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lunes, 6 de mayo de 2019

La sustancia del mal



El Bletterbach esconde un secreto, ¿te atreverías a llegar hasta él?
Jeremiah Salinger lo hizo.
La sustancia del mal electriza con su intriga, te eleva con situaciones que remueven las conciencias lectoras, pero te deja caer, no se hunde del todo en la materia expuesta.
No parece que esta novela vaya a reposar en los anaqueles celestiales de la crítica literaria. ¿Importa? Te evade.  
El título podría no animar mucho, ese mal que aparece alarma un poco. Y es cierto, si eres impresionable: no se te ocurra leerla. Pero si no lo eres, adelante, la trama te va a absorber.  Eso sí, procura no leerlo de noche, ni en soledad. Aconsejo abordarla al aire libre, en un parque, por ejemplo; pero en zonas de paso, no te refugies entre árboles, y menos si hace viento, que pueda mover las hojas; ese inquietante ruido podría darte escalofríos. La novela sería una compañera de viaje ideal, pero abstente si tienes intención de ir a una región de montaña.
 El 15 de septiembre de 2013, la vida de Salinger frena de golpe por un accidente, provocado por la ambición del profesional impetuoso. Pero el azar que nos gobierna quiso que la Bestia lo escupiera de aquella profunda grieta en el hielo.
Una pregunta me golpetea: ¿cómo reacciona uno en la cama del hospital al descubrir que está vivo cuando los que iban contigo han muerto? ¿Cómo se gestiona esa culpabilidad que te muerde?
Salinger se recupera, anclado en Siebenhoch, un pueblo en montaña al que ha llegado de vacaciones con su mujer, oriunda de la zona, y su pequeña hija. Casualmente oye hablar de la masacre del Bletterbach: se lanza a indagar los crímenes del 28 de abril del 1985. ¿Es el propio peso de su conciencia el que le impulsa? Quizás no sea más que búsqueda de material para su trabajo de guionista.
A la vez que volvemos atrás en el tiempo y vamos descubriendo, poco a poco, los desgraciados sucesos, intuimos las vidas de sus protagonistas en la sociedad cerrada de este entorno, tan majestuoso como difícil. 
En el libro no hay nada que hable de ello, pero no puedo dejar de pensar en las horas, días, semanas, años que vivieron los que volvieron –porque hubo otros que no lo hicieron-. Sus existencias ya no fueron las mismas, eso sí nos lo dice Luca D’Andrea, pero nada revelano tiene tampoco por qué- de esas existencias con un negro pájaro posado en los hombros. El autor toca superficialmente, no mete la mano a fondo en las vivencias.
Nadie quedó indemne. Porque si es malo morir, malo es vivir con un peso que te doblega, que te tuerce la biografía. Los supervivientes han tenido que soportar la carga del secreto, de la duda; revividos a cada paso por la vista de la montaña, desde cualquier rincón del asfixiante entorno.