El
cielo es azul, la tierra blanca. Una
historia de amor, señala el subtítulo.
Eso es esta novela, la proyección en diecisiete estampas japonesas
de una sencilla y tierna relación entre
dos.
Dos
burbujas aéreas, deambulando erráticas. Entrechocan, pero les cuesta abrirse y
hermanarse.
En esta unión sentimental se reconocen todos los componentes de cualquier entramado
afectivo, los mismos de ayer, de hoy y de mañana. “…, quien lo probó
lo sabe; escribía Lope”.
Todo trato amoroso contiene
cortejo, fingida indiferencia, incomprensión, oscilaciones, celos, volubilidad,
ternura, añoranza, resignación, erotismo. Esto mismo encontramos entre Tsukiko
Omachi y Harutsuna Matsumoto.
Ella
tiene 38 años y un trabajo exigente, a veces la arrastra a largas y agotadoras
jornadas; no sabemos mucho más. Vive sola, en el mismo barrio de su madre y de
la familia de su hermano; pero no tienen mucho contacto, apenas el que exigen
algunas celebraciones del calendario.
“Mi
madre y yo nos quedamos calladas. Yo cortaba el tofu en silencio y lo mojaba en
la salsa de soja con sake. Comía sin hablar. (Es más fácil hacer que decir).
Ninguna de las dos decía nada. Quizás porque no teníamos nada que decirnos,
aunque podríamos haber hablado de un sinfín de cosas. Pero no sabíamos de qué
hablar. Aunque estábamos muy unidas, o precisamente debido a ello, no sabía qué
decirle.”
Él es un docente
jubilado, en realidad fue profesor de la chica. Treinta años después, al
coincidir en una taberna frente a la estación, él la reconoció enseguida, ella –según
nos narra- no recordaba su nombre. Por esa razón lo empezó a llamar “maestro”,
y así lo identificará en todo su relato.
“El
maestro estaba sentado a la barra, tieso como un palo”. Él lleva
siempre un atuendo clásico, impecable; siempre unido a su maletín. Es un conservador en el amplio sentido de la
palabra, de costumbres y de objetos.
El hábito de Tsukiko de beber sola en una taberna le produce rechazo, pero no parece
estar incómodo a su lado, simplemente se lo dice. Tampoco aprecia que las mujeres
se sirvan la bebida. En su casa guarda teteras que fue comprando en las distintas estaciones desde sus
primeros viajes. No tira las pilas usadas, un día le hicieron su servicio en un
aparato eléctrico; con su medidor comprueba algunas todavía conservan alguna
energía.
Ambos se desplazan por la gran ciudad de Tokio y entre sus varios millones de
habitantes, sus varios millones de
soledades. El profesor está
oficialmente viudo, su mujer le abandonó, después murió en un accidente. Tiene
un hijo de unos cincuenta años. Tsukiko nadaba también en soledad “Cuando
intento recordar con quién salía antes de trabar amistad con el maestro, no se
me ocurre nadie. Estaba sola. Subía sola al autobús, paseaba sola por la
ciudad, iba de compras sola y bebía sola.” Ninguna de las relaciones
emprendidas por Tsukiko llegaron a fraguar.
Tsukiko y el maestro transitaban sendas de aislamiento, de abandono,
de incomunicación,
de desamparo; hasta que un día se vuelven a encontrar después del instituto.
He
tardado en entrar en su historia, estos dos personajes no me
permitían tocar sus corazones. Los percibía lejanos, como cercados con alambre de espino.
Si coincidían en el local, pocas palabras, pocas miradas.
Se acomodaban frente a la barra, concentrados en la cerveza, en la botella de
sake, en la comida que tenían delante. Vendrían después algunas salidas extravagantes.
Pero en general es la casualidad la que
dibuja sus momentos juntos.
En el reencuentro frente al mostrador a ella le llama la
atención que a su lado alguien ha hecho la misma comanda que ella, por eso le
mira y de ahí surgen las presentaciones.
Hiromi Kawakami nos da muchos más detalles del alimento
que pedían a la cocina de Satoru que de lo que sentían mientras disfrutaban de
ellos. Porque la autora quiere señalar
lo fácil que es referirse a lo exterior, a lo más superficial; y difícil que se
hace conocer lo que nos rueda por dentro.
De pronto la relación amorosa se materializa, como el genio de la
lámpara, que primero es solo humo y después una presencia viva y una esperanza
de dicha.
Empiezan a desvelarse ciertas circunstancias que perfilan
su relación especial, su amor callado y contenido. Él es el profesor Harutsuna para la sociedad, para los otros; para ella
es “maestro”. Las palabras delimitan sus espacios. Ella asegura sentirse
más completa cuando está con él: “No dependía de su compañía, pero cuando
estaba con él me sentía más completa”. Con el maestro aprendió a palpar
que en la ciudad había otra gente, otras vidas; personas que disfrutaban del
mundo, que lo odiaban, que lo sentían.
El
tiempo va pasando, vemos su huella en el entorno, en los
árboles, en los pájaros; el frío, la lluvia, el sol.
El título retumba en mi cabeza. Es
verdad que en nuestro imaginario el cielo es azul, aunque sepamos que puede
alcanzar otras tonalidades. ¿Pero la tierra blanca? Esto ya es menos frecuente.
Quizás blanca porque es como una página virgen en la que cada uno escribe lo
que desea, cada uno caligrafía su propia historia de amor.
Este texto crece en el margen de lo habitual; porque no
desvela unos hechos frecuentes. Este
texto dilata la realidad, nos explica otras verdades. Refleja un mundo muy
lejano y muy cercano a la vez.
Cuando se cierra un libro, no hay muchas posibilidades de
que volvamos a abrirlo otra vez, lo sabemos. El texto se queda en ti, se instala en ti y vive en ti, como aquel ser
querido que ya no ves. Esas páginas se fusionan contigo y permanecen en ti.
Unas
más que otras.
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