Mi planta de naranja lima fue publicada por José
Mauro Vasconcelos en 1968. Se trata de uno de los autores brasileños más leídos
y divulgados de todo el siglo XX. El pasado 26 de febrero se celebró el
centenario de su nacimiento.
Dos
planos de contenidos flotan en el espacio de este texto, uno realista y otro
dentro de la más pura fantasía; atravesados ambos por hilos de humor, ternura y
a veces de un sentimentalismo algo excesivo.
Retrata
una porción de la vida en Bangú, un barrio de clase media baja en Río de
Janeiro. Allí nació José Mauro Vasconcelos, por lo tanto el relato se halla
traspasado de resonancias biográficas. No estamos ante descripciones realistas
a la manera más clásica, son meras pinceladas que se van asentando en la
narración del pequeño Zezé, el protagonista de apenas seis años. El lector
reconstruye la vida y la atmósfera del barrio a partir de un texto de tono
fresco e inocente, que dulcifica las duras aristas de la desigualdad que
gobierna la zona.
A
través del discurso infantil se transparenta un mundo donde la vida es difícil.
Su padre está en el paro y su madre trabaja todo el día en una fábrica de
tejidos, que existía realmente. Mamá
nació trabajando. Nos cuenta Zezé que empezó a los seis años, que la sentaban
encima de una mesa donde limpiaba y secaba herramientas. Era tan pequeña que se
orinaba en la mesa, porque no podía bajar sola. Él se puso muy triste cuando
oyó esta historia y se prometió que
cuando fuera poeta y sabio, -era esa su aspiración en la vida- le leería sus poemas. La fábrica era un dragón que todo el día
tragaba gente y de noche vomitaba un personal muy cansado. Además, no me
gustaba por lo que mister Scottfield le había hecho a Papá… El lector puede
completar lo que falta.
Son
muchos hermanos, los mayores se encargan de los más pequeños. Zezé con sus
cinco años se ocupa del inmediatamente menor. Y en su relación se abre ese
plano de la fantasía. Sin moverse del patio trasero viajan al Far West a lomos de una gruesa rama de
árbol o visitan un zoo peculiar cuya pantera era la gallina negra del pobre
gallinero. El universo infantil corre paralelo al de los adultos.
Zezé
lo habla todo con su planta de naranja lima, a la que llama Minguinho. Ella le
contesta y le sirve de refugio. A veces acudía a ella llorando tras alguna
paliza. Era frecuente que le castigaran. Él mismo había asumido que tenía el diablo en el cuerpo, como decían
todos. Pero no era tan travieso, pienso que el niño era víctima de la
frustración de los mayores, que le golpeaban a él porque no podían apalear a la
existencia que les había tocado en suerte.
Este
cándido narrador va sembrando de humor lo que cuenta. Como cuando se cambian de
casa y le comenta a su tío que no sabe si su amigo, el murciélago Luciano,
sabrá llegar a la nueva; asegura que le ha dejado la dirección, pero no sabe si
sabrá leerla. O como cuando va a la escuela y supone que una señora que hay por
allí debe ser la directora porque tiene bigote.
En
el centro escolar descubrimos su inteligencia y su bondad. Alguna tarde la
maestra, admirada y conmovida por este inocente, le compra el buñuelo para la
merienda y él lo comparte con Corujinha, que es más pobre. No voy a decir nada
de su amistad con el Portugués o con Ariovaldo, ni del día que salió con su caja
de limpiabotas, de lo que le trajo a su padre… Tengo que hacer un esfuerzo por
parar de contar.
Zezé
es en alguna medida un nuevo Lazarillo.
El
libro me ha hecho llorar. He estado
preguntándome qué era lo que traía esas lágrimas. Comparaba una lectura
reciente donde se describe un crimen absurdo que además queda impune y deja
rota para siempre a una familia entera. Ahí no hubo lagrimeo, y no por falta de
razones. La diferencia estaba en que con estas circunstancias terribles no
sentía conexión emocional. Sin embargo mucho de lo que se cuenta en Mi planta de naranja lima me ha
transportado a mi mundo de recuerdos, ahí sí se ha producido una conexión
afectiva.
La
foto de portada de Libros del Asteroide muestra a un niño flotando en un río
con la ayuda de una cámara de rueda de coche, con mirada abstraída y
jugueteando con el agua, tranquilo; descubriendo, construyendo quizás, su
mundo.
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