El
amante del género negro abre con gusto una novela con ese patrón porque sabe
que al final el orden va a recomponer las piezas que el delito reventó. Aunque sin duda lo que le cautiva es el proceso.
Lee con zozobra, sabe que al final la
armonía triunfará sobre la transgresión; pero no sabe de qué manera van a desenrollarse
los hechos. Porque el escritor de novela negra burla al lector y siembra la duda a lo
largo de las páginas en forma de falsas pistas. No respiraremos tranquilos
hasta que no cerremos el libro.
Siempre van a notarse algunas marcas de aquello roto que
se pegó. Nos quedará el regusto amargo
de saber que el mal está presente en la vida.
Connelly es hijo de los creadores que vinieron antes. Es
sobrio en su escritura, elude las divagaciones, aunque deja alguna reflexión colgada de sus páginas.
“Bosch quería un nuevo caso. Necesitaba un
nuevo caso. Necesitaba ver la expresión en el rostro del asesino cuando llamara
a la puerta y le mostrara la insignia, la encarnación de la inesperada justicia
que se cernía sobre él después de tantos años. Aquello resultaba adictivo, y
Bosch ansiaba disfrutarlo.”
Eso ansía también el lector: que la justicia ruede sobre
el infractor.
Este veterano inspector de la policía de Los Ángeles está
destinado ahora en la Unidad de Casos
Abiertos/ No Resueltos. Ahí se
encargan de revisar los casos de homicidio no resueltos en décadas. Los evalúan y entregan las
antiguas muestras para nuevos análisis utilizando la tecnología más
vanguardista.
Henry Bosch es un investigador experimentado, disfruta de
una buena memoria y de un singular poder deductivo, en el que reviven a otros
detectives. Se entrega a fondo cuando está ante una investigación.
En esta ocasión le ofrecen un caso en el que hay un resultado raro en el ADN estudiado. El individuo
que el innovador laboratorio refleja en la muestra de aquel delito de 1989 es
Clayton Pell. Con numerosas detenciones y tres condenas sucesivas, parecía
claro que él fue el asesino. Pero en aquella fecha Clayton tenía solo ocho años. No
podía ser el culpable, los índices lo probaban.
¿Qué
había sucedido? ¿Los inspectores encargados de custodiar las
muestras habían mezclado las de dos casos? ¿Había fallado el laboratorio que
realizaba las pruebas? Había que investigar manteniendo cierta discreción. La Policía de Los Ángeles se jugaba su
credibilidad.
Va a quedar patente en estas líneas la existencia de una
sima entre la institución y los investigadores que la componen; sus intereses
no siempre marchan parejos. La
institución se pelea por el buen nombre político, los policías luchan contra el
crimen.
Este grupo dedicado a casos no resueltos no trabajaba en
la escena del crimen, “trabajaba con las
carpetas y las cajas de cartón de los archivos.” Pero la trama se espesa
con un segundo caso, y ahí sí van a tener que acercarse a la escena
del delito. Ha aparecido muerto el hijo del concejal Irvin Irving: se ha caído
desde un séptimo piso, o lo han tirado. Han encontrado su cuerpo aplastado
contra el suelo.
El concejal siempre ha estado enfrentado a Bosch, incluso
antes de tener este cargo, cuando eran compañeros. El policía no entiende por
qué quiere que sea él el que realice las investigaciones.
Al final encontraremos una respuesta. Y un lazo que une las
dos pesquisas, no en sus contenidos, aunque sí en el espacio en que se mueven: artesanos de la resolución de crímenes y
políticos de altos despachos.
Es triste para este policía de años, que se ha dejado la
piel en descubrir el mal, comprobar que los negociados que los dirigen, se
preocupen menos por un crimen horrible que por unos presupuestos.
Descubre
lo que nadie ha visto. Bosch es metódico, sus sistemas son lentos,
para los que están con él hasta infructuosos, pero al final descubrimos
deslumbrados que tenía razón.
Le seguimos en su manera de trabajar. Se van abriendo
rutas posibles, luego se cerrarán y solo una quedará abierta. Este es el juego de la novela policiaca:
mantener vivo nuestro interés hasta la última línea. Bosch lo tiene claro “Y yo lo único que quiero es saber qué pasó
en realidad”.
Algo más de una semana necesita Bosch para apabullarnos
resolviendo los dos casos.
No
falta el picante del amor en la novela, se trata de la doctora
Hanna Stone, que busca conocer el origen del mal. Ella introduce este tema para
nuestra consideración. ¿Está quizás usando a Bosch para hallar respuestas? Él
le responde que solo quiere combatirlo, que no sabe de dónde procede. La
doctora tiene razones para hacerse esta pregunta.
“Mi
función más bien es la de presentarme cuando las cosas ya han pasado, para
limpiar un poco los desperfectos. Lo único que sé es que en este mundo existe
el mal. Lo he visto. De los que no estoy seguro es de dónde procede”
Bosch no tiene amigos íntimos, pero es leal en sus relaciones; no se amilana ante un político poderoso. Es arrogante.
Él estuvo en Vietnam, aquello lo moldeó. Cuando su exmujer murió se hizo cargo de su hija adolescente. Lo llevan bien, solo a veces siente un poco de pudor por tratar algunos temas ante la chica, que ha heredado la agudeza deductiva de su padre. Está un poco de más en la novela.
Usa
métodos antiguos, estamos en 2012, pero él continúa con su
libreta dónde apunta, hasta que cree que tiene suficiente para empezar; las
pruebas las convierte en papeles reales, nada de archivos de ordenador. Alguien
en el libro deja caer que se parece en la manera de hablar a Colombo, aquel detective mítico de la
televisión de los 70. Connelly le está haciendo un homenaje, seguro, porque lo
disfrutó en su adolescencia.
Un
depredador ayudará a encontrar a otro depredador.
Bosch no está ahí para juzgar, está para solventar cuestiones, descubrir
verdades.
Cualquier
víctima importa. Todas las personas contaban o no contaba
ninguna. Es su lema. Lo veremos al final.
“La
repentina falta de contacto visual llevó a Bosch a comprender que Rollins
estaba mintiendo”. Es astuto. Pero seguro que no tanto como
para ver una pestaña moverse: “Detectó un
ligero temblor en una de sus pestañas.” Quizás esto solo sea un problema de
la traducción.
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