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lunes, 15 de abril de 2019

Esperando a míster Bojangles


2015 en francés, 2016 en español.
Mi padre me había dicho que antes de mi nacimiento, su trabajo consistía en cazar moscas con un arpón. Me había enseñado el arpón y una mosca aplastada.

De esta manera se inicia Esperando a míster Bojangles, una novela que nos sumerge en una realidad que no se reglamenta con las normas convencionales.

Con una ingenuidad deliciosa, un niño nos va contando su infancia junto a su madre y a su padre. Estos no se ajustan en absoluto a la idea que nos venden de los buenos progenitores, pero, sin embargo, a muchos nos hubiera gustado, al menos en alguna ocasión, tener una familia como esta, que rezuma amor. Me podría imaginar la reacción de Asuntos Sociales,  si supieran que tras las frecuentes fiestas nocturnas en casa, por la mañana el pequeño se hacía enormes ensaladas de fruta con los restos de los vasos de sangría.

Te vas metiendo en la atmósfera del relato y desearías que la vida pudiera ser así de fácil. No tienen problemas económicos, el padre dejó ese primer oficio de cazador de moscas, para abrir un gran número de talleres automovilísticos: un senador amigo creó la inspección técnica de  vehículos y, consiguientemente, desencadenó la necesidad de negocios de reparación de coches. Al poco tiempo el padre vendió todos los talleres y se dedicó a vivir de las rentas. Con eso obtuvo el aplauso de la madre, porque ahora trabajaría menos y pasaría más tiempo en familia. Bourdeaut engarza de forma implacable cada elemento para hacerlos creíbles. 

Me he dejado abrazar por la fantasía y el humor: una montaña hecha con la correspondencia sin abrir se alza en la entrada de su casa; un pájaro revolotea libre por el hogar, es como  un miembro más de la familia; a veces la cocina se convierte en una laguna cuando la madre se da cuenta de que las muchas macetas que crecen allí están secas y las anega; la cara de Claude François en un poster se utiliza por padre e hijo como una diana. En la casa cada día había montones de invitados, recibían también en el castillo que poseían en España. Si la expresión “castillos en España” en francés tiene el sentido de quimeras, ¿no puedo adivinar ahí un guiño del autor?

¿Y la escolarización del pequeño? En esa escuela tan tradicional a la que asiste, la maestra amenaza a la familia, podría perder el tren, el tren de la vida ordenada, si continúa faltando. Pero la madre le responde que por nada del mundo podría permitir que su hijo se privara del espectáculo del florecimiento de los almendros, solo porque tiene que ir a clase.

Son imágenes que generan afecto, sorpresa  y cierta envidia, porque no son como las que aparecen en nuestro entorno.

La fantasía no es frecuente en la temática de mis lecturas, quizás estoy demasiado acostumbrada  a deambular cerca del suelo. Al comienzo de esta novela, trataba de buscar anclajes con la realidad a modo de explicación de lo que estaba sucediendo: son unos recuerdos transformados por una mente infantil que se complementan con la transcripción de los cuadernos secretos del padre. 

El muro de la fantasía se desploma al final del relato. 

Para el novelista es un derrumbe con sombras y luces, por ese orden. Para mí es la corroboración de una certeza que me persigue: lo maravilloso dura poco.

Este escritor ha dado más peso a la ilusión. 

Olivier  Bourdeaut lanza una cometa al escribir su libro,  y yo he agarrado su hilo al leerlo.

Quizás lo que yo interpreto nada tiene que ver con lo que él proyectó. Quizás tenga que dejar crecer otra mirada.

La novela se estira en su contenido con la canción que encierra el título, y con la que bailan, enamorados, el padre y la madre: Míster Bojangles. En ella este bailarín es capaz de saltar muy alto, y apenas tocar el suelo después; pero vienen malos tiempos para él.
Y HAY QUE SEGUIR BAILANDO MR. BOJANGLES.

lunes, 8 de abril de 2019

Los asquerosos





Los asquerosos somos nosotros.
Casi sin darnos cuenta, hemos contratado una hipoteca vital que estorba nuestra existencia. Pagamos muy caro lo que creemos nuestro bienestar. Manuel, el protagonista del libro, se ha liberado de ese peso, y ha sido el azar el que se lo ha permitido.
 “Nació en Madrid en 1991. Su padre era uno que le daba igual a todo el mundo”. Así empieza el libro. Con 24 años, tras un incidente fortuito con un policía, tiene que huir de Madrid. Con la ayuda de su tío político, se refugia en Zarzahuriel, un pueblo abandonado.
Allí va a iniciar una nueva vida, en la más absoluta soledad. En un principio.
A pesar de que Santiago Lorenzo en el propio texto lo desvincula de los solitarios más clásicos, yo no he podido evitar pensar en Robinson Crusoe, construyendo, metódico, su refugio en la isla con los restos del naufragio. De la misma manera la nueva morada de Manuel se va creando con los desechos de los que se fueron; tras el hundimiento de una forma de vida.
Aunque es verdad que hay algo sustancial que distingue a ambos personajes: el de Daniel Defoe anhela el rescate; el de Santiago Lorenzo realiza una voluntaria huida hacia la soledad. Una soledad profunda e intensa; con elementos que la hacen bella. Resulta paradójico que durante su vida anterior Manuel se esforzara tanto por tener compañía, sin conseguirlo; mientras ahora se ve realizado en su aislamiento.
Manuel vive solo, y eso no es fácil. Nos han obligado a creer que debemos estar con alguien para ser feliz.    
No le resultaba difícil llenar el tiempo en aquel aislamiento semivoluntario. Uno de sus entretenimientos era matar moscas con una goma elástica. O mirar la chimenea: “El fuego es el futbolín del solitario”, así lo explicaba a su tío con quien hablaba una vez al día por teléfono. Este es también el que le solucionaba los problemas de intendencia. El ingenio y la inventiva de Santiago Lorenzo lucen en cada pasaje, se adivina un trabajo concienzudo, y sistemático, diría yo. Me imagino que también ha debido ser una tarea placentera, al resolver hasta los detalles más nimios. Seguro que se ha peleado también con las palabras, pero no lo parece.
Aunque el personaje vive en estrecho lazo con la naturaleza, no es un militante. No conoce los nombres de las singularidades de su entorno natural. Él no quiere estudiar, no quiere hacer proselitismo, quiere vivir.
Hay un viraje en la trama: llegan vecinos. La vida de Manuel se trastoca. Los recién llegados son la mochufa. Vienen a disfrutar al campo pero se traen la ciudad metida en los bolsillos. Son descritos con mucha rabia. Son reconocibles para cualquier lector: tienen algo de cada uno de nosotros.
Manuel intenta sacar el máximo provecho a todo lo que tiene a su alrededor. ¡Qué lejos del derroche que nos identifica hoy a tantos de nosotros! Descubre después de dos meses sin lavarse la cabeza que el champú es “un compuesto premeditadamente adictivo para forzar su fidelización”.¡Se puede (se debe) prescindir de tantas cosas!
Manuel intentaba con una y otra metáfora explicar a su tío cómo se sentía, era difícil, pero consigue transmitirle la idea: ESTABA COMO DIOS.

lunes, 1 de abril de 2019

Corazón que ríe, corazón que llora


El texto refleja cómo la identidad antillana de Maryse Condé se va abriendo paso en ella, rompiendo capas de prejuicios familiares y sociales. Es como esas flores de raíz muy profunda que surgen a la luz a través de un largo camino bajo tierra.
 Un relato con un dulce aire naif, pero lleno de honestidad, compromiso y  fuerza reivindicativa.
En esta novela, hecha de recuerdos de infancia y de primera juventud, se plasma de qué manera un colonialismo ahoga injustamente una identidad, la antillana.
El potentado tiende a silenciar al que puede menos. Es una vieja historia que se actualiza con demasiada frecuencia.
Maryse Condé comienza el libro relatando que para sus padres la Segunda Guerra Mundial, constituyó un periodo sombrío. Y no, como se podría imaginar, por las terribles situaciones que arrastró la contienda, sino porque se vieron privados de sus habituales viajes a Francia, durante siete años.
Durante aquellos viajes familiares, los camareros de París mostraban su asombro por lo bien que hablaban francés a pesar de no ser blancos. Sin embargo eran tan franceses como ellos. Y además eran mucho más cultos, señalaba la madre, con cierta rabia contenida. Se sentían altivamente inferiores.
Maryse, aunque era pequeña, sentía pena por sus mayores. Su hermano Sandrino, como siempre, sería el que  le aclarara las dudas; y le explicó que sus padres querían ser lo que no podían ser porque detestaban lo que eran.
Procedían de Guadalupe, pequeño archipiélago de las Antillas, un territorio francés en ultramar. Allí disfrutaban de una existencia acomodada, clasista y racista. Vivían de espalda tanto a blancos y mulatos como a los más desfavorecidos de su propia raza. Allí remedaban la vida del otro lado del Atlántico.
La pequeña Maryse vivía, estudiaba, jugaba en el exclusivo cosmos que le correspondía, el que su entorno había creado para ella. Se desarrollaba de espalda al Caribe: a su cultura, a sus gentes, a su situación socio-política. Y surgían preguntas, pero en casa no había respuestas.
Con 13 años, en la tercera o cuarta visita a Francia con sus padres, Paris no le parece la capital del mundo. Echa de menos su tierra. Se vislumbra un cambio en ella. Se hace muy crítica con su familia y con su mundo burbuja.
Se ve confrontada a hacer  en París un trabajo escolar sobre un libro que trate de su país. Puesto que son los años 50, y aún no ha surgido la literatura antillana, no sabe qué libro elegir; y recurre a su hermano, que  le aconseja leer a un autor de la Martinica. A través de él, Maryse descubre las duras condiciones de vida de los negros en el campo. Para ella, hasta entonces, el campo solo era un lugar de vacaciones. Aquí sitúa la escritora el germen de su concienciación política.
Empieza a ser consciente de que no conoce las verdaderas Antillas. Las que ella ha vivido hasta entonces  son solo un calco de Francia.
En casa todo va cambiando: sus hermanos ya no viven allí, sus padres se hacen mayores, hay un manifiesto deterioro…  Quiero intuir la metáfora de un mundo que se resquebraja para la adolescente Maryse. Es el momento de abrir la puerta a su futuro y se ve con dos alternativas: seguir la voluntad paterna o crear su propia senda. Opta por crear su surco particular, lleno de compromiso.
Original en francés 1999, en  español 2019.