El pasado dos de abril leía en Babelia un artículo de Antonio Muñoz Molina donde aseguraba
que en este periodo de confinamiento se están creando variados diarios
personales con los que muchos pretenden expresar lo que están viviendo, cada cual
a su manera: escribiendo, dibujando, en un collage… Están dibujando entre
todos el mapa inmenso y meticuloso del presente. Decía exactamente.
Un mapa semejante es el que traza Ana Merino en esta
novela. Ella lo realiza uniendo puntos como guiándose por el puntero aleatorio
de una güija. Al final de la lectura
tenemos la representación de una porción de vida en un pequeño pueblo del Medio
Oeste americano en un periodo aproximado de dos décadas.
Cada punto representa un personaje que durante dicho
periodo entra en contacto de manera más o menos fortuita con otro u otros de
sus congéneres. Entre los protagonistas, como entre todos nosotros, se
establecen redes que nos ligan, unas veces de manera voluntaria pero otras por
pura casualidad.
Pero no esperemos alcanzar una
representación exacta y completa de una realidad vital, semejante a aquella que
pretendía el realismo. Aquí, sin embargo, se observa un deseo claro de hacer
patente el fragmentarismo que nos conforma, pues la autora aboga por la idea de
que la única percepción del mundo que nos está permitida es la parcial.
Cuando se nos presenta una escena de
vida cualquiera, la interpretamos condicionados por nuestras propias vivencias.
Eso que vemos se fusiona con nuestro yo y genera un escenario que nunca
sabremos cuánto tiene que ver con lo que en verdad acontece. Algo así le
sucedió a Gina.
El azar juega en este mapa un papel
relevante, como lo juega en la vida real. Así, el incendio tuvo lugar cuando ya
todos habían salido del club, de no haber sido así, las vidas de Alfredo o Emily
habrían corrido otra suerte; el reventón en el coche de Alfredo terminó con el
vehículo frenado bruscamente en el sembrado, y no empotrado en la camioneta de
Rita que volvía a casa con las compras de la semana y el depósito lleno…
En el relato de Ana Merino se yergue en
algún momento la justicia poética en esa cabeza que rueda separada del cuerpo. La
autora toca con su mano el mundo de sus criaturas, lo moldea. También nosotros
en muchas ocasiones podemos trocar lo que nos sucede, liberándonos de la coraza
del destino. Alguien aquí no pudo hacerlo y le cayó el peso de una losa que aniquiló
lo que estaba siendo una vida más o menos feliz.
La denuncia de muchos de los males de
nuestra sociedad se disfraza de literatura en esta novela: el falso feminismo;
las playas españolas del sur peninsular donde el agua arrastra cadáveres de muchos
que buscaban una mejor vida; los muertos mexicanos que se perdieron entre el
polvo del desierto en la frontera.
El tornado que sufren en la novela
adquiere una simbología especial en estos momentos que vivimos. En algún sitio
he leído que alguien compara uno de estos huracanes frecuentes en la zona con
este periodo de confinamiento. Cuando todo termine saldrán del sótano –o
saldremos de nuestra casa- y veremos qué consecuencias han sufrido nuestras
vidas.
Cuando
James volvió a casa, su abuela lo recibió emocionada. Su nieto ya no volvería a
ninguna otra guerra y todavía le quedaban los brazos intactos para aferrarse al futuro.
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