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domingo, 30 de enero de 2022

Tongolele no sabía bailar

 


Tongolele está al mando de un turbio departamento del estado nicaragüense, controla los servicios secretos. Fiscaliza, desvirtúa, pervierte; lo sabe todo. O eso cree él.

En un momento determinado pierde los favores institucionales y no entiende, no sabe quién lo empujó fuera del sillón, ni siquiera cómo.

“Cuáles son mis enemigos y cuáles mis amigos, ahora que todos los perros me orinan, quisiera saber.”

Sergio Ramírez lo retrata como si apareciera de pronto, desorientado y confuso, en una pista de baile donde ignorara los pasos del número que interpreta la orquesta. Porque Tongolele no sabía bailar.

En la novela aparece como el antagonista del inspector Dolores Morales. Comparten el mismo germen ideológico,  hicieron la revolución contra el dictador nicaragüense Anastasio Somoza, aunque más tarde sus desarrollos vitales mudaron,  llegando hasta caminos ideológicos opuestos.

Morales fue miembro de la Policía Sandinista desde sus inicios y tras recibir la baja se hizo investigador privado. Es la tercera vez que Sergio Ramírez lo coloca como protagonista en un relato.

Al comienzo de este se encuentra en la frontera Hondureña. El comisionado Tongolele lo encuentra incómodo y lo “ha forzado” a abandonar el país. Pero el detective tiene una razón poderosa para volver a Managua y va a intentarlo de la mano de la clandestinidad.

Cuando ya ha pisado suelo nicaragüense, asesinan a su salvoconducto. Descubrir al culpable nos proporcionará el caso.

Pero no nos confundamos, aquí no tenemos el inicio de un argumento policiaco, donde la resolución del misterio es el objetivo principal. De hecho aquí tenemos muchas claves para conocer el enigma, quizás no conozcamos la identidad precisa del asesino, pero sí el aliento que lo impulsa y la guarida de dónde procede.

Tongolele no sabía bailar  es una novela negra donde pesa más la realidad sociopolítica de la Nicaragua actual que la resolución del conflicto planteado. Es el retrato de una dictadura. Se pone el énfasis en que poco  importa si estas se encuentran alineadas a la derecha o a la izquierda, las dictaduras, todas, pasan por encima de las ideologías como apisonadoras.

Existe una vieja foto en la que el escritor aparece junto a Daniel Ortega y otros miembros de la junta jurando su cargo hace ya más de 40 años. Hoy juegan en campos opuestos. Ramírez cree que debe plantar cara, denunciar.

Desde el primer momento se ve en esta novela un ajuste de cuentas entre antiguos compañeros de lucha.

Afirmaba en El Cultural que el detective Morales era una especie de alter ego: Sus desencantos y los míos pertenecen al mismo ámbito, así que yo interpreto a través de Morales un desengaño que no es solo mío sino de toda una generación que ha visto a la revolución no solo envejecer sino descomponerse y convertirse en un cadáver que huele mal, que está ahí, expuesto al sol.”

Tongolele y Morales son personajes perfectamente trazados, pero no son los únicos, hay varios más que nos seducen: la vidente Zoraida, La Chaparra y Fabiola, madre, secretaria y amante, respectivamente, de Tongolele; Pedro, su ayudante y comparsa, que se pega al mejor postor; monseñor Ortez y el padre Pancho entre los católicos reivindicativos; Rambo, mano derecha de Morales, como lo fue Lord Nixon, que se ha convertido en su conciencia y le habla desde el más allá; los viejos militares y los nuevos, tecnócratas adiestrados en México.

Y entró ella, una negraza de pelo lacio teñido de un rubio triste, unos juanetes que la martirizaban al andar sobre plataformas de corcho, una cartera de Ferragamo falsa de toda falsedad al hombro, una blusa que dejaba desnudo el ombligo del que colgaba un piercing, en cada pernera de los jeans mariposas de lentejuelas.”

Es Fabiola, la amante, busca su favor para ampliar sus negocios, sin importarle aplastar a posibles competidores.

Un escritor en general toma distancia de la realidad que describe para luego poder retratarla y hacer de ella literatura. En esta ocasión Sergio Ramírez no ha esperado a alejarse del momento que vive su país, le urgía denunciar, eran tiempos de emergencia, había que reaccionar pronto –confiesa él mismo.

Pero la escritura no ha sufrido merma, sigue siendo punzante y adornada.

Lo que sí se nota es que lo que refleja ahora le duele mucho. En anteriores entregas de esta serie había también denuncia y desconsuelo por su gente,   pero la perspectiva temporal había permitido que lo que él dibuja ya sean cicatrices. Tras la muerte de tantos estudiantes en 2018, se obliga a escribir muy próximo a hechos intolerables, por eso lo que pinta son heridas abiertas.

La prosa de Sergio Ramírez contiene hilos geniales, excesivos y aparatosos que te envuelven, que se te pegan al cuerpo y al alma.

Su escritura la impulsa el desengaño, y conserva la maestría de siempre al otro lado del Atlántico.

Así se refiere a lo que queda del esperanzado proyecto revolucionario: Nos pusimos a montar entre todos un muñeco parecido a Buzz, el astronauta que grita «¡al infinito y más allá!». Y vea lo que salió: Chucky, el muñeco diabólico.”

Tongolele no sabía bailar es tan excesiva que seguro que lo que cuenta es la realidad. El humor y la ironía arrastran las torpezas de los hombres. Como cuando en el descampado, donde los paramilitares descansaban de masacrar, aparece una furgoneta repartidora de El pollo ciudadano para calmar el apetito que te puede dar matar.




martes, 18 de enero de 2022

Tiempo de vida

 


Tiempo de vida es ejemplo de autoficción, el autor se identifica con el narrador. Todo lo que sucede es real, aunque los hechos que se relatan pertenecen a la ficción,  porque el que narra en el libro hace una selección previa, solo escoge determinadas vivencias;  ahí aparece la elaboración literaria. Se trata de la realidad vivida por Marcos Giralt y su padre, pero el escritor trata de fijar esa realidad como él la sintió. Por eso no se trata de una autobiografía porque el que redacta elige, opta, prefiere unas vivencias y deja de lado otras.

Estas páginas se convierten en una especie de ajuste de cuentas entre los dos y un homenaje al padre.

Una ficción permite al novelista esconderse detrás de las historias, aunque sentimos presencia. Aquí eso no es posible, aquí habla el autor con su propia voz, exhibe sus comportamientos. Parece que sin demasiado problema con el pudor.

No estoy cómoda leyendo autoficción.

Quizás sea una cuestión de recato o quizás, que me interesan más las narraciones que se ensanchan, que abrazan muchos mundos.

Este libro me descubre rincones propios en los que no quiero detenerme.

Temas resbaladizos, que no deseo tocar porque ha pasado el tiempo y ya no se reconocen los contornos; porque ya no están los que podían proyectar luz sobre ellos.

Marcos Giralt Torrente toca aquí un tema universal: la muerte del padre a través de la desaparición del suyo. Lo impulsa el deseo de recuperar lo que ya no está, perpetuar lo que se ha ido.

Cuando un padre se va definitivamente, se echa la tapa a un baúl. Y uno se encuentras frente a algo clausurado, que ya solo podrás abordar con la memoria.

Si eres escritor tienes la literatura para acotar, para comprender la realidad. Eso hace este autor. Si no escribes solo tienes los recuerdos para reordenar, para degustar, para censurar, para lamentar.

Durante la niñez de Marcos padre e hijo pasaban mucho tiempo juntos, pues la profesión de pintor, le permitía a Juan Giralt trabajar en casa. Más tarde, como consecuencia del divorcio, la figura paterna se desvaneció un poco.  Él se quedó a vivir con la madre, las cotidianidades domésticas de ambos se cruzaban. Al padre lo veía menos y casi siempre fuera de casa. Aunque compartieron tiempo y espacio durante algún viaje. El padre tenía pareja y eso parecía dificultar la relación de ellos dos. Cuando Marcos Giralt habla de esto, se transparenta el resquemor.

En el momento en el que a Juan Giralt le diagnosticaron una enfermedad grave, las vidas de ambos se coserán apretadas, sus existencias se rozarán con fuerza. Marcos se vuelca con su padre. Y escribe cómo intentó aliviarlo, cómo lo acompañó y apoyó; con cuánta entrega le dedicó su tiempo, dejando de lado una parte de su propia vida.

Se produjo la muerte en febrero de 2007. El hijo tuvo que pasar un año de duelo antes de plantearse trasladar al papel tan intensas vivencias.

Marcos Giralt comienza su obra con una primera trama, la que destapa su búsqueda de una escritura, de un comienzo, de un formato en el que verter la relación con su padre. Se siente sofocado por las dudas sobre cómo abordar el tema, qué contar…

Al ser hijo único, Marcos Giralt solo dispone de una perspectiva. Una gran responsabilidad, un gran desafío para reconstruir una narración.

Cuando se es hijo único (…). ¿Cómo construir con la memoria una historia equilibrada cuando tan sólo disponemos de una mirada, y esa mirada está tamizada, influida además, por nuestro propio ser único?

Junto a esta primera trama se va desarrollando una segunda donde se camina desde el desencuentro a la unión con el padre.

La primera mitad del libro abarca más de treinta años de relación, en la segunda se desvelan apenas veinticuatro meses de vínculo durante la enfermedad. Un claro desequilibrio, debido quizás al peso emocional de estos últimos momentos.  

En un principio los hechos van cayendo de manera lacónica. En la segunda parte aumentan los detalles, sabemos mucho más de ellos dos.

El recurso de la repetición de palabras acerca el texto a la letanía religiosa y a la lírica más elaborada. Es una prosa que llega a hechizar.

“En páginas de Word que llené con insólita premura, intenté retratar a mi padre remontándome a su infancia, a su orfandad materna y a su padre tan frío; intenté poner mi culpa en primer plano para lanzarme en pos de la redención que la aliviara; intenté aislar un episodio iluminador que resumiera mi experiencia de él; intenté entrelazar con pulso impresionista escenas y recuerdos aleatorios; intenté ser cerebral y encarar nuestro problema reflexivamente, sin espacio para la poesía.”

Esta cita concreta se halla al comienzo del libro, reflejando esas oscilaciones que tiene como escritor para iniciar la narración sobre su padre.

La relación de los dos en los últimos años cerraba un círculo, el hijo se entrega al padre, ahora que lo necesita, como, seguro, el padre se entregó al hijo, cuando era pequeño y lo necesitaba a él.

Marcos Giralt termina comprendiendo a su padre, habían vivido una relación complicada, muy propia de los hijos de padres divorciados. El hijo termina perdonando a su padre y perdonándose a él mismo, pues se reprochaba la sobrecarga de intolerancia e incomprensión que hubo entre ellos.

Su libro aspira a ser literatura, no una crónica; pero la verdad es que nos deja un relato lleno de sinceridad, de verdad y de vida.

Nos habla literariamente de los que conocemos, de lo que sentimos.