Sostiene
Pereira que le conoció un día de verano. Una magnífica jornada veraniega,
soleada y aireada, y Lisboa resplandecía. En
estas dos líneas del comienzo se plasma mi percepción de la novela. Al
principio del texto aparecen una serie de hechos algo ambiguos, hasta
incoherentes algunos, incómodos, cansinos; pero los eventos del final de la
novela los aclaran, los engrandecen, los dignifican.
Detrás de este “sostiene
Pereira”, repetido tantas veces a lo largo del relato, se encuentra un
narrador que al principio me parecía más un fiscal, que daba cuenta de unos
hechos ante un tribunal. Quizás Tabucchi quiso fundir las dos figuras en una
sola, porque en esta novela se encierra un juicio: el que se hace a cada una de
nuestras conciencias. Sobre cada lector sobrevuela una pregunta: ¿Qué habría hecho yo? La expresión “sostiene Pereira” va hilvanando las
distintas vivencias de un cambio en su protagonista.
“Le
conoció un día de verano”. Cuando Pereira conoció a Monteiro
Rossi no era un verano cualquiera, era 1938, la dictadura salazarista campaba
en Portugal. Unos sencillos, y ásperos, brochazos nos ubican en la dureza y la
intransigencia del régimen totalitario. Por las calles corrió la noticia del
asesinato de un carretero alentejano, esto fue el germen de diversas revueltas
entre los portugueses. Había que conocer la verdad en las calles, en los
periódicos no aparecía, la tinta de la prensa se vertía en eventos mucho más
frívolos.
Pereira, un hombre ensimismado y gris duerme en su
rincón. Su amigo el párroco don António le reprocha que no esté al día de lo
que se vive a su alrededor. Yo también le hubiera cogido por las solapas y le
habría sacudido para que despertara y viera esa Lisboa que rezumaba control
policial, violencia e intolerancia. Pero Pereira al final me ha enseñado que se
puede agarrar la vida y zarandearla.
“Una magnífica jornada veraniega, soleada y
aireada, y Lisboa resplandecía.” No había ninguna luz en la
Lisboa del Pereira que conocemos al principio, su vida de tedio se reflejaba en
una ciudad que lucía mate; su dificultad al caminar transmitía fatiga a los
adoquines lisboetas. Esa luminosidad a la que se refiere el comienzo no la
sentiremos como tal hasta finalizar el
relato, el desenlace proyecta claridad sobre cada una de las páginas que
preceden. Algunos puntos que quedaron
más borrosos, más opacos, más negros adquieren una nueva dimensión cuando los
miramos desde la conclusión.
Me pesaba la espera, quería dejar de leer, Pereira me
irritaba. Creía que se dejaba engañar, pero era yo la que quizás lo miraba con
ojos mezquinos, con ojos pobres. No siempre la verdad está en la superficie,
hay que escarbar para encontrarla. Luego llegó la oportunidad de salvarse ante
los ojos lectores. En realidad, no sucedió todo de pronto, el texto nos ha
mostrado señales en diferentes momentos. La decisión final se ha ido fraguando
ante nosotros.
El comentario último de Tabucchi desvela, alumbra, pero
no explica, porque no hay respuesta. También eso ha estado ahí todo el tiempo,
dibujándose en muchas páginas, en las que Pereira
asegura que no sabe por qué hace lo que hace.
¿Por
qué dijo eso Pereira? ¿Porque estaba solo y aquella habitación le angustiaba,
porque de verdad tenía hambre, porque pensó en el retrato de su esposa, o por
alguna otra razón? Eso no sabría decirlo, sostiene Pereira.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarMe gusta tu reseña.
ResponderEliminarDesde mi punto de vista el cambio que se produce en Pereira es el objetivo interno de la novela, la razón por la que está escrita.El autor prepara el camino de tal manera que Pereira, un hombre enfermizo que no se interesa por nada, se convierte en un personaje luminoso al protagonizar un ingenioso y magnífico final.
Gracias, Mercedes.
Un abrazo
Nieves