Miedo de Stefan Zweig ha sido el último libro sobre el que hablaré en este blog que me ha acompañado desde 2018.
Hoy he publicado la entrada sobre Un amor, de Sara Mesa en mi nueva web
A partir de ahora será ahí donde refleje mis nuevos comentarios.
Es el azar el que elige mis libros.
Miedo de Stefan Zweig ha sido el último libro sobre el que hablaré en este blog que me ha acompañado desde 2018.
Hoy he publicado la entrada sobre Un amor, de Sara Mesa en mi nueva web
A partir de ahora será ahí donde refleje mis nuevos comentarios.
Solo
en la primera página he contabilizado cuatro veces la palabra “miedo” y
un sinónimo “temor”. El resto del libro abunda en ese término que se repite en numerosas
ocasiones. Se adhiere en el lector como una sustancia pegajosa.
Doña
Irene, sin apellidos por cierto, es una señora bien. Está viviendo una relación extramatrimonial
que en realidad, según refleja el texto, no cumple los requisitos mínimos:
no es que le procure un placer que no encuentra en su matrimonio, no es tampoco
que viva una pasión que ya no existe con el marido, menos aún que disfrute con
el amante de la comunión que no es posible con el cónyuge.
Aunque parezca sorprendente, Irene es feliz con su esposo. Son afortunados, responden al modelo que su mundo burgués impone. Él es un reconocido abogado, un hombre valorado e integrado en su entorno. Tienen dos hijos que parecen felices; los padres los tratan poco, lo normal entre la gente de su condición social. Viven con un desahogo económico, que les permite disponer de todo el servicio que facilita su vida en el hogar. Él satisface sus obligaciones como padre y esposo. No puede pedir más, ¿o sí? Quizás Zweig cree que la vida de una mujer debe ir más allá de ser una flor en la solapa de un hombre.
Desde
pequeña siempre se ha dejado remolcar; en todo momento hizo lo
que le dictaban. Nunca se ha planteado que las cosas pudieran ser diferentes
para ella.
Pero parece que en un momento se dejó llevar por el romanticismo dibujado en las novelas, se
sintió halagada por despertar el deseo en alguien, además él valoraba sus
opiniones en el mundo del arte. Él que era un artista, cuando ella en realidad
no creía tener gusto para la música y tampoco confiaba demasiado en su
sensibilidad para el arte.
Tras los primeros encuentros se desmoronó el amor idealizado, la torpeza de él, sus gestos
bruscos en el manejo del deseo la decepcionaron. Pero eso no quebraba la
inercia de la infidelidad.
En cada cita, los
últimos minutos con el enamorado se hallaban muy lejos de la pasión y
demasiado cerca del atropello que le imprimía la prisa de ella por abandonar
ese lugar. Le inquietaba que al abandonar aquel domicilio alguien pudiera
reconocerla. Eso podía costarle la armonía, el sosiego sobre los que se
asentaban su vida.
Y sucedió. Un enojoso encuentro acarrearía un chantaje mortificante.
Su
miedo ahora sí es real, ya no es la posibilidad de que alguien
la descubra, ya lo sabe esa mujer que puede hacerle mucho daño. El miedo ahora es
fruto del sentimiento de culpabilidad y vergüenza por engañar a su esposo y es
fruto también del riesgo que corre de perder todo lo que ha conseguido. Aunque
¿ha conseguido ella algo en la vida o se lo ha encontrado todo depositado a sus
pies, sin haber realizado ningún esfuerzo?
La
dura experiencia le abre muchas ventanas a una realidad de la que vivía ajena,
ella se limitaba a seguir las reglas de conducta que le correspondían a una
hija y después a una esposa dentro de su grupo social.
Somos testigo de un
final sorpresivo, aunque se encuentra dentro de una cierta lógica. A lo
largo del relato Zweig va dejando apuntes que no nos llaman demasiado la
atención, pero que cuando hemos acabado la lectura brincan ante nuestros ojos,
ahí estaba la respuesta.
En
la portada el dibujo de una tetera resquebrajada; está abierta, la
tapa reposa justo al lado, boca arriba. Tras la lectura de la novela, he
observado detenidamente esta imagen, porque en ella veía la historia de Irene.
“[…] el mismo ardor que producen las heridas
antes de cicatrizar para siempre” Estas son las últimas palabras de la novela. Una cicatriz siempre recuerda que
hubo una fisura, un desgarro. Es como una porcelana que se encola, siempre muestra
los trozos pegados. En el libro también quedan las huellas de una situación
rota. ¿Serán capaces de olvidar? ¿No verán el pasado al mirarse a los ojos?
La
historia se mantiene viva dentro de nosotros al concluir la lectura.
Stefan
Zweig arremete contra esta sociedad masculinizada,
donde la mujer es un objeto ornamental. Los hombres ahogaban la iniciativa de
las mujeres con falso bienestar. Ellas no tenían voluntad, jugaban en el mismo
carrusel desde pequeñas. Irene es como
una niña en un cuerpo de mujer. Sus reacciones son infantiles porque no la han dejado crecer.
La
novela reproduce un mundo de hombres que al autor parece no gustarle. Se
convierten en protectores de las mujeres sin preguntarles nunca si ellas desean
ser protegidas.
“Aquella
mañana en que la odiaba más que nunca, mi madre cumplió treinta y nueve años.
Era bajita y gorda, tonta y fea. Era la madre más inútil que haya existido
jamás.”
“Me
acuerdo de mi madre todos los días, tal y como le prometí a orillas del Océano.
Procuro no mentir.”
Doscientas treinta y ocho páginas –las que más o menos
componen esta novela- separan estas dos citas.
Son la misma madre y el mismo hijo, al menos para los de
fuera, al menos en los papeles administrativos. Pero al final de nuestra
lectura son seres distintos de aquellos del comienzo, surgen renovados. Han viajado desde un brutal desencuentro que los
desbarataba hasta una comunión en la que se borran los contornos entre los dos,
en la que llegan a intercambiar los papeles habituales del cuidador y del
cuidado.
El
amor del hijo va creciendo ante nuestros ojos creciendo desde el odio más
profundo. El contraste lo agranda. Representa el alumbramiento de
un nuevo sentir.
El libro distribuye su materia en 77 capítulos, en
general breves, algunos de apenas una línea. En estos Aleksy va deslizando imágenes
de lo que representan los ojos de su madre para él. Todas ellas se
encuentran agrupadas en uno de los capítulos finales, con leves alteraciones.
Representan una jaculatoria pagana
dirigida a la madre.
Aleksy
relata en primera persona aquel verano que pasó con ella. Lo
observa todo desde su momento actual, cuando tiene la misma edad que su madre
en aquellas vacaciones. Escribe desde
una edad adulta muy rota. Cuando se pone a redactar han transcurrido unos
veinte años, que se han ido llenando de ternura, de pasión, de abundancia, de excentricidad,
de dolor, de mucho dolor.
La primera persona supone una gran cercanía entre lector
y narrador, que habla desde el interior, que llena de subjetividad la novela. Todo
circula alrededor de lo que piensa, de lo que siente el sujeto.
Los detalles, los hechos importan menos porque nos
movemos en el territorio de lo que siente el que habla. Utiliza una lengua propia, que muchas veces escapa a nuestro intelecto,
pero que sentimos con el corazón. Si cada lengua encierra una cosmovisión,
en este libro se esconde la de Aleksy.
La narración comienza cuando se termina su periodo
escolar en un correccional. Su madre no parece muy contenta al ir a recogerlo.
Él la hace esperar en la acera, la observa desde la ventana, la odia. Para los
demás padres no tiene una mirada más complaciente: “Un triste hatajo de perlas falsas y corbatas baratas, venidos a
recoger a sus hijos defectuosos, escondidos de los ojos de la gente.” Su
mejor amigo se despide diciéndole que no se suicide ese verano, el segundo se
hallaba allá abajo plantado “como una
mierda de perro”. El colegio era tan horrible que en él “no aguantaban ni las infecciones.”
Todas
sus palabras están cubiertas por un velo de negatividad, habla su rabia, su
resentimiento, su falta de amor, el infortunio que ha sido su vida. Canta su propia canción,
llena de sarcasmo.
Una atmósfera aborrecible y lúgubre baña estas páginas, con la excepción de aquellos meses con una luz muy brillante que lo inundará todo
y más tarde dará paso a la
oscuridad total.
La madre tiene que
prometerle algo que desea mucho para que acceda a acompañarla a un pueblecito francés junto al océano.
Hasta transcurridas unas páginas más no sabremos
realmente la verdadera razón para estas vacaciones.
Desde
su relato descubrimos –intuimos más bien- mucho de lo que pasó antes de ese viaje y lo
que sucedió después.
Las piedrecitas de sus
palabras nos marcan el camino para conocer fragmentos
de vida de este hombre desde su niñez. En el adulto resuenan las vivencias
infantiles, que no fueron fáciles. Pero es difícil señalar responsables, no
existen. Todos se perciben como víctimas y a la vez como verdugos. No existen
los culpables porque no siempre les movió la voluntad, fueron más las circunstancias que rodearon sus pequeños
mundos. Sí hubo perjudicados inocentes.
En este libro, Tatiana Tîbuleac repasa muchas vidas: la de un niño que demanda cariño a gritos; la
de una madre que quería a su manera; la de una abuela que en algún momento pudo
hacer más por este muchacho roto que muchos psiquiatras; la de un padre
ausente. También habla de amor, de incomunicación, de emigrantes trasvasados
desde la tierra de los padres a una donde anidará el desarraigo, de todo el
poder del dinero.
La autora moldava también se refiere a la muerte
incomprensible que rompe una vida en su principio, del duelo, de familias
rotas.
Desde
el comienzo, por una serie de anticipaciones, nos damos cuenta que escribe
desde el dolor del hoy y necesita ampararse en aquella luz transitoria y
brillante que surgió aquel verano.
“Pienso que por fin cayó esta lluvia que se va a llevar toda la mierda. Respiro tratando de recuperar la entereza, trago saliva para deshacer el nudo que tengo apretado en la garganta. Entonces Romina, a mi lado, me indica el sol saliendo allá en lo alto y me dice:
—Mira qué bonito.
Y yo me doy cuenta de que todavía hay
esperanza.”
Otra vez una novela policiaca con un final que conforta y apacigua, un final necesario para que el
lector se reconcilie con la existencia, porque el detective reordena el caos que el delito originó.
El mundo se desmorona por una esquina, mientras que por
otra va retoñando. Romina consiguió que Santiago Quiñones la salvara, otras
chicas y otros niños tuvieron menos suerte.
Una voz en primera
persona, la del detective Santiago Quiñones. Una voz mordaz, cínica, con mucha verdad sobre la vida y sobre los andamios
que la sustentan. Situaciones que se imponen y contra las que uno no puede
nada.
Santiago
Quiñones es un policía que trajina con frecuencia desviado hacia los márgenes, se ve obligado a combatir
al delincuente con malas artes, son
las mismas con las que ellos tratan de deshacerse del mordisco de su
investigación.
En su vida privada
se mueve en el callejón de atrás, donde se reparte cierta infidelidad, algo
de droga y mucho tabaco y alcohol.
Este detective no puede evitar que la suciedad que rodea su trabajo haya salpicado su vivir. Quiere a
Marina, su pareja, pero a veces no es suficiente con desear que el amor
funcione, a veces los sentimientos se le mezclan con las esquirlas embarradas
de sus tareas laborales.
Boris Quercia dibuja todo esto con un lenguaje directo y cortante, sin florecillas que adornen.
En un enfrentamiento con narcos Jiménez, el compañero de
Quiñones, ha encontrado la muerte. El
detective se verá empujado a recoger el testigo de su compañero y continuará
con su investigación sobre abuso de menores entre los niños más
desfavorecidos, los que se encuentran en orfanatos. Se implicará con ahínco.
Va a conseguir echar
su red sobre esas vilezas, pero muchos conseguirán escurrirse, tienen
demasiado poder. Algún delincuente va a
quedar sin castigo, porque así es en la realidad y el autor chileno imita la
vida.
El policía va dejando caer a lo largo del libro muchos de
sus ácidos pensamientos. Construidos a lo largo de una vida codo con codo con
la delincuencia y la maldad. Desde el comienzo la vida del policía se entrelaza
con la investigación policial. Y vamos
conociendo a este tira, que es como se llama a los agentes en Chile.
En el metro descubre a la gente que vuelve a casa de un trabajo normal, y le pesa su tarea sin
horarios y en roce continuo con la muerte-, que está borrando su relación con
Marina.
Los
hilos van espesando el tejido de la vida de Quiñones, que se parece a muchas
vidas; y el contenido de la novela, que se alarga también hacia la situación
social y política de Chile, muy parecidas a las de otros espacios. La
corrupción ilumina con brillo pestilente cada rincón, como el de una policía
corrupta que apoya a potentados viciosos. Una policía que se apoya en los
medios para que la verdad reluzca, se establece una simbiosis entre prensa y
detective hasta que el periodista
retrocede porque uno de esos poderosos es el que le paga el salario mensual.
Humor
cáustico como único aderezo posible para combatir la angustia existencial
de Santiago Quiñones.
El
policía no desempeña aquí una investigación al uso, como
sería asistir a comisaría, cotejar pruebas, salir a la calle a hacer
comprobaciones. Lo que suelen hacer la mayoría de los policías durante un caso.
Quiñones recupera de su compañero Heraldo Jiménez unos informes que involucran
a muchos organismos influyentes, los había conseguido de manera torticera, pero
también es cierto que los delincuentes han utilizado su peso social para
atentar contra todas las normas. Ricardo seguirá su estela, aprovechará los
métodos del otro y su tiempo de baja tras una agresión; el azar le va ayudar
mucho, quizás un poco de más para ser creíble.
Detrás de todo ese interés del personaje por esos niños inocentes,
quizás se esconda el interés del autor. Brinca una idea, los hijos que no
pidieron nacer, y que padecen las consecuencias. “Si algo se aprende siendo tira
es que este es un país de padres de mierda. La meten y se van. Lo otro es que
aquí el que la hace, no la paga, a menos que seas pobre. Pero eso da lo mismo.
Los pobres la pagan siempre, aquí o en la quebrada del ají.” A la vez el
escritor y su criatura se revuelven contra la injusticia que los rodea, que nos
envuelve a todos.
Tras
su escepticismo encontramos un vengador de la justicia, que lamenta que los más
grandes se libren, mientras la policía se encarga de los pequeños rateros.
Hombres y perros fusionan sus destinos.
Desde
esta orilla, en un primer vistazo, Marcial se adivina como un hombre antipático,
como un hombre ridículo. Aunque si cruzas al otro lado y miras más de cerca, se
reconoce que su hechura procede del trabajo de existir, y que hay mucho de su
ridículo en todos nosotros.
Quizás esta sea la causa por la que este libro me quemaba
en las manos mientras lo leía, sentía rechazo por este hombre.
Este
libro trata sobre entresijos del vivir, sobre mezquindades que provocamos y
padecemos.
Landero le aplica una lente de aumento a lo que somos,
airea rincones que pueblan nuestras vidas y que dejamos siempre tapados,
alejados de la vista.
Preferimos unas relaciones y unas vivencias teatralizadas,
construidas de relumbrón y apariencia,
donde aparezcamos desenvueltos, inteligentes, seguros de nosotros. Donde
aparezca solo la nata.
Creemos ser una pieza con una forma específica, pero
somos los que los demás quieren, porque son
los otros los que nos hacen y deshacen, como afirma Marcial. Que en algún
momento salta de un hombre con una visión trágica de la vida a un individuo
personaje de sainete. Así se siente.
Invitado
por el doctor Gómez, Marcial va a contar la historia de su enamoramiento,
enredándola con su pasado, su presente, su familia; su filosofía de vida. Busca
el amor, como todos, pero lo busca con gafas de pretensión y tozudez.
Marcial escribe, confiesa sus extravagantes devaneos
mentales. Las burlas escolares que sufrió lo convirtieron en una criatura
atiborrada de resentimiento y en un adulto intransigente y desmesurado. Lo malo
es cuando encontramos en él algunas
conductas que nos resultan familiares, que reconocemos en nosotros, y nos
resultan desdeñables y hasta un algo
bochornosas.
Stendhal
explicaba la novela realista como un espejo que se pasea por un ancho camino,
aquí Landero reorganiza el género y ha vuelto el espejo hacia el interior de
los hombres que transitan ese camino, incluido él mismo. Nos
vemos reflejados en ese cristal que a veces es algo turbio y no nos gusta.
El testimonio de Marcial es un instrumento que usa el escritor para
contar historias, para relatar anécdotas, para reflexionar; para polemizar porque
ya ha vivido lo suficiente como para conocer el alma humana.
Landero disfruta perdiéndose
entre palabras, cuentos y anécdotas. Siente apego por relatar, inventar,
abstraerse, imaginar, elucubrar. El enamoramiento que refiere Marcial le da una
excusa para hacerlo.
El
molde que utiliza en su escritura se nutre de nuestro gigantesco
universo literario y acude tanto a manifestaciones orales como escritas. Seguro
que tiene presente lo que leyó, lo que estudió y, por supuesto, lo que le
contaron, en sus primeros años sobre todo.
Es como si Landero rebuscara en un baúl infinito en el que todo cabe,
del que brotan sorpresas cuando se levanta su tapa. Y él sabe muy bien destapar ese arcón.
Rompe los límites entre lectores y escritor, nosotros
estamos integrados en el texto, el narrador nos interpela constantemente.
Marcial asegura que no tiene mucha ciencia escribir sobre
uno mismo, sobre la filosofía que nos sustenta. Es Landero el que habla, porque eso es lo que él está haciendo en
estas páginas.
Cuando el personaje asegura que es difícil escribir sobre
sentimientos porque no se dejan domar por las palabras, o cuando sostiene que
es difícil escribir sin que el pensamiento se desparrame y uno no consiga
ponerle freno; sin duda estamos
escuchando al escritor Luis Landero. Lo mismo que lo veo detrás de la idea
de que es difícil poner orden en los recuerdos “porque al pronto se me agolpan en
la puerta de la memoria queriendo salir todos en estampida y de una vez.”
Dice el autor por boca del personaje. Entre ellos las fronteras también se han
diluido.
Amasa las historias del libro con un humor que más que risa da sonrojo, da tristeza.
Reconozco al Landero creador y a la persona que están detrás
de estas páginas, un hombre que ya ha alcanzado cierta edad. En la novela
Marcial repite eso de “a estas alturas de la vida”, otra
vez es Landero el que le presta sus palabras.
Landero
crea la novela charla, construida desde el sosiego, desde la maestría, desde la
rabia también.
¿Qué hacer cuando ves a la hija del hombre al que asesinaste sentarse ajena en una mesa de tu restaurante?
¿Qué hacer cuando sientes que la doctrina por la que mataste se asentaba sobre tierras movedizas?
El alma se te llena de vergüenza, de culpa, de escepticismo; de desaliento.
“Si empezaba a escribir, seguramente pasaría el resto de su vida en la cárcel. Cerró los ojos y volvió a pensarlo por última vez, apretando fuerte el bolígrafo con la mano derecha. Si confesaba, estaría redactando su propia sentencia […].”
Pero Josu Etxebeste está completamente decidido a confesar, necesita liberarse del peso que le ha aprisionado el pecho durante años.
Etxebeste es hoy el propietario de un afamado local en las afueras de Irún. Hace 35 años era Poeta y, junto a su compañero de comando Beltza, secuestraron a Imanol Azkarate en nombre de la Organización. Fue él el que entretuvo su tiempo hablando con el detenido durante aquellos días, fue él también quien apretó el gatillo. Su primera y su última vecindad con una muerte. Después, toda su vinculación con el grupo terrorista se secó.
La policía jamás resolvió el caso.
Ahora se disponía a revelarlo todo, pero consideraba que no debía ser el único en admitir su culpa, tanto sus colegas como el policía que lo torturó en jefatura deberían también dar un paso al frente. Quiere moverlos para que hablen de lo que pasó, puede. Tiene pruebas.
Envía tres cartas que van a provocar un terremoto emocional en los destinatarios y en los lectores.
Pero sus compañeros seguro que no iban a admitir gustosos la culpa. Ellos ahora disfrutaban de una holgada posición social, personal y económica; no podían permitir que alguien arruinara sus logros. El policía encargado de la investigación estaría dispuesto a reabrir el caso, aunque eso supusiera su reprobación, con tal de poder resolverlo, para él era un desafío. Eso arrastraría que la institución policial admitiera que en las comisarías se infligían duros castigos inútiles. No lo harían, supondría su descrédito. “Perseguimos a los malos. Los malos no pueden ganar. Nunca.” Así se expresa un alto dirigente del cuerpo.
Una trama negra bien montada está servida.
Porque esta novela sería un thriller si no fuera porque se sabe que Jon Sistiaga habla de ETA –aunque las siglas jamás aparezcan en el libro-. No podemos ver solo una trama policiaca, porque estuvimos durante demasiados años sumidos en el espanto del terror.
Las reflexiones sobre el conflicto sobrevuelan todo el texto y despiertan reacciones muy pasionales en los lectores. Es difícil evitar sentirse interpelado.
Jon Sistiaga conoce bien las circunstancias reales que rodean estos hechos porque es periodista y porque es vasco. Como profesional ha cubierto noticias en distintos países relacionadas con el terrorismo –semejante, según él, en todas las latitudes- . Seguro que es grande su experiencia, pero en lo que se refiere a Euskadi, sin embargo, es inevitable que su veteranía se entrelace con su piel.
En sus consideraciones se enreda demasiado en lo que cuenta, se le nota el dolor que le late, se palpan demasiado sus rechazos y sus afinidades.
Probablemente no haya querido evitarlo.
Revela un claro repudio a los ideólogos del grupo terrorista que empujaban al abismo a jóvenes idealistas e influenciables. A veces se revuelve contra aquellos que se pusieron de perfil. Es un reproche algo injusto, no debió ser fácil vivir todo aquello.
Aun hoy, varios años después de la disolución de la banda terrorista, el daño no se ha reparado del todo, se ha acallado solamente. Se necesita más tiempo e indulgencia. Jon Sistiaga con su novela viene a escarbar red en todo aquello, saca al papel su verdad –que seguro que no es la única-. Los lectores dejarán que la suya brote también.
Sin separarse del periodista se ha convertido en creador de ficción para poder recorrer todos los rincones del conflicto. Hay verdades que flotan en el aire, verdades que todos conocen pero que nadie admite conocer. La novela le permite llegar donde la investigación periodística no le deja.
En la estructura se combina la actualidad con el pasado. La mayoría de la acción transcurre en el momento presente, son apenas dos semanas. Pero hay cuatro capítulos que se adentran en el secuestro, lo muestra en los detalles más cotidianos y en los de mayor carga filosófica.
Sistiaga esparce algunas estampas costumbristas como el aspecto de un zulo o aquel experto albañil que los bordaba. La vida en las cárceles; la vuelta de los presos, con bienvenida, pero sin pensión, porque no han cotizado en todos los años de cautiverio… La memoria debe hacerse también con las pequeñas cosas.
El libro está salpicado por la dualidad, se tocan las dos orillas del terrorismo: nosotros y vosotros; aquí y allí; en un lado se llama “secuestro” y en el otro “la forma de recuperar la justa plusvalía que esos explotadores debían reintegrar a la clase trabajadora vasca”. Fluyen dos formas de concebir el papel de la religión o de la policía; dos maneras de ver la lucha armada.
Drogas, machismo, homosexualidad, trato de favor, guerra sucia. Difícil de digerir.
En un momento del tiempo que pasaron juntos Josu y Azkarate, el primero coge la cuartilla en la que el secuestrado esboza una figura. El dibujo representa a un hombre, probablemente el propio Imanol, sentado en el suelo y apoyado en una pared. La figura, negra como una sombra, tiene la cabeza bajada y escondida entre las piernas. Imanol no ha dibujado nada más, solo tres rayas para representar la pared. El dibujo, tosco y sencillo, transmite soledad y desamparo. Quizá injusticia, piensa Josu para sí mismo.
—¿Te digo lo que me provoca este dibujo, Imanol?
—Dime —contesta Azkarate,
curioso.
—¿Sinceramente? Joder, pues que
podría ser cualquiera de nosotros en un cuartelillo de la Guardia Civil después
de una buena tanda de hostias. —Ya, pero no.
—Ya. Eres tú. Y nosotros te estamos haciendo lo mismo. ¿A que sí?
El responsable de esta nueva editorial, Trotalibros, asegura en su web que pretenden
recuperar obras fundamentales de la literatura universal “injustamente
olvidadas”. Vera es una de esas
novelas inmerecidamente desdeñadas por la historia.
En esta edición se apuesta por subrayar la labor de la traducción. En las primeras páginas aparece
una semblanza biográfica de Claudia Gispert Codina, que ha hecho un gran trabajo
al verter el texto al español.
Más habitual en nuestras lecturas es la presencia de
datos sobre la vida de los autores. Elizabeth von Arnim (1866-1941), australiana afincada
en Inglaterra, no fue muy afortunada en sus relaciones sentimentales, la escritura
se convirtió en su refugio. Del fracaso de su segundo matrimonio surgió Vera.
El libro es un trabajo intenso que se convierte en una
queja profunda sobre una situación frecuente en su tiempo; las parejas desiguales con maridos prepotentes y mujeres anuladas.
Las grandes mansiones acallaban entre sus ladrillos estas
condiciones de vida. Era un tema
delicado que llevó a la autora, hace cien años, a sacar el libro como anónimo.
Elizabeth
von Arnim aborda la situación social desde el sarcasmo,
con cierto humor, un vehículo más eficaz
para la denuncia, la reflexión, el
pensamiento crítico, la conmoción, quizás, del lector.
Cuando
comienza el libro, la protagonista, Lucy, en la veintena, acaba de perder a su padre de manera
repentina. Había sido su única compañía y ahora la dejaba desamparada y sola. Mientras
allá dentro preparaban el cadáver, ella se encuentra fuera de la casa “como
una estatua de mármol” –dice
el libro- apoyando sus manos sobre la
valla, sin ver ni oír lo que se mueve a su alrededor.
Al lado, sin que ella se percate, pasará el señor Wemyss, unos cuarenta años, enlutado, martirizado
por la ansiedad, desesperado porque los preceptos sociales le obligan a
permanecer alejado de su entorno más confortable y próximo; sin permiso para hablar
con nadie, en la más desesperante
soledad, después de la inesperada muerte de su esposa.
Se atrevió a pedirle un vaso de agua a aquella joven
desconocida por hablar con algún ser humano.
Pareció
despertarla, dio vida a la piedra.
Hermanados en el infortunio, el desconocido encontró en
el duelo común el ojo de la aguja por el que colarse en la vida de la joven.
Ahora
que el padre había desaparecido, sería él quien pensaría por ella.
“La miró durante un momento mientras ella le
devolvía la mirada y, entonces, posó sus manos grandes y cálidas sobre esas
otras, heladas, que se apoyaban en la barra superior de la verja […].
Luego,
cubriendo aún las manos de ella con una de las suyas, abrió la verja con la
otra y entró.”
Entró
en la vida de Lucy decidido a no volver a salir jamás.
Wemyss es consciente de tener el mando en su mano; Lucy,
junto a aquel desconocido, siente: “la agradable sensación de estar a salvo,
protegida”. Reconoce alguna diferencia respecto a lo que sucedía antes:
con su padre tenía que pensar con Everard es solo dejarse llevar.
Dos personalidades diferentes las de estos dos hombres,
dos yugos distintos sobre Lucy.
Wemyss
despliega sus alas, su sombra se va dilatando sobre la pequeña Lucy, cada vez
más reducida.
Elizabeth von Arnim refleja en su escritura los
pensamientos de Lucy, en ellos se esconden la desconfianza, el recelo y hasta
los miedos, que le llueven desde el ciclón que es Wemyss. Pero enseguida la
chica aparta de su ánimo esos sentimientos negativos, él le ha hecho creer que tiene la llave de la verdad. Cuando ella se ve
dudar, comprende que está sumida en el error.
El viudo tiene prisa, la chica sustituirá a su anterior esposa, remplazará a Vera. Él
nunca había conocido el dolor, siempre ha evitado preocuparse, no ha consentido
en ningún momento que la duda lo desasosegara, jamás había reprimido un deseo. Un retrato hiperbólico, brota el impacto en el
que lee.
No
resulta sencillo oponerse a los deseos de Everard Wemyss.
Cuando ya tiene sus planes de boda perfectamente pergeñados, se los comunica a
Lucy, que obedece dócil, apartando las dudas a manotazos.
“Lucy
descubrió que el matrimonio era distinto de lo que ella había imaginado.”
A partir de la boda se abre una especie de segunda etapa.
El viaje de boda se le hizo amargo a Lucy que empezó a comprender que la
comunicación con su esposo no iba a ser fácil, que su papel iba a ser solo el
de acatar órdenes.
Tras la luna de miel todo estaba previsto para pasar el
cumpleaños del marido en la segunda vivienda, la casa donde murió Vera.
Pobre Lucy, la muerta pasa por delante de ella, ella allí
es solo una extraña. Vera hasta le ha arrebatado el honor de titular la obra
con su nombre.
Pero
el fantasma de Vera no es una sombra que empañe su felicidad, como dice de
forma poco cierta la faja que acompaña el libro.
Incluso en algún momento es la única capaz de comprenderla.
Vera sonríe levemente desde un enorme cuadro que preside
el comedor. La vamos conociendo. Comprendemos.
No
reconozco la atmósfera asfixiante que se denuncia, más siento rabia e
incredulidad al pasar las páginas. A Lucy solo le habían enseñado sumisión y
obediencia.
El marido ahoga toda la ilusión de la recién casada: lo controla todo, amo y señor, caprichoso y
déspota. El comportamiento con el servicio, su manera de dirigir esta casa
y la de Londres es patológico. El gong escandaloso, el piano con botines, y
más, son notas de humor que alivian la opresión
que transmite esta forma de vida.
Nos encontraremos un
final abierto, a partir del último capítulo una nueva parte se va a
desvelar, seremos nosotros los que la compondremos reuniendo todos los detalles
que la lectura nos ha dejado, porque esta
es una lectura que permanece una vez que cierras el libro.