El
jurado declara culpable al policía que mató a George Floyd en Minneapolis.
Este titular de El País de hoy quizás sea una muestra alentadora de que el
racismo en Estados Unidos está en estos momentos un poco más cerca de ser un
hecho del pasado.
Cuando
este hombre murió, en 2020, esta novela cumplía sesenta años. En
ella su autor ya defendía la causa
antirracista. Hemos sido testigos de muchos casos de segregación a lo largo
de todo este tiempo.
Chester Himes es un autor relevante en el género
negro. Y es también un referente de la cultura afroamericana.
La obra es de 1960, pero si no fuera porque no hay
móviles o Internet, cualquiera podría
creer que se ha escrito recientemente. Posee un dinamismo vertiginoso, muy actual. Claro, las pequeñas cantidades de dinero en la política corrupta también denunciaría
que fue escrita hace ya un tiempo. Hoy las sumas serían mayores, pero las bases
de los delitos no estarías muy alejadas entre sí. Chester Himes se rebela
contra el racismo, pero no hace concesiones a los negros.
Los detectives protagonistas de la novela son los habituales de
su serie negra Grave Digger Jones y Coffin Ed Johnson, Sepulturero Jones y Ataúd Johnson. El tono
sarcástico de la novela ya se perfila en los nombres escogidos.
Se presentan transgresores,
avispados, inteligentes, amantes del güisqui y de la buena comida. Cuando
el superior intenta localizarlos en el coche patrulla, ellos no lo oyen porque
están dándose un atracón de “patitas de pollo” con arroz y chile en el salón
trasero de la charcutería de Mammy Louise.
Desde luego están dotados para perseguir el delito,
unos verdaderos sabuesos simpaticones,
algo heterodoxos. Ni cuando quedan magullados tras un accidente, detienen la
carrera contra su presa. Hacen su trabajo con entrega devota.
Todo comienza una fría noche en Harlem. Son las
once y media. El tiempo, la hora exacta irá balizando todo el relato. Los
hechos transcurren en apenas cuarenta y ocho horas de un ritmo de vértigo.
Un ratero se afana en el robo de unos neumáticos
cuando es testigo del atropello de una anciana. Ha sido un suntuoso Cadillac
dorado. Cuando la mujer se levanta, un Buick, circulando a toda velocidad, la
tira de nuevo, en su interior van tres policías.
Nada es lo que parece. Poco a poco
iremos conociendo los detalles, que llegan atados con solidez y con mucha fluidez.
El ratero huye, primero portando el neumático en sus
brazos, después haciéndolo rodar hasta que ve a unos policías y lo suelta. Lo vemos
rodar y rodar hasta perderse en la noche en una loca carrera desbocada
golpeando todo lo que encontraba a su paso.
La acción en esta novela empieza desde el primer
segundo. Esta rueda lo simboliza, porque
la cadencia de los hechos se hace galopante.
Buceamos en el mundo de Harlem, desafortunados que se buscan la
vida y políticos junto a hombres de negocio, que solo se ocupan de acomodar su
existencia.
Escenas simultáneas en el tiempo contribuyen a abrir el abanico
narrativo. Se dibujan cinematográficas persecuciones policiales sobre calles
heladas, con alguna pincelada gore, con humor negro.
La novela está llena de agudísimas descripciones de
lugares y de personajes. Como esta: “Echaron a andar por el pavimento
irregular, evitando los montones de hielo y los cuerpos congelados de ratas y
gatos muertos. Los camiones de basura no podían entrar en el callejón y los
vecinos apilaban las basuras en la calle, durante todo el año”. Así vivía la mayoría en Harlem. Los más ricos habían conseguido las casas
que los blancos habían abandonado y que conservaban poco del glamur de otro
tiempo.
O como está otra: “Era gordo, pero sus carnes eran tan fláccidas que se derramaban alrededor de sus huesos como grasa fundida”.
Eran barrios donde la policía no daba confianza,
aunque fueran negros como la mayoría: “…todos estaban atornillados a un denso
mutismo”. Himes nos sorprende con mágenes como esta.
Denuncias contra situaciones de
injusticia entre la gente de color y denuncias contra corruptelas de la gente
de color se amoldan en el sarcasmo. El humor comparece para aliviar la dureza tratada.
“Eran diez minutos caminando, si estabas yendo a la iglesia, y a sólo dos y
medio si tu mujer te perseguía con una navaja en la mano”
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