Los
hilos en la urdimbre de esta novela se van
engrosando en el paso de las páginas con apuntes reveladores que
caen y captan nuestra atención. Esos
primeros filamentos se van cruzando con otras hebras y conforman nuevas intrigas
que se atan a la primera.
El contenido de Nudos
y cruces se va haciendo más denso según vamos leyendo.
El tejido se espesa más y más, nos oculta lo que hay
detrás. Nada sabremos hasta que lleguemos al final. Un final siempre tranquilizador, lo habitual en la novela policiaca,
allí se desvela el que ha originado el mal, allí se limpia el daño y allí se
recomponen los pedazos rotos.
Aquí va a quedar alguna transgresión sin castigo, quizás porque se ha deseado imitar la vida donde no todo siempre termina pulido, y quizás porque haya pesado menos la culpa de alguien que el daño que se pudiera causar a un inocenaños en Edimburgo. Cuando empieza la novela está ante la tumba de su padre, está lloviendo “[…] –cómo no- […] “, parece lamentarse Ian Rankin, autor, escocés como su detective.
“Condujo
despacio, enojado por haber vuelto a Fife, aquel lugar del pasado, de los
buenos tiempos que nunca lo habían sido, […]”
El pasado le quema a Rebus, tardaremos en saber el porqué. Los datos de su vida van cayendo lentos, como esa lluvia que le empapa los zapatos. Está divorciado y tiene una hija de doce años. Tiene un hermano, Michael, que se dedica a un espectáculo centrado en la hipnosis, y que disfruta de una vida acomodada y en armonía. O eso es lo que cree John, pero como en la vida las cosas no van a ser siempre lo que parecen.
El
caso
se abre camino en las primeras líneas: el secuestro y asesinato de varias niñas
de edades próximas a las de Samantha Rebus, la querida pequeña del policía.
Querida
aunque en algún momento se refiere a ella con estas cáusticas palabras: “[…]
su hija, caprichoso resultado de un orgasmo entre gruñidos, un orgasmo en
el que un afortunado espermatozoide había alcanzado la meta.” Y continúa confesando: “cuando
seguramente su mujer ya estiraba el brazo para alcanzar el libro que estaba
leyendo, quitándose de encima.”
"Gill le miró, pero él observaba por la ventanilla a
los borrachos noctámbulos que sorteaban obstáculos del suelo en Lothian Road en
busca de alcohol, mujeres, felicidad. Para algunos era una búsqueda
interminable; entraban y salían tambaleándose de las discotecas y los pubs, de
las tiendas de comida para llevar, royendo los huesos empaquetados de su
existencia. Lothian Road era el vertedero de Edimburgo. Pero también
contaba con el hotel Sheraton y el Usher Hall."
Un
relato amoroso se intercala y dulcifica el ambiente lector,
te reconcilia un poco con la existencia inclemente que arrastra a John Rebus. “La
vida valía la pena. A veces.” Dice él mismo cuando intima con Gill. La
mujer es una policía inteligente e intuitiva, con una cierta atracción por las
personas que se asientan en los márgenes, que habitan oscuros precipicios; como
John Rebus.
Como en tantas novelas de detectives los sospechosos –todos falsos- van cayendo ante nosotros. Se
encuentran hasta dentro del cuerpo policial. Ahí Rankin apuesta fuerte, da
escalofríos pensar que la maldad sale de sus límites geográficos y se podría
adentrar en territorios vedados, donde nunca la imaginaríamos. Hasta nos hace dudar de Rebus. Todo
creíble.
El
autor juega a abrir compuertas, a mezclar el espacio del bien con las zonas del
mal. Su asesino puede estar asentado entre la gente corriente.
Cuando se peleaban con informes y comprobaciones, pero con ninguna pista
certera, comentaban que su asesino en esos momentos quizás estuviera terminando de cenar, “[…] ese tipo podría ser un don nadie, en apariencia respetable, casado, con
hijos, el ciudadano medio, un trabajador, pero con un loco en su interior;
así de sencillo.”
Esto estaba ya en Patricia Highsmith, sus asesinos muchas
veces salían de los medios que te daban más confianza.
“Había
delitos por doquier. Eran la fuerza vital, la sangre de la vida: engañar,
eludir, esquivar a la autoridad, matar.” Esta es la teoría descorazonadora y cierta
que lanza Rankin.
Mientras los agentes manoteaban en el aire sin nada sustancial a lo que
agarrarse para encontrar al asesino de niñas, una pista se
eleva. La historia avanza. Alguien
había visto un Ford Escort azul claro en las inmediaciones de las zonas donde
las niñas habían desaparecido. Era poco, pero tenían un punto de partida, como la sardina que se arroja al delfín
para que haga sus cabriolas.
John Rebus también está perdido, no tiene un hilo desde el que tirar. Él no
es un policía héroe, es un hombre
vulnerable.
“La vida de Rebus estaba llena de misterios y el último de ellos era adónde
iban a parar su cuota diaria de reserva de diez cigarrillos”. Un reflejo de humor entre tanta
desolación. Esos casos absorbían las mentes y la sangre de los policías: eran
niñas.
En la novela no hay sangre, no hay grandes truculencias, hay mal, hay dolor, hay locura.
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