piñeiro se arroja contra la hipocresía social y la corrupción; contra los
grupos que descuidan a sus miembros; contra la religión que te impide pensar;
contra los que prefieren que sean otros los que razonen por ellos; contra el
celibato que impone la Iglesia; contra el perdón de la confesión; contra los
que combaten el aborto, pero que lo utilizan cuando les conviene.
Al final del libro en el testimonio de Alfredo, se
desarrolla una paradoja, que no puedo revelar, pero que me ha parecido sustancial:
ya está todo aclarado, sabemos qué sucedió y cómo, pero ¿quiénes son los
culpables?
¿Es culpable el que lo hace porque tiene todas las
puertas cerradas o el que cierra las puertas?
Me gustó mucho esta novela y es acertadísima la pregunta con la que acabas tu comentario
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