2017 Pepitas de calabaza, en
México 2015.
Una artista visual que
escribe: así se define Verónica Gerber, escritora mexicana de1981.
Solo con abrir el libro se
revela una propuesta diferente: encontramos una combinación de escritura y
elemento icónico. El propio título es el símbolo del “conjunto vacío”: presagia
la soledad que encierra la novela.
Verónica Gerber en una
entrevista se refiere a Conjunto vacío
como obra o pieza; aunque dice que comprende que en medios literarios se hable
de novela. Pero ella no quiere que
solo se vea como eso, como una novela, porque así se reduce a un solo modo de
lectura.
Enseguida uno se pregunta
qué impulsa la distribución de grafías y dibujos. En las primeras páginas de la
novela podría advertirse una pista cuando se lee: Hay cosas, estoy segura, que no se pueden contar con palabras. La propia autora declara en un encuentro
literario que los dibujos están para
completar esas partes que costaba decir o decirse. En definitiva vemos que la
novedad de Conjunto vacío no es
capricho es una necesidad expresiva de esta creadora, exiliada de la patria
común de las palabras. Las palabras me
dan miedo, me asusta no saber qué entienden los demás cuando Yo(Y) (sic) hablo. Cuando dice esto el personaje, es fácil
imaginar a la autora explorando nuevos caminos expresivos para calmar esa ansia.
El principio del relato
coincide con el final de una relación amorosa, la de la protagonista, Verónica,
y Tordo. Ese final, que cierra una cadena de algunos otros en su vida, va a
propiciar un comienzo, repleto de preguntas que Verónica se hará a lo largo
del relato. Dice: Todos estamos esperando
que por fin aparezca eso que no podemos ver.
Pero va a ser difícil
encontrar respuestas y Verónica Gerber lo pone de manifiesto en su relato
a través de su concepción de la obra (en la que trabajó cuatro años): fragmentos sin continuidad cronológica, y
que son como pedazos rotos de un escrito que hay que recomponer con
cuidado para encontrarle sentido. Se
trata también de pedazos de una vida que debemos recomponer al leer estos capítulos
breves, muy desiguales en el tamaño; expresados en lenguajes inventados,
propios de los niños; o con disgrafías e incluso escritura ilegible. La diversidad expresiva se corresponde con la
complejidad de la(s) vida(s) que abriga.
Tras la ruptura amorosa, el
personaje vuelve al piso de su madre, el único lugar al que podía regresar. El
apartamento está igual que ese día de 1995, cuando -asegura- dejamos de ver a mamá: tanto su hermano
como ella. Hubo un divorcio; y había un padre, con tan poca presencia en la
novela como en la vida de Verónica. A partir de ahí porciones de existencia con
elementos comunes a otras muchas y con elementos diferentes.
Personaje y autora comparten
nombre y dedicación al arte visual. Además ambas son hijas de exiliados
argentinos nacidas en México. Pero no son la misma persona, explica Verónica
Gerber: es un ejercicio de autoficción. El que escribe siempre se alimenta de
lo que tiene alrededor. La literatura adopta distintos moldes según las épocas,
pero siempre están llenos de vida y ficción.
Cuando ya he conseguido
reunir los pedazos que Verónica Gerber me ha dejado entre estas páginas, he
construido una historia, que contiene ecos de muchas otras, y que quizás no es la que ella concibió. En ella hay
soledad, como presagiaba el título, y hay muchos exilios: de la protagonista,
de su familia, del amor, de la madre, de la patria, del tiempo, de las palabras;
y también de uno mismo.
Si alguien me preguntara de
qué va este libro, le diría que está hecho de la materia escurridiza del vivir. Y le ofrecería, por ejemplo, esta frase que se encuentra entre las
últimas páginas: Es extraño llegar a un
lugar que se corresponde contigo, pero al que no perteneces.
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