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miércoles, 22 de junio de 2022

Carta de una desconocida




 

¿Qué pretendes con esta carta, remitente anónima?

¿Buscas la compasión del que lee?

¿Buscas el desmonoramiento de R.?

¿Buscas liberar tu dolor?

Venganza no es, ¿verdad?

Una carta anónima a R. constituye la novela casi en su totalidad, salvo unas primeras líneas de presentación y una breve conclusión, cuando el destinatario acaba de leer la misiva.

R. es un famoso novelista. A Stefan Zweig no le interesa pasar más allá de su inicial. Si ella es anónima él también lo será.

El protagonismo aquí lo adquieren los lectores, confundidos en nuestras emociones, confrontados con nuestros sentimientos. 

¿Hay un bueno?, ¿hay una mala? ¿Es al contrario?

R. comprueba leyendo el periódico que ese día es su cumpleaños, celebra sus 41. Vuelve a Viena después de pasar unos refrescantes días de recreo en la montaña.

De manera acertada el autor austriaco, Stefan Zweig, con cuatro puntadas ha cosido un retrato eficaz de este hombre. En la propia carta la remitente lo va a completar. Es un atractivo seductor, un literato agraciado, muy culto, con un gusto exquisito, sin problemas económicos.

Al entrar en casa, su mayordomo le entrega una bandeja con el correo recibido este tiempo que ha estado fuera.

R. examina la bandeja “con indolencia”, un par de sobres atraen su atención porque sus dos remitentes parecieron interesarle.  “ […] vio una carta con caligrafía desconocida y apariencia demasiado voluminosa que, en un principio, dejó de lado.”

Más tarde, después de un té, después de hojear el periódico y después de mirar algunos folletos, cogió aquella carta a la que no había prestado interés en un principio.

De esta manera sencilla, con esta morosidad tan bien medida, Zweig subraya la misiva, la saca de la oscuridad y hace que brille ante nosotros con este comienzo: “Mi hijo murió ayer.”

“Ahora solo te tengo a ti.” (…) “¿A quién podría hablarle, en esta terrible hora, sino a ti, que fuiste y eres todo para mí.”

En el encabezamiento había plasmado: “A ti, que nunca me has conocido?”

Parece imposible que alguien que ha sido todo para ella, nunca la haya conocido.

Hay que leer la carta –la novela- para comprender.

La mujer le cuenta toda su vida en veinticinco folios, una existencia entera entregada al amor hacia R.

Es fácil decir que ella es responsable de todo lo que está contando, pero no lo es completamente porque el sentimiento la dominaba . Es víctima de esa historia de amor. Y curioso, R. no interviene en sus artificios. Él actúa según sus propios principios, que pueden gustar más o menos, pero con los que no ofende a nadie. Siempre se muestra con una conducta apropiada, acorde con lo que piensa, con lo que es. Lo peor es que no podemos reprochar nada a R., porque él vive ajeno a la tragedia que se fragua a su alrededor.

El destinatario de la carta y el lector de la novela se van enterando a la vez de los vaivenes de la vida de esta mujer, condenada a sufrir por amor. Nosotros, lectores, llegamos a saber más que el propio protagonista, que no consigue comprender qué está sucediendo, que resulta ser el receptor de una declaración amorosa que lo va a desarmar.

Desvelar cualquier detalle de esta breve novela sería injustificable. Pero sí se puede mencionar este amor enfermizo que data de los 13 años, esa persecución patológica al enamorado, ese silencio morboso…

Stefan Zweig ha creado dos personajes que provocan sentimientos encontrados en nosotros, y ahí nos deja debatiéndonos, porque no hay culpables. Cuando los hay es más fácil. 

 

 

 

viernes, 10 de junio de 2022

La señora March

 




La señora March retrata a tres mujeres apretadas en un mismo cuerpo.

La primera se localiza estrictamente en las primeras líneas: la sosegada esposa del conocido escritor George March, que acaba de publicar un nuevo libro. Al pasar por delante de una de las librerías del barrio, la mujer distingue una pila de ellos en el escaparate. Aunque hace frío, camina tranquila disfrutando del entorno apacible. Se dirige a su pastelería favorita: “[…] una tiendecita encantadora con un toldo rojo y un banco de madera blanqueada delante.”

La impresión de sosiego y de dominio del terreno desaparece cuando esta vecina del exclusivo Upper East Side entra en la pastelería a buscar su imprescindible pan de aceitunas negras. Ante la enorme cola se acelera su pulso, señal clara de que se siente dominada por el nerviosismo en el momento en que se avecina interactuar con alguien. Esta es la segunda señora March; extremadamente insegura.

Esa “tiendecita encantadora” esconde una trampilla que va a succionar a la satisfecha esposa y la va arrastrar –y a nosotros con ella- a lo más profundo de su psique, una brea espesa que amenaza con desbordarse.

Ahí se va formando la tercera: se va fraguando ante nuestros ojos.

Patricia, desde detrás del mostrador, se referirá a su clienta habitual como la mujer más elegante del barrio y añadirá que, al leer el libro de su marido, enseguida se ha dado cuenta que ella es el modelo de Johanna.

Un escalofrío aniquila la poca seguridad de la señora March.

Johanna es la protagonista de la novela de George March. Es una prostituta con la que nadie quiere acostarse, una mujer horrible, fea y estúpida. “Es todo lo que yo nunca querría ser”.  Asegura la esposa del escritor.

Desde ahora vamos a conocer a esa segunda señora March, desconfiada de su entorno, necesitada de una identidad que no consigue construirse. Una mujer sin asideros, que flota, sin voluntad, como una pompa de jabón.  Es algo ridícula y digna de lástima.

Su distinguido atuendo, terminado por unos originales guantes de cabritilla verde menta, nos oculta su personalidad errática, porque su aspecto nos lleva a pensar en una identidad fuerte. Pero los guantes se los regaló su marido, a ella jamás se le hubiera ocurrido comprarse tal prenda “[…] pues no se habría creído capaz de ponérsela; […]

“Le entusiasmaba la idea de que los desconocidos, cuando la vieran con aquellos guantes, la tomaran por la clase de mujer despreocupada y segura de sí misma que no habría tenido ningún reparo en elegir un color tan atrevido.”

Vive atada a la mentira porque su verdad le resulta intolerable.

Ingenua parece pensar que con una prenda se puede ocultar a los demás nuestras debilidades. Pero nada más lejos, porque esas fragilidades solo se resuelven agarrándolas de frente. Y la señora March ignora cómo hacerlo.

Vuelve a su casa. Se siente resquebrajada. El comentario de Patricia ha abierto una brecha en sus débiles defensas.

Lo ve todo oscuro. Le duele el –posiblemente falso- desprecio del conserje, y lo ve normal porque poco hacía ella por empatizar con él. Se ve intimidada por Martha, la asistenta. Es cómico y triste verla como la rehúye evitando las zonas de la casa donde realiza sus tareas.

Empieza a actuar de manera inadecuada, incomprensible. Empieza a perfilarse mejor la tercera señora.

Debe preparar una fiesta para su marido, el temor la acobarda,  los invitados la intimidan. Ensaya fragmentos de conversación para estar segura de no fallar.

De forma paralela al relato del momento presente, la autora nos introduce en el pasado de la Señora March. Quizás causa de su mudable forma de ser.

Fue  una pobre niña rica a la que nadie cuidó. Solo una empleada, Alma, se interesó por ella. En la fría casa infantil no le habían enseñado a deglutir la emotividad de Alma. El chófer de su padre tuvo un gesto para ella, mucho más de lo que tendrían nunca sus progenitores.

Una deseada amiga invisible intentó ser borrada por un psicólogo infantil, que hizo un diagnóstico al que nadie hizo caso. A su hermana la unía una relación de rivalidad fomentada por la madre. Nunca vemos en el libro una brizna de cariño hacia la hija, era una madre fría. Era una mujer de hielo. Su estela en la novela es de daño a la niña, a la adolescente, a la mujer.

Conoció al profesor George March. Le  maravillaba que un enseñante universitario mostrara interés, al menos aparente, por sus opiniones. Se ató a él a los 21, cuando él tenía 31 y estaba casado

Su compañera de habitación decía que era el hombre más atractivo del campus. Consideraba un triunfo conseguirlo. Por él dejó a su primer novio.

Las relaciones de la señora March se impulsaban más con el cerebro que con el corazón. A eso le habían enseñado.

Cuando se casó con un divorciado tuvo que aceptar también a su hija. La niña no se adaptaba al molde que la esposa de su padre le había diseñado, por eso sus relaciones no fueron buenas. Nunca iba a ser plastilina en sus manos, como lo fue ella para su madre.

Ahora el señor y la señora March son una pareja en apariencia feliz, solo en apariencia. Tienen un hijo de ocho años. Cuando nació se sintió por una vez superior a su hermana, que no tenía descendencia. Al niño tampoco lo maneja, es como un globo que se le hubiera escapado.

Cuando se pone la mesa en su casa una formalidad sigue a la otra, aunque coma sola; lo que pasa con frecuencia. Sin embargo si hay orden entre los objetos, en la familia impera el caos: no hablan apenas, no intercambian sentimientos.

Cualquier casa, cualquier familia es mejor que la suya. Aunque ya sabemos cómo engañan las apariencias. Ella parece desconocerlo y finge e inventa.

No la enseñaron a ser hija, ni hermana. Como consecuencia no sabe ser esposa, amiga, madre. Si no controla los electrodomésticos de su casa ¿cómo podría regir un hogar, dar órdenes a una sirvienta, cumplir los deberes de vecina?

Hasta ahora despierta nuestra compasión, pero todo va a cambiar cuando desde un cuadro la miren con severidad, cuando una mosca le haga pedorretas, cuando en el edificio de enfrente vea imágenes sorprendentes…

¿Es siempre sincero su marido con ella?

La frontera entre la verdad y la mentira la tenemos que buscar nosotros.

Hay mucho de la segunda Señora March en todos nosotros, el problema es que  cuando todo eso se convierte en una obsesión que te anula, entonces aparece la tercera mujer.