“Mirando
por la ventana, el anciano vio que la niebla del amanecer se había disipado,
como si se hubiese levantado una cortina de gasa para revelar los coloridos
detalles de un escenario teatral.”
Detrás del telón el octogenario señor Pinnegar, apoyado
en sus confortables almohadones, ve cómo se despierta la viveza del jardín. Desde
ahí recuerda su vida y recuerda el mundo
que la ha contuvo. Sin asperezas, sin ninguna
reflexión política o social, vamos recorriendo este mosaico que atraviesa el
paso del siglo XIX al XX y se adentra en éste.
El señor Pinnegar contempla los parterres entre los que
se ha desarrollado su existencia entera. Él formaba parte de aquel parque al
que entregó su alma y del que extrajo la esencia de su vivir.
Había llegado al final. No tenía mucho, pero tenía lo
suficiente. Pensaba que las posesiones solo daban unas responsabilidades que él
desdeñaba. No dependía de nadie. Vivía sereno porque a su edad la gente ya no
se acalora, además su futuro ya no le suponía ningún problema.
Recién nacido lo dejaron en la puerta de los
Pinnegar Pero esa era una vieja
historia, ya no vivía nadie que hubiera sido testigo de aquello. Había nacido
con un problema en el pie, pero aquello no impidió que correteara como los
demás muchachos. Incluso se deshizo en parte de un complejo de inferioridad,
siendo el mejor patinador sobre el canal helado.
Reginald Arkell apenas nos deja en su novela unos pocos cabos con los que
tejer esta vida. No estamos ante un texto prolijo, sino más bien ante un pequeño manojo de suaves pinceladas, que nos dejan un panorama lleno de huecos. Pero somos
capaces de recrear el mundo del jardinero.
Su maestra de escuela espoleó su arrebato por las flores
silvestres. Y ese fue el principio de todo. Ella fue la madre de la pasión que
acompañaría al joven Herbert para siempre: sacar de las entrañas de la tierra
una belleza escondida.
“Es
curioso cómo suceden las cosas. Nunca sabes qué será lo mejor para ti a largo
plazo, y el largo plazo es lo que cuenta.”
Es muy cierta esta reflexión que se hace el viejo
jardinero. Muchos de nosotros seguro que podemos recordar algún momento que
hizo girar nuestra vida y la condicionó para siempre. Para él lo mejor a largo
plazo sin duda estuvo en aquel concurso anual de flores. Acudió con un
ramillete de brotes acuáticos, que le hicieron
ganar el primer premio.
Allí la señora Charteris, acompañante de los jueces, le
pidió que le ayudara con su nuevo jardín. Allí surgió un amor mudo por la mujer
y una devoción incondicional a las plantas que ella adoraba.
El joven Herbert se convirtió en Bert Pinnegar, ayudante
de jardinero. Mucho tiempo tendría que transcurrir hasta que consiguiera llegar
a la jefatura, avanzando puesto a puesto en el rígido escalafón de la plantilla.
Durante toda su vida se parapetó en el trabajo y renunció
prácticamente a vivir. Uno no sufre si no arriesga, y él no arriesgó.
Era como si se acercara a las rosas protegido con fuertes
guantes, las espinas no le pincharían, pero tampoco podría sentir el dulce
tacto de los pétalos.
Herbert ha contemplado la vida pasar; las estaciones
se suceden entre las plantas. Vive lo que le va cayendo, desde las guerras que
asolan su país hasta sus pequeños triunfos como experto jardinero. Y como
hombre ha derramado en el libro mucha sabiduría.
Perfectamente marcados por el
autor, los años van desplomándose sobre él. Y van cayendo también sobre su
entorno. Se producen cambios que le cuesta aceptar, pero que soporta resignado.
Puede empeñarse en que se sigan plantando begonias porque siempre se ha hecho
así, pero no se rebela ante algunas arbitrariedades que le toca sufrir.
Nuestro jardinero es lo más
parecido a un gran árbol que deja que lo cubra la nieve, que lo moje la lluvia,
que lo abrase el sol. Sin que nada lo inmute.
Herbert Pinnegan hizo del trabajo
en el jardín su vida y del esfuerzo su único fin. ¿Qué sucedería cuando todo aquello acabara?
Como tantas de las circunstancias
que nos rodean el jardín viste dos caras, detrás de la belleza se esconden las
malas hierbas y las plagas. El jardín
simboliza la vida, que acoge desde lo más hermoso hasta lo más detestable.
En literatura los recuerdos son
un tema recurrente. Muchas novelas se nutren de memorias. Unas veces la
cronología los estructura, como sucede en Recuerdos
de un jardinero inglés. Salvo algún olvido más o menos deliberado, los
hechos van cayendo ordenados uno tras otros en cada página. En otras ocasiones
el autor nos hace caminar por el territorio informe de la evocación, donde las
situaciones se confunden, donde solo tenemos retazos.
Arkell no escarba en Pinnegar, no
palpa su piel, apenas nos hace sentir su calor. Quedan muchas preguntas: ¿Qué es de este hombre en la
soledad de su hogar? ¿Con quién celebra sus alegrías? ¿En qué pecho hunde su
cabeza? ¿Dónde está su familia?
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