Desde la portada nos mira una joven de largo cuello, un
plano corto; lleva el cabello recogido, dos largas mechas sueltas que le caen
en un peinado deliberadamente poco acabado. Una mirada que cala, entre
indiferente y tranquila. Unos labios con poco maquillaje, solo un brillo
ligero.
Maggie O’Farrell crea una ficción “inspirada en la breve
vida de un niño que murió en Stratford-upon-Evon, el verano de 1596”, nos lo
dice en una nota.
Se trataba del pequeño Hamnet Shakespeare –uno de los
tres hijos del dramaturgo-, que murió a los once años sin que quedara recogido
en ningún lugar la causa de su muerte.
En alguna entrevista he leído que cuando Maggie O’Farrell tenía 16 años
conoció el hecho triste de la muerte del pequeño Hamnet, y se le quedó dentro
para siempre. En la
universidad leyó muchas biografías sobre el renombrado autor inglés, y solo en
las más extensas se tocaba el triste hecho con un par de líneas.
La autora
irlandesa sobrevuela los datos históricos y amasa la historia con sus propias
palabras.
Las crónicas se han centrado siempre en el brillo de
aquel escritor, en los mundos que creo con sus obras, dejando atrás la vida más
cotidiana, que formaba también parte de su existencia.
Fue tachado de misógino porque despreciaba a su mujer, para
él sencillamente una iletrada. Se casó con ella solo porque se había quedado
embarazada.
¡Qué
diferente lo que construye Maggie O’Farrell! Anne, la mujer real,
queda transmutada en Agnes, un ser extraordinario. Agnes se traza su propia
vida. Cuando su madrastra le prohíbe ver al joven preceptor que es Shakespeare
ella fuerza un embarazo. Lo eligió a él como padre de sus hijos ya que, como le aseguraba a su hermano, era el
hombre “que más cosas tenía escondidas dentro”.
De joven para los vecinos era una salvaje, porque no se ajustaba a sus patrones. Su propia madre había sido un ser peculiar que nació y creció vinculada al bosque. Ya sabemos que en el pasado el bosque constituía el recinto de lo desconocido, de lo que no se debe traspasar, era zona de peligros. A través de su progenitora tanto ella como su hermano vivirán conectados entre sí durante toda la vida y unidos además al boscaje, a la naturaleza.
Su madre se ataba a la niña que era ella a su espalda
para realizar sus tareas, quiere prolongar el contacto que las unía cuando la
llevaba en su interior. Es un amor fuerte, primitivo, el que siente, que no se
aprende, el amor que llevamos grabado en nuestros genes, no el que nos ha prestado
la civilización. Ese es también el sentimiento de Agnes hacia sus hijos.
Agnes disfrutaba de capacidades extrasensoriales, todos sabían de su singularidad. Se hizo una conocedora de plantas y sustancias sanadoras, que ayudaban a mucha gente en aquellas centurias en que el médico era cosa de clases privilegiadas; el que sanaba era un poco el mago que devolvía el bien más preciado.
Sin embargo para su gran dolor no podrá prever la enfermedad del hijo, ni podrá curarlo, porque el azar y el destino son límites de sus poderes.
O’ Farrell ha querido ver una relación entre los dos hechos, los ha unido en la novela y le ha concedido un poco de sosiego al duelo materno.
O’Farrell se adentra en el alma de unos personajes y en
los pliegues que conforman sus ambientes, en interiores y en exteriores.
Arrastra ante nuestros ojos todos los detalles de la vida cotidiana, de los
espacios de una familia del siglo XVII, sin importarle los resplandores
literarios.
La escritora ha ensanchado una minúscula realidad y la ha dibujado con
primor, anteponiendo sus exclusivas verdades en su relato.
La madre tiene nombre, Agnes, como el resto de personajes;
pero el padre no tiene, se le identifica con sustantivos como “padre”, “esposo”,
“hijo”, “preceptor”. Se diría que a O’Farrell le interesan más los densos
sentimientos de la vida pequeña que el esplendor y el lustre. Borra al
Shakespeare que todos respetan, y saca del anonimato a los seres que le
rodearon, particularmente a las mujeres de su entorno.
El triunfo de las pequeñas cosas; que son muy grandes.
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