2020
La lectura de esta novela me ha dejado un cierto poso de decepción. El atinado y duro relato que contiene desfallece en algunos momentos
por los frecuentes paralelismos con la
historia de la Navidad, algo postizos y faltos de originalidad.
Las semejanzas son evidentes:
un recién nacido que ha visto la luz en condiciones miserables, un tranvía trasmutado
en cometa guiadora y hasta un mago. Pero los ejemplos no se acaban ahí, habrá
muchos más.
Todo se desarrolla en una jornada; el 24 de diciembre por la tarde, cuando van subiendo al tranvía una
serie de personajes, que militan entre los derrotados de la colectividad. Se
sorprenden con la presencia de un recién
nacido abandonado en los asientos traseros: “Movía las manitas […] con
esas palmas rosadas que semejaban frutos recién pelados en contraste con la
piel negra […]”. Lo habían colocado envuelto en una manta, atada con un
nudo al respaldo para que no se cayera con una posible frenada brusca.
El tranvía número
catorce conecta el centro de la ciudad con la primera periferia. La que
aloja a los desheredados, a los solitarios, a los desvalidos nacionales. Porque
existe otra periferia más allá, más profunda, más desconocida: la que alberga a
los emigrantes, un territorio donde ningún medio de transporte se aventura.
Un tranvía es esclavo
de las vías por las que discurre. A eso le da vueltas el conductor, que
envidia la mayor capacidad de movimiento de un autobús, que se desplaza libre
sobre sus neumáticos. Un tranvía va “sin
sorpresa, sin otros horizontes”, como muchos de sus usuarios, que viven
atrapados en su destino desgraciado.
Ha caído la tarde, ya
son pocos los que suben.
Una pareja. Ella
vende su amor por algo de cena. Él es un viudo y abraza esta última oportunidad
de farsa pasional. Se ha teñido el pelo, se ha comprado ropa colorida en el
mercadillo; sabe que antes que él la vistió gente que ya murió.
Filippo vuelve de
trabajar. En realidad se llama Noel, pero su caprichosa patrona ha preferido
llamarlo así, aprovechando que es filipino.
También retorna a casa un
viejo que vendía paraguas, que vivía siempre apurado por las previsiones
meteorológicas, cuando no eran de lluvia. Por la mañana viaja junto a otros
muchos que acuden al centro a buscarse la vida, se desplazan apiñados, tan pegados
que forman un solo cuerpo, como una masa que se expande hasta el más pequeño
rincón del vehículo. Al llegar a destino el grupo compacto se deshace en pequeños cuerpos
todos diferentes y todos muy iguales.
Sube luego el joven africano William, que ha venido buscando un buen lugar para crecer, pero que
solo ha tropezado con incomprensión y crueldad; incluso entre sus compañeros de
gueto. No ha visto más que desengaño en la franja de mundo que ha recorrido
desde África a Europa. Esa tarde en la parada considera su mísera existencia sin
futuro ni ocupación, que tanto contrasta con “la ciudad histérica de tráfico por las
compras de última hora” que le rodea.
Llega un mago que ha perdido la magia. Sus trucos dejaban al
público boquiabierto, pero ahora ya no, el olvido se ha instalado en él.
Por supuesto no faltan los
desalmados, solo aprendices en esta ocasión. Desprecian al emigrante,
seguro que no saben bien por qué.
La enfermera
vuelve a casa también, en su pensamiento se acomoda la anciana que cuidaba, que
acaba de fallecer. Una gran lectora, que le dejó sobre la mesilla un mensaje en
forma de libro: Cuento de Navidad. A
la sanitaria el bebé le recuerda a una joven que vive en la calle, que comparte
acera con una anciana demenciada.
El último que se
instala en el tranvía compraría su dignidad con tan solo cinco euros, pero no
sabe dónde está su billete.
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