En esta novela centellea una mujer: “Camino
se pone las bragas y mira a su alrededor. Cree que no se deja nada. El
sujetador ya está dentro del su bolso. Tira de la minifalda hacia abajo en un gesto de falso pudor, como si
acaso alguien pudiera verla, y agarra la manija de la puerta con la mano
derecha muy despacio mientras con la izquierda sujeta los tacones
estratosféricos en los que ha estado subida desde las diez de la noche, hasta
que Marco le regaló la horizontalidad al arrojarla contra la cama de uno
treinta y cinco en la que ahora ronca como un león.”
Susana Martín Gijón nos la tira así a la cara en las primeras
líneas.
Camino Vargas puede compartir una cama,
pero para dormir no. Ella vive sola, su única compañía son las hormigas de su
terrario. A veces las descuida, absorbida, hechizada, por algún caso.
La inspectora Vargas se encuentra temporalmente a cargo de la
brigada de homicidios, sustituyendo al inspector
Arenas, al que una bala en fuego cruzado llevó al coma.
Es verano
y nos encontramos en Sevilla, el
bochorno pegajoso nos sofoca desde el papel.
El grupo de homicidios se halla
mermado. Arenas en el hospital, otro disfruta de vacaciones. Quedan cuatro.
Fito, siente cierto resentimiento contra los que no tuvieron que luchar para
salir de un barrio marginal que marcaba a fuego a los vecinos. Teresa con un
pie en la jubilación piensa más en el
Hola que en la policía. Lupe, la última en llegar, luchando en casa con
marido e hijo y luchando en la brigada para hacerse un hueco. El oficial,
Pascual, carga con un mal divorcio y carga con unos kilos de más, que combate
midiendo calorías.
Con sus intuiciones me han empujado animosa entre estas líneas.
Susana Martín Gijón ha querido perfilar estos personajes y no ha
llegado. Se han quedado en apuntes sin terminar.
Solo con Camino ha finalizado el croquis. Rompe un poco con el detective habitual, y no solo porque sea
mujer, ya hay muchas.
Camino es rellenita, como dice Encarni. Tiene una larga melena rubia que remueve bailando salsa cada viernes en la Salsoteca, que se ata en coleta rápida cuando tiene que trabajar y no puede perder el tiempo en adornos. No hace ascos a unas copas que la animen y tampoco a un buen revolcón sin llamada de vuelta. Cuando trasnocha no tiene mucho tiempo para la ducha, me recuerda al detective improvisado de Eduardo Mendoza.
Le gusta comer, pero se olvida cuando trabaja. Porque en el trabajo es implacable. Para ella no hay balizas
que la contengan, si tiene que valerse de atajos ilegales, lo hace. Todo por
descubrir al asesino que se burla del orden ético. Camino Vargas es correosa,
no le cuesta abrir la comitiva, con un pañuelo en boca y nariz, cuando se trata
de enfrentarse a un cadáver que lleva varios días expuesto al calor. Usa ganzúas, le gusta el ajedrez.
Policía impaciente, mujer excesiva, que se
atreve a tener claro que no quiere ser madre. Que lamenta entre lágrimas no
dedicar demasiado tiempo a los que le importan.
Vive un poco al límite, se salta cualquier
orden. ¿No estás huyendo de algo, Camino?
¿Quizás de ti misma?
“Y fue… no sabe quién fue el que lo sugirió, pero acabaron en el
piso de él follándose de esa forma agresiva y ardiente que pretende espantar
todo el vacío que uno acumula dentro.”
Progenie trata de mujeres frente a
la maternidad. Mujeres que huyen de la forma convencional de ser madre. De clínicas
de reproducción, de experimentos visionarios.
La novela se divide en cuatro partes, cada
una se abre con un retal de las vidas de María Jesús y Soraya. Susana Martín
Gijón quiere distinguir estos fragmentos. Primero en la tipografía, aparecen en
cursiva; después porque estas dos
mujeres caminan en el borde de la trama del libro, hasta que al final saltan de lleno en él.
La autora en el desenlace las va a colocar
en un espacio de privilegio. Porque quiere, porque Susana Martín Gijón amasa a
su manera personajes e historias. Ella no copia en todo la realidad. Muchas
mujeres en el libro disfrutan de puestos que en nuestro entorno normalmente ocupan
hombres.
Es la apuesta clara de la mujer que está
escribiendo.
En el caso complejo que les ocupa los policías se enfrentan con
la maldad y resuelven, tranquilizan al que lee porque restablecen lo preceptivo.
En eso no hay innovación respecto al esquema clásico de la novela negra.
Aparecen los cuerpos sin vida de tres
mujeres, comparten un secreto y una decisión determinante en sus vidas. Un caso policiaco potente.
Tras las primeras diligencias, Camino se afana:
“Bueno, allá vamos.”
Allá vamos nosotros también. Seguimos
a los diferentes miembros del equipo de Camino Vargas.
Susana Martín Gijón quiere aprovechar su
libro para arremeter contra los que se oponen a la libre elección de las
mujeres en su maternidad, contra la violencia de género.
Yo no sé si la novela es capaz de soportar
una carga ideológica tan pesada, a veces se tambalea.
Entre las más de cuatrocientas páginas,
sobra algún chiste fácil; alguna situación de comedia de serie B; algún tópico
como el San Google, como los guiris
de chancla y calcetín en el Barrio de Santa Cruz; como los paquistaníes que
cosen nuestras ropas o la decoración ikeanense.
Incluso se podría eliminar esa trama, que se cruza, sobre el mundo envidioso de
los escritores. Además, aunque nos guste los problemas reales no se solucionan
solo con un gato, precisan tiempo.
Pero este libro de ciento trece capítulos cortos, con una acción
muy rápida, ha supuesto un gran entretenimiento.
Y por eso me ha valido la pena.
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