El Bletterbach esconde un secreto, ¿te
atreverías a llegar hasta él?
Jeremiah
Salinger lo hizo.
La sustancia del mal electriza
con su intriga, te eleva con situaciones que remueven las conciencias
lectoras, pero te deja caer, no se hunde del todo en la materia expuesta.
No parece
que esta novela vaya a reposar en los anaqueles celestiales de la crítica
literaria. ¿Importa? Te evade.
El título podría no animar mucho, ese
mal que aparece alarma un poco. Y es
cierto, si eres impresionable: no se te ocurra leerla. Pero si no lo eres,
adelante, la trama te va a absorber. Eso
sí, procura no leerlo de noche, ni en soledad. Aconsejo abordarla al aire
libre, en un parque, por ejemplo; pero en zonas de paso, no te refugies entre
árboles, y menos si hace viento, que pueda mover las hojas; ese inquietante
ruido podría darte escalofríos. La novela sería una compañera de viaje ideal,
pero abstente si tienes intención de ir a una región de montaña.
El 15 de septiembre de 2013, la vida de Salinger frena de
golpe por un accidente, provocado por la ambición del profesional impetuoso.
Pero el azar que nos gobierna quiso que la Bestia lo escupiera de aquella profunda
grieta en el hielo.
Una pregunta
me golpetea: ¿cómo reacciona uno en la
cama del hospital al descubrir que está vivo cuando los que iban contigo han
muerto? ¿Cómo se gestiona esa culpabilidad que te muerde?
Salinger se recupera,
anclado en Siebenhoch, un pueblo en montaña al que ha llegado de vacaciones con
su mujer, oriunda de la zona, y su pequeña hija. Casualmente oye hablar de la
masacre del Bletterbach: se lanza a indagar los crímenes del 28 de abril del
1985. ¿Es el propio peso de su conciencia el que le impulsa? Quizás no sea más
que búsqueda de material para su trabajo de guionista.
A la vez que
volvemos atrás en el tiempo y vamos descubriendo, poco a poco, los desgraciados
sucesos, intuimos las vidas de sus
protagonistas en la sociedad cerrada de este entorno, tan majestuoso como
difícil.
En el libro
no hay nada que hable de ello, pero no puedo dejar de pensar en las horas,
días, semanas, años que vivieron los que volvieron –porque hubo otros que no lo
hicieron-. Sus existencias ya no fueron las mismas, eso sí nos lo dice Luca
D’Andrea, pero nada revela –no tiene tampoco por qué- de esas
existencias con un negro pájaro posado en los hombros. El autor toca
superficialmente, no mete la mano a fondo en las vivencias.
Nadie quedó
indemne. Porque si es malo morir, malo es vivir con un peso que te doblega, que
te tuerce la biografía. Los supervivientes han tenido que soportar la carga del
secreto, de la duda; revividos a cada paso por la vista de la montaña, desde
cualquier rincón del asfixiante entorno.