Este libro está construido con mucho fondo, son rincones
que la autora ilumina poco a poco alimentando la tensión narrativa. Este libro contiene un lamento por esas
mujeres a las que les rompieron las alas.
Claudia, una adulta de la que no sabemos nada, se instala
en la niña que fue a los ocho años y nos presta sus ojos infantiles para darnos a conocer a su familia. El
relato cubre unos pocos meses y son suficientes para ahondar en la vida de una
mujer a la que vetaron los caminos vitales que ella hubiera transitado. La
sociedad del momento decretaba que fueran los maridos y los padres los que
dirigieran las trayectorias biográficas femeninas.
Pilar
Quintana ha creado una voz narrativa infantil que suena perfecta. La
ingenuidad de la pequeña levanta el velo de una vida doméstica llena de abismos.
El candor de la corta edad que desvela los hechos no le resta dureza a lo que
allí sucede.
Así comienza: “En el apartamento había tantas plantas que le decíamos la selva.”
Una palabra de ocho años nos predispone a esperar un
discurso dulce, pero enseguida te vas dando cuenta que la savia de aquel mundo
vegetal se había hecho veneno.
La madre, con sus cuidados y con la fuerza que le había
dado la tierra, mantenía vivo aquel oasis. Hasta que ya no pudo más: se sentía como
encerrada en un armario al que cada día le echaban una nueva llave.
“Me encantaba subir corriendo la
escalera y mirarla [a
la selva] desde el segundo piso, lo mismo que desde el borde de un precipicio,
las gradas como si fueran el barranco fracturado. Nuestra selva, rica y
salvaje, allá abajo.”
Las
trayectorias de la mujer y de las matas viajarán unidas en el libro y ese falso precipicio se convertirá
en un barranco real, en muchos abismos.
La niña de pronto deja de percibir su vida como una
resplandeciente tira de papel blanco, sin impurezas, sin arrugas; con muy poco
escrito. De golpe algo ha ensuciado ese papel, algo lo ha engurruñado.
La
pequeña Claudia ha sentido el verdadero mundo de los adultos. Se ha asomado a
un abismo profundo. La niña no juzga, la niña mira. La niña se
evade, como cualquier pequeño, no tiene los recursos de los mayores para
asimilar todo lo que sucede.
Ella dibuja lo que ve y nosotros, llenos de congoja,
interpretamos. Su muñeca representa esa
dulce edad infantil “que ella suicida”, como me decía una amiga el otro día.
Pilar
Quintana utiliza las revistas del corazón que esta mujer lee para hacer su
retrato, para plasmar su cronología vital. Su hija nos
transmite sus comentarios. Se pregunta ante la niña si fueron accidentales las
muertes de Grace Kelly o Natalie Wood, le habla de las bodas de Paquirri, de
Lady Di, le comenta el parecido de su piel con la de Sophia Loren…
Así retrata y así considera Pilar Quintana la situación
de las mujeres en los ochenta en Colombia. Asegura en un vídeo sobre su
novela que es la generación de su madre y de su abuela. Así era también en España la
realidad de muchas mujeres, quizás unos años antes.
De igual manera vivieron aquí mi madre y mi abuela, y sus
madres y sus abuelas, así ha sido siempre. Triste es pensar que en muchas
latitudes, incluso aquí cerca, estas prácticas persisten.
Cuando perteneces a una generación de mujeres que ha
disfrutado de una cierta libertad, que ha contado con mejor acceso a la
educación, que ha tenido más sencillo elegir una carrera profesional; les debes
algo a las mujeres que pasaron antes que tú y que carecieron de todo eso. Me siento de alguna manera obligada a revelar
y a denunciar las vidas, sometidas, que muchas de ellas sufrieron.
La niña, tan unida a su madre, culpa a su padre, pero él es tan producto de los viejos hábitos sociales
como lo es la madre.
No deja de sorprender que lo que acontece en Colombia, el conflicto en el que todos pensamos
cuando se evoca aquel país, aquí no aparezca. Apenas un comentario de un
trabajador de la finca a las visitas de la guerrilla. Pilar Quintana parece
haberlo hecho de forma deliberada, eso se deduce de sus declaraciones para El
País: “En Colombia nuestro conflicto
tiene tanta presencia y es tan fuerte que muchas veces no exploramos ni miramos
a los ojos del monstruo, la violencia que hay en las casas y contra las
mujeres”.
Hay
muchos abismos reales, la autora lo sabe muy bien porque creció en
la Carretera al Mar, en Cali, la ruta era terrible, con precipicios
interminables: “Son abismos de terror”,
se dice entre los vecinos del lugar.
Pero
hay otros abismos, en realidad dentro de las casas es donde más abundan. Muchos
son los abismos de silencio.
“Entonces
lo vi en sus ojos. El abismo dentro de ella (…)”
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