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miércoles, 8 de abril de 2020

El mapa de los afectos



El pasado dos de abril leía en Babelia un artículo de Antonio Muñoz Molina donde aseguraba que en este periodo de confinamiento se están creando variados diarios personales con los que muchos pretenden expresar lo que están viviendo, cada cual a su manera: escribiendo, dibujando, en un collage… Están dibujando entre todos el mapa inmenso y me­ticuloso del presente. Decía exactamente.

Un mapa semejante es el que traza Ana Merino en esta novela. Ella lo realiza uniendo puntos como guiándose por el puntero aleatorio de una güija.  Al final de la lectura tenemos la representación de una porción de vida en un pequeño pueblo del Medio Oeste americano en un periodo aproximado de dos décadas.

Cada punto representa un personaje que durante dicho periodo entra en contacto de manera más o menos fortuita con otro u otros de sus congéneres. Entre los protagonistas, como entre todos nosotros, se establecen redes que nos ligan, unas veces de manera voluntaria pero otras por pura casualidad.
Pero no esperemos alcanzar una representación exacta y completa de una realidad vital, semejante a aquella que pretendía el realismo. Aquí, sin embargo, se observa un deseo claro de hacer patente el fragmentarismo que nos conforma, pues la autora aboga por la idea de que la única percepción del mundo que nos está permitida es la parcial.

Cuando se nos presenta una escena de vida cualquiera, la interpretamos condicionados por nuestras propias vivencias. Eso que vemos se fusiona con nuestro yo y genera un escenario que nunca sabremos cuánto tiene que ver con lo que en verdad acontece. Algo así le sucedió a Gina.

El azar juega en este mapa un papel relevante, como lo juega en la vida real. Así, el incendio tuvo lugar cuando ya todos habían salido del club, de no haber sido así, las vidas de Alfredo o Emily habrían corrido otra suerte; el reventón en el coche de Alfredo terminó con el vehículo frenado bruscamente en el sembrado, y no empotrado en la camioneta de Rita que volvía a casa con las compras de la semana y el depósito lleno…

En el relato de Ana Merino se yergue en algún momento la justicia poética en esa cabeza que rueda separada del cuerpo. La autora toca con su mano el mundo de sus criaturas, lo moldea. También nosotros en muchas ocasiones podemos trocar lo que nos sucede, liberándonos de la coraza del destino. Alguien aquí no pudo hacerlo y le cayó el peso de una losa que aniquiló lo que estaba siendo una vida más o menos feliz.   

La denuncia de muchos de los males de nuestra sociedad se disfraza de literatura en esta novela: el falso feminismo; las playas españolas del sur peninsular donde el agua arrastra cadáveres de muchos que buscaban una mejor vida; los muertos mexicanos que se perdieron entre el polvo del desierto en la frontera.

El tornado que sufren en la novela adquiere una simbología especial en estos momentos que vivimos. En algún sitio he leído que alguien compara uno de estos huracanes frecuentes en la zona con este periodo de confinamiento. Cuando todo termine saldrán del sótano –o saldremos de nuestra casa- y veremos qué consecuencias han sufrido nuestras vidas.

Cuando James volvió a casa, su abuela lo recibió emocionada. Su nieto ya no volvería a ninguna otra guerra y todavía le quedaban los brazos intactos para aferrarse al futuro.

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