2020
Un tío con una bolsa en la cabeza, una novela policiaca sobre
la corrupción. Su autor, Alexis Ravelo, manejando una voz propia, consigue
sacarle destellos novedosos a esta combinación de género y tema.
Uno de esos brillos nuevos reside en
hacer coincidir detective y víctima en
una misma persona: el protagonista. “Pero
si no salgo, si no voy a salir y me voy a morir aquí, en el suelo del salón,
amarrado y con una bolsa en la cabeza, tiene bemoles la cosa: eso quiere decir
que entonces estoy aquí investigando mi propio asesinato.”
La novela es un monólogo. El de Gabrielo, uno de los
Cachorros de Colacho.
Colacho era Nicolás Umpiérrez, el último alcalde franquista del
pueblecito de San Expósito, en algún lugar del litoral canario. Rico de cuna,
se hizo corregidor propulsado por el único deseo de amontonar dinero. Con
artimañas poco transparentes convirtió el diminuto villorrio en un importante
destino turístico, y supo construir un clan a su alrededor con jóvenes hechos
todos de madera canalla. Gabrielo fue uno de ellos. Ahora es él el
alcalde.
Al
comienzo del relato se encuentra atado de pies y manos sobre el sofá de su
salón, lleva la cabeza cubierta con una bolsa azul de las de basura, perfumada.
Dos individuos lo cogieron por sorpresa cuando entraba en su casa y,
curiosamente, solo le robaron el dinero que llevaba encima, que no era demasiado.
Sorprende al propio Gabrielo que no registraran más a fondo la vivienda.
“Y como un miserable voy a morir. Como basura. Ya hasta estoy metido en
la bolsa.”
A partir de ese
momento, Gabrielo, o Gabriel Sánchez Santana, exprime el poco aire que le queda
para rastrear en su memoria el posible responsable del asalto. Son muchos
los postulantes. Se mueve entre trampas, estafas, tretas, señuelos, sobornos,
mentiras. Muchas imágenes del mundo animal que ha visto en los documentales le
sirven para reflejar ese universo deshonesto: la musaraña etrusca que lo único que hace es buscar gusanos y moscas para
devorarlos, o la hiena que reconoce enseguida el ñu más débil para atacarlo.
Así funciona parte de su entorno.
Hasta el sofá van llegando como por
oleadas fragmentos de su vida. Gabrielo
es un personaje muy bien trazado, es un corrupto, pero también es un ser que
sufre, que está solo. Es un malo que en algunos momentos puede resultar hasta
entrañable. Es un malo que domina el bisnes del delito, pero aquí lo
encontramos burlado y engañado. Es un malo que reverencia a su parentela,
siempre que no obstaculicen sus propósitos.
La muerte va medrando por la
superficie de plástico azul como la hiedra por un muro en esos documentales en
los que usan “time-lapse” para que veas en unos segundos lo que dura días o
semanas o meses.
Así ha visto él su vida toda, y
nos la ha mostrado a nosotros.
Una novela muchas veces es una ventana y en esta ocasión el escritor
canario nos abre un hueco por el que captamos cada mínimo recoveco de la
ciénaga que es la corrupción, donde hombres y mujeres bracean, y donde muchos de
ellos se hunden para siempre. La novela es una crítica ácida contra los usos de los malos políticos.
Entre la familia biológica y la familia envilecida que lo enganchó media
una gran distancia. Ravelo lo evidencia cuando distingue “el viejo” (su padre) y “el
Viejo” (Colacho). Son antitéticos, como lo son Gabrielo y su hermano o las
dos esposas que ha tenido.
Pasado y presente se van trenzando en el libro. A veces te olvidas de la
situación desesperada de Gabrielo. El propio autor aseguraba hace dos meses en
una entrevista en El País que deseaba una novela claustrofóbica pero no
tanto que disuadiera de su lectura. Lo ha conseguido, aunque si hubiera
provocado zozobra, desazón o ahogo en el que lee sobre alguien que se asfixia,
el libro hubiera deslumbrado más. Estoy pensando en Que de lejos parecen moscas,
donde, en unas circunstancias cercanas a las de esta novela, su autor sí se
atreve a arrastrarnos en el agobio y la
ansiedad.
Domina entre
los críticos la idea de que la novela policiaca triunfa porque consigue ordenar
el mundo al final del texto. Y es que frente a un mundo real desestructurado, el lector necesita que
la realidad de la ficción aparezca organizada, acomodada, resuelta. En este
sentido Alexis Ravelo con una afortunada maniobra narrativa nos deja un
desenlace con cada pieza en su sitio.
La imagen de
la portada es algo decepcionante. La tapa de un libro interacciona con el lector, se dirige a él desde el
escaparate de una librería o desde una pantalla. En este caso no se filtra nada
del contenido, que es lo sugestivo en una buena cubierta: aquí se adivinan unas
manos que aparentan empujar una tela elástica, que no evoca la bolsa que ahoga
aquí. Además el personaje tiene las manos atadas.
La narración se va tensando con las múltiples anticipaciones que te
empujan a avanzar. Una letanía de Gabrielo va atando su sofoco: ha reconocido
la voz de uno de los asaltantes. Lo repite y lo repite como una cantinela “A ver: la voz del ronero. El ronero. A ese
lo conozco yo.”
Más que entre los enemigos, tendría que buscar entre los amigos, y eso es
peor.
“Te moriste por dentro ya hace mucho”
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