La
señora March retrata
a tres mujeres apretadas en un mismo cuerpo.
La
primera se localiza estrictamente en las primeras líneas: la sosegada
esposa del conocido escritor George March, que acaba de publicar un nuevo
libro. Al pasar por delante de una de las librerías del barrio, la mujer distingue
una pila de ellos en el escaparate. Aunque hace frío, camina tranquila disfrutando
del entorno apacible. Se dirige a su pastelería favorita: “[…] una
tiendecita encantadora con un toldo rojo y un banco de madera blanqueada
delante.”
La impresión de sosiego y de dominio del terreno
desaparece cuando esta vecina del exclusivo Upper East Side entra en la
pastelería a buscar su imprescindible pan de aceitunas negras. Ante la enorme
cola se acelera su pulso, señal clara de que se siente dominada por el
nerviosismo en el momento en que se avecina interactuar con alguien. Esta es la segunda señora March;
extremadamente insegura.
Esa “tiendecita
encantadora” esconde una trampilla que va a succionar a la satisfecha
esposa y la va arrastrar –y a nosotros con ella- a lo más profundo de su
psique, una brea espesa que amenaza con
desbordarse.
Ahí se va formando la
tercera: se va fraguando ante nuestros ojos.
Patricia,
desde detrás del mostrador, se referirá a su clienta habitual como la mujer más
elegante del barrio y añadirá que, al leer el libro de su marido, enseguida se ha dado cuenta que ella es el
modelo de Johanna.
Un
escalofrío aniquila la poca seguridad de la señora March.
Johanna es la protagonista de la novela de George March.
Es una prostituta con la que nadie quiere acostarse, una mujer horrible, fea y
estúpida. “Es todo lo que yo nunca querría ser”. Asegura la esposa del escritor.
Desde ahora vamos a conocer a esa segunda señora March, desconfiada de su entorno, necesitada de una
identidad que no consigue construirse. Una mujer sin asideros, que flota,
sin voluntad, como una pompa de jabón. Es algo ridícula y digna de lástima.
Su distinguido atuendo, terminado por unos originales guantes de cabritilla verde menta, nos
oculta su personalidad errática, porque su aspecto nos lleva a pensar en una identidad
fuerte. Pero los guantes se los regaló su marido, a ella jamás se le hubiera
ocurrido comprarse tal prenda “[…] pues no se habría creído capaz de ponérsela;
[…]
“Le
entusiasmaba la idea de que los desconocidos, cuando la vieran con aquellos
guantes, la tomaran por la clase de mujer despreocupada y segura de sí misma
que no habría tenido ningún reparo en elegir un color tan atrevido.”
Vive
atada a la mentira porque su verdad le resulta intolerable.
Ingenua parece pensar que con una prenda se puede ocultar
a los demás nuestras debilidades. Pero nada más lejos, porque esas fragilidades
solo se resuelven agarrándolas de frente. Y
la señora March ignora cómo hacerlo.
Vuelve a su casa. Se siente resquebrajada. El comentario de Patricia ha abierto una
brecha en sus débiles defensas.
Lo ve todo oscuro. Le duele el –posiblemente falso- desprecio
del conserje, y lo ve normal porque poco hacía ella por empatizar con él. Se ve
intimidada por Martha, la asistenta. Es cómico y triste verla como la rehúye
evitando las zonas de la casa donde realiza sus tareas.
Empieza a actuar de manera inadecuada, incomprensible. Empieza a perfilarse mejor la tercera
señora.
Debe preparar una fiesta para su marido, el temor la
acobarda, los invitados la intimidan. Ensaya fragmentos de conversación para
estar segura de no fallar.
De forma paralela al relato del momento presente, la
autora nos introduce en el pasado de la Señora March. Quizás causa de su mudable forma de ser.
Fue una pobre niña
rica a la que nadie cuidó. Solo una empleada, Alma, se interesó por ella. En la
fría casa infantil no le habían enseñado a deglutir la emotividad de Alma. El
chófer de su padre tuvo un gesto para ella, mucho más de lo que tendrían nunca sus
progenitores.
Una deseada amiga
invisible intentó ser borrada por un psicólogo infantil, que hizo un
diagnóstico al que nadie hizo caso. A su
hermana la unía una relación de rivalidad fomentada por la madre. Nunca vemos en el libro una
brizna de cariño hacia la hija, era una madre fría. Era una mujer de hielo. Su estela en la novela es de daño a la
niña, a la adolescente, a la mujer.
Conoció al profesor George March. Le maravillaba que un enseñante universitario mostrara
interés, al menos aparente, por sus opiniones. Se ató a él a los 21, cuando él
tenía 31 y estaba casado
Su
compañera de habitación decía que era el hombre más atractivo del campus. Consideraba
un triunfo conseguirlo. Por él dejó a su primer novio.
Las
relaciones de la señora March se impulsaban más con el cerebro que con el
corazón. A eso le habían enseñado.
Cuando se casó con un divorciado tuvo que aceptar también
a su hija. La niña no se adaptaba al
molde que la esposa de su padre le había diseñado, por eso sus relaciones
no fueron buenas. Nunca iba a ser plastilina en sus manos, como lo fue ella
para su madre.
Ahora el señor y la señora March son una pareja en apariencia feliz, solo en apariencia. Tienen un hijo
de ocho años. Cuando nació se sintió por una vez superior a su hermana, que no
tenía descendencia. Al niño tampoco lo maneja, es como un globo que se le hubiera escapado.
Cuando se pone la mesa en su casa una formalidad sigue a
la otra, aunque coma sola; lo que pasa con frecuencia. Sin embargo si hay orden entre los objetos, en la
familia impera el caos: no hablan apenas, no intercambian sentimientos.
Cualquier
casa, cualquier familia es mejor que la suya. Aunque
ya sabemos cómo engañan las apariencias. Ella parece desconocerlo y finge e
inventa.
No
la enseñaron a ser hija, ni hermana. Como consecuencia no sabe ser esposa,
amiga, madre. Si no controla los electrodomésticos de su
casa ¿cómo podría regir un hogar, dar órdenes a una sirvienta, cumplir los
deberes de vecina?
Hasta
ahora despierta nuestra compasión, pero todo va a cambiar cuando desde un
cuadro la miren con severidad, cuando una mosca le haga pedorretas, cuando en
el edificio de enfrente vea imágenes sorprendentes…
¿Es siempre sincero su marido con ella?
La frontera entre la verdad y la mentira la tenemos que
buscar nosotros.
Hay
mucho de la segunda Señora March en todos nosotros, el problema es que cuando todo eso se convierte en una obsesión
que te anula, entonces aparece la tercera mujer.
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