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sábado, 23 de julio de 2022

Nudos y cruces

 



Los hilos en la urdimbre de esta novela se van engrosando en el paso de las páginas con apuntes reveladores que caen y captan nuestra atención. Esos primeros filamentos se van cruzando con otras hebras y conforman nuevas intrigas que se atan a la primera. 

El contenido de Nudos y cruces se va haciendo más denso según vamos leyendo.

El tejido se espesa más y más, nos oculta lo que hay detrás. Nada sabremos hasta que lleguemos al final. Un final siempre tranquilizador, lo habitual en la novela policiaca, allí se desvela el que ha originado el mal, allí se limpia el daño y allí se recomponen los pedazos rotos.

Aquí va a quedar alguna transgresión sin castigo, quizás porque se ha deseado imitar la vida donde no todo siempre termina pulido, y quizás porque  haya pesado menos la culpa de alguien que el daño que se pudiera causar a un inocenaños en Edimburgo. Cuando empieza la novela está ante la tumba de su padre, está lloviendo[…] –cómo no- […], parece lamentarse Ian Rankin, autor, escocés como su detective.

“Condujo despacio, enojado por haber vuelto a Fife, aquel lugar del pasado, de los buenos tiempos que nunca lo habían sido, […]

El pasado le quema a Rebus, tardaremos en saber el porqué. Los datos de su vida van cayendo lentos, como esa lluvia que le empapa los zapatos. Está divorciado y tiene una hija de doce años. Tiene un hermano, Michael, que se dedica a un espectáculo centrado en la hipnosis, y que disfruta de una vida acomodada y en armonía. O eso es lo que cree John, pero como en la vida las cosas no van a ser siempre lo que parecen.

El caso se abre camino en las primeras líneas: el secuestro y asesinato de varias niñas de edades próximas a las de Samantha Rebus, la querida pequeña del policía.

Querida aunque en algún momento se refiere a ella con estas cáusticas palabras: […] su hija, caprichoso resultado de un orgasmo entre gruñidos, un orgasmo en el que un afortunado espermatozoide había alcanzado la meta.” Y continúa confesando: “cuando seguramente su mujer ya estiraba el brazo para alcanzar el libro que estaba leyendo, quitándose de encima.”

 Ni Rebus ni el relato rezuman ventura. La obra está teñida de una mirada existencialista que percibe angustia, duelo y desesperanza cuando contempla zonas de la realidad.

 Se divide el texto en cinco partes, encabezadas por cinco enigmas, cuyo significado iremos dilucidando poco a poco. Ian Rankin hace, muy posiblemente, un homenaje a la ficción literaria que surgió en el siglo XIX, sobre crímenes y delitos, base de la novela negra de hoy. Consistían en un enigma que se develaba, poco a poco, a medida que transcurría la historia. Al llegar al desenlace el misterioso delito era develado.

 En su obra hay mucho más que el juego de incógnitas propio de los textos del novecientos, Rankin sale a las calles de Edimburgo y dibuja la otra ciudad, la que los turistas no ven; frecuenta los bares de las zonas donde se busca pitanza para acallar el hambre de esos perros que muchas veces nos ladran dentro.

"Gill le miró, pero él observaba por la ventanilla a los borrachos noctámbulos que sorteaban obstáculos del suelo en Lothian Road en busca de alcohol, mujeres, felicidad. Para algunos era una búsqueda interminable; entraban y salían tambaleándose de las discotecas y los pubs, de las tiendas de comida para llevar, royendo los huesos empaquetados de su existencia. Lothian Road era el vertedero de Edimburgo. Pero también contaba con el hotel Sheraton y el Usher Hall."

 Este es el Edimburgo que Ian Rankin quiere mostrarnos, de naturaleza esquizoide, recordando la obra de otro escocés El extraño caso de Dr Jekyll y Mr Hyde. La ciudad goza de mucha más envergadura que un simple marco donde se desarrollara una acción, la población escocesa es un personaje más. Está viva, es como un animal enorme, abre sus tragaderas y nos muestra sus oscuridades, las cierra y descubre una piel reluciente. Por ella resbalan los visitantes que admiran sus piedras en exposición, fotografiando sin ver.

Un relato amoroso se intercala y dulcifica el ambiente lector, te reconcilia un poco con la existencia inclemente que arrastra a John Rebus. “La vida valía la pena. A veces.” Dice él mismo cuando intima con Gill. La mujer es una policía inteligente e intuitiva, con una cierta atracción por las personas que se asientan en los márgenes, que habitan oscuros precipicios; como John Rebus.

Como en tantas novelas de detectives los sospechosos –todos falsos- van cayendo ante nosotros. Se encuentran hasta dentro del cuerpo policial. Ahí Rankin apuesta fuerte, da escalofríos pensar que la maldad sale de sus límites geográficos y se podría adentrar en territorios vedados, donde nunca la imaginaríamos. Hasta nos hace dudar de Rebus. Todo creíble.

El autor juega a abrir compuertas, a mezclar el espacio del bien con las zonas del mal. Su asesino puede estar asentado entre la gente corriente. Cuando se peleaban con informes y comprobaciones, pero con ninguna pista certera, comentaban que su asesino en esos momentos quizás estuviera terminando de cenar, “[…] ese tipo podría ser un don nadie, en apariencia respetable, casado, con hijos, el ciudadano medio, un trabajador, pero con un loco en su interior; así de sencillo.”

Esto estaba ya en Patricia Highsmith, sus asesinos muchas veces salían de los medios que te daban más confianza.

“Había delitos por doquier. Eran la fuerza vital, la sangre de la vida: engañar, eludir, esquivar a la autoridad, matar.” Esta es la teoría descorazonadora y cierta que lanza Rankin.

Mientras los agentes manoteaban en el aire sin nada sustancial a lo que agarrarse para encontrar al asesino de niñas, una pista se eleva. La historia avanza. Alguien había visto un Ford Escort azul claro en las inmediaciones de las zonas donde las niñas habían desaparecido. Era poco, pero tenían un punto de partida, como la sardina que se arroja al delfín para que haga sus cabriolas.

John Rebus también está perdido, no tiene un hilo desde el que tirar. Él no es un policía  héroe, es un hombre vulnerable.

“La vida de Rebus estaba llena de misterios y el último de ellos era adónde iban a parar su cuota diaria de reserva de diez cigarrillos”. Un reflejo de humor entre tanta desolación. Esos casos absorbían las mentes y la sangre de los policías: eran niñas.

En la novela no hay sangre, no hay grandes truculencias, hay mal, hay dolor, hay locura.