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domingo, 21 de febrero de 2021

La trenza

 



La trenza es una narración conmovedora y apasionante, con giros narrativos singulares. Se presenta como un relato intenso, anclado en una estructura triangular muy sólida, con una lengua sencilla y acertada; sin florituras, porque su autora parece centrarse más en el fondo, que en la forma: no estamos solas, es el mensaje.

En la novela tres mujeres contemporáneas, de tres culturas, de tres religiones y de tres medios sociales muy diferentes se hallan en un momento clave de sus vidas. Una grieta resquebraja su existencia y las tres reaccionan, no se encogen frente al infortunio, se crecen y deciden saltar por encima de la fatalidad.

Se arrojarán con determinación hacia un destino desconocido para reconstruirse.

La primera es Smita, vive en la India, donde la vida de la mujer vale muy poco. Es una dalit, una intocable. “Alguien al margen de las castas, al margen del sistema, al margen de todo”.

Giulia es italiana: “Apenas ha dormido: ha vuelto a pasarse la noche leyendo. Pero sabe que tiene que levantarse. Cuando su madre llama, hay que obedecer: es una madre siciliana”. De esta manera aparece la segunda protagonista, que vive en Palermo, sujeta a una sociedad de sistema patriarcal.

La tercera vive en Canadá: Sarah vive contra reloj desde que se levanta hasta que se acuesta. En el momento en que abre los ojos, su cerebro se enciende como el procesador de un ordenador”.

Smita vacía letrinas, veinte cada día. Lo hace con sus propias manos, como lo hacía su madre y antes que ella su abuela. Es el papel que la vida le ha tatuado en la piel. Está casada con un buen hombre y tiene una hija.

Giulia es la más joven, al terminar el instituto decidió atarse con ganas al negocio familiar, hoy en retroceso: la fabricación de pelucas con pelo natural.

Sarah es una abogada de éxito. Ha luchado mucho para ascender en ese mundo de hombres. Dedica muchas horas y mucho esfuerzo a su trabajo, tiene la impresión de que se lo roba a sus hijos.

Parece que la tarea más dura es la de Smita, es quizás la más impactante, pero la ocupación de Sarah es también ingrata. Más limpia, más elegante, no cabe duda, aunque solo en apariencia, si escarbas un poquito en ella, te das de bruces contra algo podrido.

Un poema corre en fragmentos junto al texto de la novela, canta el arte de crear una peluca  o un tapiz, metáforas de la escritura con las que se crean y unen historias.

La escritora quiere denunciar las dificultades de ser mujer hoy en todo el mundo. Una novela de mujeres, aunque no estamos ante un panfleto feminista. Los hombres tienen un protagonismo menor, pero no son enemigos. Estas mujeres no luchan contra ellos, combaten contra los papeles asignados por la costumbre.

Smita tiene una hija, Su hija es hermosa. Tiene los rasgos delicados y el pelo largo hasta la cintura. Smita se lo desenreda y se lo trenza todas las mañanas.Eso leemos en las primeras páginas y avanza el valor simbólico del pelo en el libro, aparentemente algo frágil, que si se une en mechones adquiere mayor consistencia, y si estos mechones se unen entre sí alcanzan gran resistencia, firmeza y solidez.

La trenza simboliza la unión de tres luchas, cada una en un lugar, pero para el que lee se alimentan entre sí. En el primer mundo los problemas son muy distintos de los del tercer mundo, pero la raíz es la misma: la percepción de injusticia es común.

La novela perfila tres heroínas sencillas,  de vidas diametralmente opuestas, confrontadas a situaciones complejas en un momento de su existencia. Las tres rompen con lo establecido. Las realidades de estas tres mujeres se entrecruzan sin que ellas lo sepan, como los mechones de pelo al hacer una trenza. Se trata de mujeres animadas por la rabia de vivir.




domingo, 7 de febrero de 2021

Recuerdos de un jardinero inglés

 



“Mirando por la ventana, el anciano vio que la niebla del amanecer se había disipado, como si se hubiese levantado una cortina de gasa para revelar los coloridos detalles de un escenario teatral.”

Detrás del telón el octogenario señor Pinnegar, apoyado en sus confortables almohadones, ve cómo se despierta la viveza del jardín. Desde ahí recuerda su vida y recuerda  el mundo que la ha contuvo. Sin asperezas, sin ninguna reflexión política o social, vamos recorriendo este mosaico que atraviesa el paso del siglo XIX al XX y se adentra en éste.

El señor Pinnegar contempla los parterres entre los que se ha desarrollado su existencia entera. Él formaba parte de aquel parque al que entregó su alma y del que extrajo la esencia de su vivir.

Había llegado al final. No tenía mucho, pero tenía lo suficiente. Pensaba que las posesiones solo daban unas responsabilidades que él desdeñaba. No dependía de nadie. Vivía sereno porque a su edad la gente ya no se acalora, además su futuro ya no le suponía ningún problema.

Recién nacido lo dejaron en la puerta de los Pinnegar  Pero esa era una vieja historia, ya no vivía nadie que hubiera sido testigo de aquello. Había nacido con un problema en el pie, pero aquello no impidió que correteara como los demás muchachos. Incluso se deshizo en parte de un complejo de inferioridad, siendo el mejor patinador sobre el canal helado.

Reginald Arkell apenas nos deja en su novela unos pocos cabos con los que tejer esta vida. No estamos ante un texto prolijo, sino más bien ante un pequeño manojo de suaves pinceladas, que nos dejan un panorama lleno de huecos. Pero somos capaces de recrear el mundo del jardinero.

Su maestra de escuela espoleó su arrebato por las flores silvestres. Y ese fue el principio de todo. Ella fue la madre de la pasión que acompañaría al joven Herbert para siempre: sacar de las entrañas de la tierra una belleza escondida.

“Es curioso cómo suceden las cosas. Nunca sabes qué será lo mejor para ti a largo plazo, y el largo plazo es lo que cuenta.”

Es muy cierta esta reflexión que se hace el viejo jardinero. Muchos de nosotros seguro que podemos recordar algún momento que hizo girar nuestra vida y la condicionó para siempre. Para él lo mejor a largo plazo sin duda estuvo en aquel concurso anual de flores. Acudió con un ramillete de brotes acuáticos, que le hicieron  ganar el primer premio.

Allí la señora Charteris, acompañante de los jueces, le pidió que le ayudara con su nuevo jardín. Allí surgió un amor mudo por la mujer y una devoción incondicional a las plantas que ella adoraba.

El joven Herbert se convirtió en Bert Pinnegar, ayudante de jardinero. Mucho tiempo tendría que transcurrir hasta que consiguiera llegar a la jefatura, avanzando puesto a puesto en el rígido escalafón de la plantilla.

Durante toda su vida se parapetó en el trabajo y renunció prácticamente a vivir. Uno no sufre si no arriesga, y él no arriesgó. 

Era como si se acercara a las rosas protegido con fuertes guantes, las espinas no le pincharían, pero tampoco podría sentir el dulce tacto de los pétalos.

Herbert  ha contemplado la vida pasar; las estaciones se suceden entre las plantas. Vive lo que le va cayendo, desde las guerras que asolan su país hasta sus pequeños triunfos como experto jardinero. Y como hombre ha derramado en el libro mucha sabiduría.

Perfectamente marcados por el autor, los años van desplomándose sobre él. Y van cayendo también sobre su entorno. Se producen cambios que le cuesta aceptar, pero que soporta resignado. Puede empeñarse en que se sigan plantando begonias porque siempre se ha hecho así, pero no se rebela ante algunas arbitrariedades que le toca sufrir.

Nuestro jardinero es lo más parecido a un gran árbol que deja que lo cubra la nieve, que lo moje la lluvia, que lo abrase el sol. Sin que nada lo inmute.

Herbert Pinnegan hizo del trabajo en el jardín su vida y del esfuerzo su único fin. ¿Qué sucedería cuando todo aquello acabara?¿No sentiría el escalofrío de la soledad?

Como tantas de las circunstancias que nos rodean el jardín viste dos caras, detrás de la belleza se esconden las malas hierbas y las plagas.  El jardín simboliza la vida, que acoge desde lo más hermoso hasta lo más detestable.

En literatura los recuerdos son un tema recurrente. Muchas novelas se nutren de memorias. Unas veces la cronología los estructura, como sucede en Recuerdos de un jardinero inglés. Salvo algún olvido más o menos deliberado, los hechos van cayendo ordenados uno tras otros en cada página. En otras ocasiones el autor nos hace caminar por el territorio informe de la evocación, donde las situaciones se confunden, donde solo tenemos retazos.

Arkell no escarba en Pinnegar, no palpa su piel, apenas nos hace sentir su calor. Quedan muchas preguntas: ¿Qué es de este hombre en la soledad de su hogar? ¿Con quién celebra sus alegrías? ¿En qué pecho hunde su cabeza? ¿Dónde está su familia?