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miércoles, 30 de septiembre de 2020

Malaherba

 



En la portada el primer plano de un niño, tiene unos diez años, no mira al objetivo, está abstraído. Sobre el pelo oscuro, rizado y algo alborotado sobresalen dos cuernos: el azar de la instantánea o la manipulación burlona del fotógrafo.

También la vida caprichosa manipuló con cierta burla la foto del pequeño Tambu, el protagonista de Malaherba, y lo colocó en una familia que se desquició. Su infancia se hace porosa a la vida enrevesada que estalla ante sus ojos.

“…ese día lloré por Claudia, y por todas las desgracias de los hijos que quieren a sus padres sin que sus padres sepan muy bien qué querer.”

La primera vez que papá murió todos pensamos que estaba fingiendo.” Así se abren estas memorias del joven Tambu. Una muerte que no es real da paso en esta novela a muchos pasajes opacos donde afloran  más intuiciones que certezas. Jabois sugiere hechos, va dejando hilos, y es el lector el que construye la tela, su propia tela. El propio título es un ejemplo: ¿Quién es Malaherba?, ¿qué es la mala herba?

El adolescente rememora astillas de su infancia: unos abuelos y sus desavenencias con los padres, una nueva casa en Pontevedra, el mundo de la droga en el barrio, la familia que se ha tronchado, el maltrato. Una escuela aburrida con maestros anticuados, sus briosas anécdotas. La amistad eterna de los primeros años; el miedo y las dudas del que está creciendo.

Tambu y su hermana Rebe, pocos años mayor que él, durante un breve tiempo se quedan a cargo de Armando, que vive arriba, con sus dos hijos Clara y Elvis.

Desde ahora vemos que dos mundos corren paralelos en la novela: el desdibujado universo de los adultos, y el infantil, más transparente, que conforman los dos niños y el entorno. Cuando uno crece brotan las incertidumbres y apremian las respuestas. Y si estas tardan puede ser irremediable.

Tambu y Elvis se descubren y descubren  la complejidad que les rodea. Son refugio el uno del otro. Elvis es su amigo, su apoyo, su igual, ¿su novio? (a esa edad aún no lo sabe bien). Elvis y él eran de los niños que no tienen más remedio que juntarse “porque se encuentran fuera de los sitios. La infancia de aquí no se identifica con el mundo feliz que con frecuencia dibuja la literatura. Se muestra más bien como la alta montaña que uno debe subir. Con guía resulta más sencillo, pero estos niños no la tienen.

“Me aprendí todas las capitales europeas con ese puzzle de la misma manera que aprendí muchas cosas de la gente a la que quería juntando sus pedazos.”

Esto no puede resultarle sencillo a un niño porque cuando empezamos a hacernos mayores necesitamos que alguien nos ayude a unir los trozos.

Su familia se hace añicos y los hijos pagan un alto precio. Me ha gustado la paradoja que plantea Jabois con el cambio de nombres del domicilio. Cuando vivían en la calle Salvador Romero “que había sido un fascista, o algo así”, la casa de Tambu lucía feliz; cuando el nombre se trocó en calle Rosalía de Castro, la poeta preferida de su madre, las luces se apagaron en el hogar.

Han pasado unos cuantos años, Tambu escribe desde la adolescencia pero se siente muy cerca de sus diez años y los plasma con mucho acierto y con mucha credibilidad. Los que lo leemos nos reconocemos en muchas de las sensaciones que se evocan en  ese discurso fragmentario.

El Tambu de ahora, el que escribe, arropa con tolerancia a los muchos desoficiados del barrio donde creció: “Eran malos, tampoco había otro oficio”. Sin embargo le cuesta mucho comprender la maldad gratuita de los que arremetían contra Elvis y contra él: “¿Por qué siempre hay alguien que te lo quiere decir a la cara, que quiere que sepas, que no se va tranquilo hasta ver cómo empiezas a sufrir?”

Él solo quiso defenderse y defender a Elvis.

 

viernes, 11 de septiembre de 2020

Salvar el fuego


“México fue equivocadamente adjetivado como un país surrealista. Nada más lejos de ello. Es un país hiperrealista, donde hasta los mínimos detalles se magnifican. Un país con propensión a los extremos. Y mientras la mayoría de la población lidia con una lucha cotidiana por subsistir, mis hijos y sus compañeritos asistían a clases de música, de inglés, de francés y practicaban deportes elitistas. Mis niños crecían tan en la pendeja como había crecido yo, encapsulados para no contaminarnos de ese país paralelo teñido de miseria, impunidad, corrupción y abusos.”

A través de Marina, Guillermo Arriaga esboza un México que le duele. Un retrato que  no es reflejo exclusivo de este país centroamericano.

Chorreando pintura, un brochazo rojo sangre destaca en la portada. Tacha los ojos de una mujer: un busto, velado, que deja adivinar una delicada belleza.

El título de la novela se aclara con las citas que abren el libro. El fuego es aquí la metáfora de la pasión, de un amor prístino;  un amor desnudo de convencionalismos, de afectación, de protocolos; un amor que hay que proteger porque simboliza lo que está limpio en el mundo embarrado que nos rodea, que rodea a Guillermo Arriaga, y contra el que desea rebelarse.

Marina y José Cuauthémoc pisan ambos tierra mexicana pero se hallan en esferas muy distantes entre sí. Ella es la brillante directora de una elitista compañía de danza moderna; una burguesa acaudalada que vive feliz en una colonia exclusiva con su marido y sus hijos. Él, un condenado por asesinato, se presenta como un titán: disfruta de una naturaleza y una formación colosales, esculpidas por el cincel de un padre resentido.

Los dos se ven arrastrados por una atracción voluptuosa desde el primer instante en que se encuentran, cuando ella asiste a unos talleres de escritura con los reclusos.

Una relación inverosímil, a veces, y ante todo desmesurada, como desmesurado es el fresco que Guillermo Arriaga diseña en su novela con gruesas pinceladas de rabia.

Excesivos son los muertos que van dejando tras de sí los enfrentamientos de las distintas bandas de narcos. Bandas que nunca desaparecen del todo porque de sus cenizas surgen otras.

“Galones de sangre derramada para que unos spring breakers en Wisconsin o en Nebraska se dieran pasones de cocaína y se pusieran turulatos con la mota. Risa y risa los pinches escuincles gringos y de este lado puro valle de lágrimas. Deberían darles una escoba y un recogedor para que vinieran a levantar el tiradero de cadáveres.”

Una crítica sin sutileza, pero llena de verdad y desconsuelo por el país de uno, vecino de poderoso.

Excesivos en sus contenidos son los relatos que escriben los presos en el taller literario, y que se intercalan en la novela. Nos revelan, como la propia novela en sí, la profunda sordidez de un penal; su dureza, la intensa soledad y también la exposición constante ante el otro, incluso en los actos más íntimos; la corrupción que rodea su administración; la amistad y el odio a muerte, como los que vive El Máquinas, impulsores del relato.

“Desde que había penetrado en el universo carcelario, mi perspectiva de las cosas cambiaba hora por hora. Un país paralelo se desplazaba a otra velocidad. Un país bronco que se regía bajo otras leyes y que progresaba en una dirección para mí por completo desconocida. (…) En mi existencia de capullo no había extorsiones, ni amenazas, ni asesinatos, ni represión, ni gases lacrimógenos, ni estampidas, ni muertos tirados en el pavimento. Ninguna de mis amigas, ni Claudio, ni su círculo de financieros egresados del ITAM, ni los bailarines de Danzamantes, ni las maestras de mis hijos imaginaban ese país indómito y feroz.”

Excesivos son los miembros de la familia de José Cuauthémoc: un padre de origen indígena alimentado por el rencor contra la remota invasión española, que quiso hacer de sus hijos unos superhombres por la vía de la mortificación, hasta llegar incluso a colgarlos en unas jaulas a la intemperie para fortalecerlos; aunque lo que consiguió fue destrozarlos a todos, incluidas la madre y la hermana.

“¿Qué alimentaba tu rencor indígena, tu resentimiento milenario? Explícame, por favor, ¿por qué te desquitabas con los de tu propia sangre?” Así se dirige a su padre muerto Francisco Cuitláhuac, hermano mayor de José Cuauthémoc.

Guillermo Arriaga hace de su escritura un grito desgarrado, lo mismo que el personaje principal de su novela: “Escribir para no enloquecer. Escribir para apuñar. Para apuntalar. Para apurar. Escribir para no morir tanto. Escribir para aullar, para ladrar, para tirar tarascadas, para gruñir. Escribir para provocar heridas. Escribir para sanar. Escribir para expulsar, para depurar. Escribir como antiséptico, como antibiótico, como antígeno. Escribir como veneno, como ponzoña, como toxina. Escribir para acercarse. Escribir para alejarse. Escribir para descubrir. Escribir para perderse. Escribir para encontrarse. Escribir para luchar. Escribir para rendirse. Escribir para vencer. Escribir para sumergirse. Escribir para salir a flote. Escribir para no naufragar. Escribir para el naufragio. Escribir para el náufrago. Escribir, escribir, escribir.”

Y así se queja el hermano de José de la realidad mexicana, comprobable también cuando se visita el país: “Los comerciales, en su vena aspiracional, solo presentaban blancos. Nosotros, los morenos de pelos lacios y de facciones toscas, no cuadrábamos en los cánones de la belleza, del estatus y del poder. La blancura como única vía de acceso a las esferas políticas y sociales más altas.”

Una novela construida con las voces de tres narradores: Marina, José Cuauthémoc y Francisco Cuitláhuac. El relato de este último está en cursiva, a diferencia de los otros dos. Hasta el final no encontraremos respuesta a esta curiosidad gráfica.

La larga narración se tiñe en ocasiones de morosidad; sin embargo se utiliza el recurso, bastante tópico, pero efectivo, de las anticipaciones: “Si precisara elegir el momento que transformó mi vida, ese sería el día que Héctor nos invitó a su casa de Tepoztlán.” O bien: “Pedro me hizo la propuesta que cambiaría mi vida.”  Y el relato fluye.

“Los presos continuaron leyendo sus escritos, hasta que tocó el turno a José Cuauhtémoc. Abrió un folder, sacó unas hojas mecanografiadas, carraspeó la garganta y comenzó a leer. «Manifiesto…Este país se divide en dos: en los que tienen miedo y en los que tienen rabia. Ustedes, burgueses, son los que tienen miedo. Miedo a perder sus joyas, sus relojes caros, sus celulares. Miedo a que violen a sus hijas…» Mientras lo leía, comencé a marearme. Cada palabra enunciada era una puñalada a la mujer que era, a mi familia, a mis amigos, a los míos. Me provocó náusea y dolor, confusión, inquietud. José Cuauhtémoc estaba en lo cierto, mi clase social se cagaba del miedo”.

Arriaga ha situado al comienzo de la novela el texto completo del manifiesto al que se refiere Marina en la cita anterior. Un fogonazo cegador al abrir la puerta. Una brutal declaración de principios y un puñetazo de rabia y resistencia.

Y al final elige lo genuino, lo verdadero, la pasión. El fuego.