Panza
de burro es
un relato áspero, es incluso algo turbador, realista, escatológico, carnal.
Pero es también valiente, inteligente y libre, porque Andrea Abreu se adentra
con sutileza y talento en un territorio al que le rehuimos la mirada.
La
primera persona narrativa te habla directa, cercana, contundente.
Ha
terminado el colegio. La narradora y su amiga Isora tienen diez
años y tienen todo el verano por delante para retozar por el barrio. Son como
dos gatitos morosos que se desplazan silenciados, como dos perrillos que lo
olfatean todo curiosos, que reciben coscorrones y varapalos.
Con cierto impudor las
niñas indagan en sus cuerpos, no les importa acudir juntas al excusado. Hay
un constante desaliño, no se tapan los excrementos ni los órganos genitales. Los
juegos se tiñen muchas veces de furia. No tienen contención, no hay barreras.
Esas niñas son literarias, pero tienen rasgos que
existen, aunque en ellas se vean más concentrados que en el mundo real.
Viven en el norte de
Tenerife, su territorio es su barrio, más allá todo es ajeno.
El barrio está en constante crecimiento, es como un
animal enorme que coge peso, las casas se van estirando según las posibilidades
y las necesidades. Es una cuesta, abajo se ve el mar, lejano, que se funde con
ese cielo panza de burro del título.
Mar y cielo se confunden, son la metáfora de esta
complicada edad. Se indaga a fondo sobre la preadolescencia. Es un momento
difícil para estas chicas.
Frente al norte donde viven, el Sur es el gran centro de trabajo, allí se ganan la vida los
padres de la que nos cuenta la historia, el padre en la construcción, la madre
limpia en los hoteles.
Para ellas de momento ese sur no existe, porque su
territorio se reduce a las cuestas de su vecindario. Su mundo es muy pequeño,
lleno de juego, y conformado por muy
pocas personas, anclado en el presente, el futuro no es el tiempo de la
infancia.
El sur es el territorio ignoto de los mayores y del
mañana por descubrir.
Las niñas viven al cargo de las abuelas. La de Isora
gestiona un colmado. De su padre no sabemos; de su madre, sabremos avanzada la
lectura.
Las
abuelas no pueden remplazar a los padres ausentes, pero como
figuras complejas que son dan el amor y la protección que conocen, que saben,
que creen que deben dar; aunque a veces no es lo oportuno. Transmiten
costumbres y tradiciones cumplidas de luces y sombras.
Paradójicamente, viviendo en una isla, nadie las lleva a la playa, que termina
simbolizando el anhelo. Los baños en la orilla del mar se sustituyen por
zambullidas en una piscina cochambrosa. Se ven abocadas a crear su playa
alternativa en el canal que corre junto a sus casas.
Hay
que leer Panza de burro porque
nos muestra una sima real, muy real. Desde las primeras líneas se abre un
abismo de desolación. Son temas de una gran dureza, que no están ni
dulcificados ni desdramatizados porque estén en boca de una niña. En un
recipiente de candor se introduce una infancia con claridad y oscuridad, y a la vez un mundo adulto realmente
desorganizado.
Hay una niña que parece que quiere apagar la falta de
cariño comiendo hasta el vómito. Se
vislumbra el suicidio como única
salida. Se intenta acallar la homosexualidad
con violencia. Se margina la enfermedad
siquiátrica. Se retrata el ambiente de
la marginación de los barrios. Se dibujan aburridos matrimonios sin amor. Niños y niñas viven de espalda. Se lanza a
los pequeños a su suerte, sin brindarles una guía. Quizás porque los propios
adultos, que deberían ser tutores, se hallan totalmente desnortados.
En
el libro hay una potente toma de postura, hay una crítica, hay una queja.
Se refleja otra
cara del paraíso canario, se escarba en la costra dorada que se ve desde
fuera.
Es un concentrado
literario. Hay libros que relatan todos los pormenores, este no, estas
páginas sugieren más que dicen, están muy cerca de la poesía.
La
infancia se yergue como el universo de la transgresión, de
la desobediencia de las normas, de la creación de reglas nuevas; de los miedos
inexplicables, insondables que el niño tiene que digerir en la más profunda
soledad; de los más grandes amores.
En
el fondo aquí hay un agasajo a la amistad.
Andrea
Abreu rompe la frontera
entre lo bello y lo feo. Como rompe la barrera lingüística introduciendo la oralidad en el relato, va más allá
de la norma de la lengua canaria, hace hablar a los personajes como se expresan
en un reducido espacio en el norte tinerfeño. Rompe también la frontera del
precepto en la expresión literaria.
Pero la novela al
final nos remueve como personas, como los niños que fuimos, hurga en
territorios poco frecuentados.
Y esta magnífica foto de portada que nos dice tanto del libro:
Hay poco que hacer, una niña –chanclas, pantalón corto y camiseta- se sienta
indolente sobre una bombona de gas,
entorna los ojos y parece abandonada a la brisa liberadora del bochorno. Una
mano cae sobre el borde del improvisado asiento. En la otra un objeto
indefinido, que recuerda a una pistola, apunta hacia su mentón, o apuntala su
rostro.
A su lado otra niña con un cuerpo enorme, tiene los brazos en jarra, mira enfadada, ceñuda, une la barbilla con el pecho. Apenas tiene cuello. Lleva botas de goma con calcetines, poco acorde con el resto de su vestimenta, mucho más veraniega.
La foto se enmarca en un entorno poco complaciente, detrás de ellas una gran puerta herrumbrosa cerrada con un candado y una cadena. Agua en el suelo.
Parecen
esperar algo que no llega. Una más tranquila, otra enfurruñada.
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