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domingo, 27 de diciembre de 2020

El tranvía de Navidad

 

                                                                           

                                                                           2020

La lectura de esta novela me ha dejado un cierto poso de decepción. El atinado y duro relato que contiene desfallece en algunos momentos por los frecuentes paralelismos con la historia de la Navidad, algo postizos y faltos de originalidad.

Las semejanzas son evidentes: un recién nacido que ha visto la luz en condiciones miserables, un tranvía trasmutado en cometa guiadora y hasta un mago. Pero los ejemplos no se acaban ahí, habrá muchos más.

Todo se desarrolla en una jornada; el 24 de diciembre por la tarde, cuando van subiendo al tranvía una serie de personajes, que militan entre los derrotados de la colectividad. Se sorprenden con la presencia de un recién nacido abandonado en los asientos traseros: “Movía las manitas […] con esas palmas rosadas que semejaban frutos recién pelados en contraste con la piel negra […]”. Lo habían colocado envuelto en una manta, atada con un nudo al respaldo para que no se cayera con una posible frenada brusca.

El tranvía número catorce conecta el centro de la ciudad con la primera periferia. La que aloja a los desheredados, a los solitarios, a los desvalidos nacionales. Porque existe otra periferia más allá, más profunda, más desconocida: la que alberga a los emigrantes, un territorio donde ningún medio de transporte se aventura.

Un tranvía es esclavo de las vías por las que discurre. A eso le da vueltas el conductor, que envidia la mayor capacidad de movimiento de un autobús, que se desplaza libre sobre sus neumáticos. Un tranvía va “sin sorpresa, sin otros horizontes”, como muchos de sus usuarios, que viven atrapados en su destino desgraciado.

Ha caído la tarde, ya son pocos los que suben.

Una pareja. Ella vende su amor por algo de cena. Él es un viudo y abraza esta última oportunidad de farsa pasional. Se ha teñido el pelo, se ha comprado ropa colorida en el mercadillo; sabe que antes que él la vistió gente que ya murió.

Filippo vuelve de trabajar. En realidad se llama Noel, pero su caprichosa patrona ha preferido llamarlo así, aprovechando que es filipino.

También retorna a casa un viejo que vendía paraguas, que vivía siempre apurado por las previsiones meteorológicas, cuando no eran de lluvia. Por la mañana viaja junto a otros muchos que acuden al centro a buscarse la vida, se desplazan apiñados, tan pegados que forman un solo cuerpo, como una masa que se expande hasta el más pequeño rincón del vehículo. Al llegar a destino el grupo compacto se deshace en pequeños cuerpos todos diferentes y todos muy iguales.

Sube luego el joven africano William, que ha venido buscando un buen lugar para crecer, pero que solo ha tropezado con incomprensión y crueldad; incluso entre sus compañeros de gueto. No ha visto más que desengaño en la franja de mundo que ha recorrido desde África a Europa. Esa tarde en la parada considera su mísera existencia sin futuro ni ocupación, que tanto contrasta con  “la ciudad histérica de tráfico por las compras de última hora” que le rodea.

Llega un mago que ha perdido la magia. Sus trucos dejaban al público boquiabierto, pero ahora ya no, el olvido se ha instalado en él.

Por supuesto no faltan los desalmados, solo aprendices en esta ocasión. Desprecian al emigrante, seguro que no saben bien por qué.

La enfermera vuelve a casa también, en su pensamiento se acomoda la anciana que cuidaba, que acaba de fallecer. Una gran lectora, que le dejó sobre la mesilla un mensaje en forma de libro: Cuento de Navidad. A la sanitaria el bebé le recuerda a una joven que vive en la calle, que comparte acera con una anciana demenciada.

El último que se instala en el tranvía compraría su dignidad con tan solo cinco euros, pero no sabe dónde está su billete.

 

 

 


jueves, 17 de diciembre de 2020

Jauja


La novela se abre con una noche de estreno en el Teatro Lliure de Barcelona. María Broto, una actriz de éxito en la cuarentena ha triunfado como protagonista de El jardín de los cerezos de Chejov. En el patio de butacas todos aplauden enfervorecidos, el autor enfoca a alguien entre los espectadores: Rafael. La actriz y él se criaron en el mismo pueblo, Valdecádiar. A pesar de que hacía mucho que no la veía, la ha reconocido enseguida. Al contemplarla, muchas caras y muchas vivencias han volado hasta él. La aborda a la salida y ella lo confunde con un admirador pegajoso, y quiere quitárselo de encima rápido, pero Rafaelín viene con una triste misión, tiene que comunicarle que su padre, Teodoro Broto, ha muerto.

María y su padre no se trataban desde hacía muchos años.  No supo perdonarle y rompió con el pueblo y con él. En un principio por rencor ella misma se prohibió pensar en su pasado, estaba dolida; más tarde todo su ayer fue desvaneciéndose porque María estaba demasiado ocupada en vivir su vida, en buscar su propia identidad. Su padre falló al negarle la verdad y ha caminado desorientada. Por fin Rafael le descubrirá esa verdad.

La noticia de la muerte del padre suscita en la hija un huracán de sensaciones. El paisano le propone acompañarlo hasta Valdecádiar, para asistir al funeral al día siguiente. Serán solo unas horas, volverán a tiempo para la siguiente función.

La noche de María se puebla con el debate, no sabe si quiere ir o no. Finalmente decide que se agregará al viaje. María siente que por lo menos una vez en la vida hay que mirar a la verdad a la cara. Es algo que dice su personaje en la obra y le viene en este momento a la cabeza. No va a ser la única vez en la novela que esta réplica aparezca en su mente. Parece un descuido del escritor.

No visitaba el pueblo desde hacía unos treinta años. Para ella los momentos despreocupados que vivió  allí son jauja. En el libro cada personaje tiene su propia jauja. Para su padre o su abuelo, o para los más mayores, está más ligado al bienestar económico; que para muchos estaba en la emigración a la gran ciudad.

El pueblo no existe en realidad, es un espacio imaginario construido con trozos de otros pueblos aragoneses, incluido el de los abuelos de Use Lahoz, en el que él pasó muchas temporadas. El escritor aseguraba en una entrevista que la obra es pura ficción. Aunque dice también que el origen de la novela está en una noche de teatro en la conocida sala barcelonesa, algo que quedó allí guardado en su memoria, y que se fundió luego con sus experiencias. Porque en toda obra de ficción está siempre el escritor de una u otra manera.

Cuando la hija rompió los lazos con su padre, cerró una puerta en falso. Rafael ha venido a abrirla de nuevo. Por ahí ahora en la novela se van a colar la vida en Valdecádiar de Teodoro; de Zacarías, su padre; de la madre, Amparo y de la tía Gracia; también de Pablo Peñalver y de la propia María. Y la vida de todos ellos en Barcelona. Porque el libro se mueve entre estos dos espacios preferentemente, aunque asimismo volamos a Montoro o a Málaga para conocer el devenir de Gloria. Es una novela coral.

Jauja refleja con una cierta carga crítica las diferencias de vivir en una España de pueblo y una España de capital durante la segunda mitad del siglo XX. Use Lahoz nos hace testigo en cierta medida de la transformación de este país durante todos estos años. Nos desplazamos hacia atrás en el calendario, desde el 2016, cuando muere el padre hasta el 1955, la fecha más antigua. Pero no en un recorrido lineal, sino que vamos saltando de fechas: 1977, 86, 90, 92, 66, 75 y en cada una la historia va dando un giro relevante.

Descubrimos esa España como si hubiéramos entrado en una casa cuyos dueños acabaran de fallecer, hurgamos en cada rincón, en armarios y cajones. Se desvela mucho dolor, también felicidad, pobreza, fascinación, pactos de silencio, intolerancia, imposiciones, mentiras.

Rafael se convierte en la llave de un pasado que María desconocía y que le va a cambiar su percepción de las cosas. Pero el pasado no siempre viene con cara amable, en ocasiones viene con ganas de molestar. Como decía la tía Gracia. En efecto el pasado puede ser un invitado incómodo o un invitado anhelado. El pasado puede ser una cueva oscura en el que no queremos penetrar, porque tenemos miedo de lo que podemos encontrar allí. En ocasiones, aunque deseemos recordar, desde nuestro presente ya no podemos recuperar el ayer, que percibimos desenfocado. 

Creemos que el futuro es lo que se nos oculta, pero muchas veces el pasado es más imprevisible que el futuro. Eso es lo que le pasó a María. Y ahora que lo ha conocido es tristemente consciente de que aquello ya no está. Su jauja ya no existe. Valdecádiar es el paraíso perdido de María Broto.

Pero de sus ruinas ha florecido una nueva mujer. 

miércoles, 9 de diciembre de 2020

Un tío con una bolsa en la cabeza

 

2020

Un tío con una bolsa en la cabeza, una novela policiaca sobre la corrupción. Su autor, Alexis Ravelo, manejando una voz propia, consigue sacarle destellos novedosos a esta combinación de género y tema.

Uno de esos brillos nuevos reside en hacer coincidir detective y víctima en una misma persona: el protagonista. “Pero si no salgo, si no voy a salir y me voy a morir aquí, en el suelo del salón, amarrado y con una bolsa en la cabeza, tiene bemoles la cosa: eso quiere decir que entonces estoy aquí investigando mi propio asesinato.”

La novela es un monólogo. El de Gabrielo, uno de los Cachorros de Colacho.

Colacho era Nicolás Umpiérrez, el último alcalde franquista del pueblecito de San Expósito, en algún lugar del litoral canario. Rico de cuna, se hizo corregidor propulsado por el único deseo de amontonar dinero. Con artimañas poco transparentes convirtió el diminuto villorrio en un importante destino turístico, y supo construir un clan a su alrededor con jóvenes hechos todos de madera canalla. Gabrielo fue uno de ellos. Ahora es él el alcalde.

Al comienzo del relato se encuentra atado de pies y manos sobre el sofá de su salón, lleva la cabeza cubierta con una bolsa azul de las de basura, perfumada. Dos individuos lo cogieron por sorpresa cuando entraba en su casa y, curiosamente, solo le robaron el dinero que llevaba encima, que no era demasiado. Sorprende al propio Gabrielo que no registraran más a fondo la vivienda.

Y como un miserable voy a morir. Como basura. Ya hasta estoy metido en la bolsa.”

A partir de ese momento, Gabrielo, o Gabriel Sánchez Santana, exprime el poco aire que le queda para rastrear en su memoria el posible responsable del asalto. Son muchos los postulantes. Se mueve entre trampas, estafas, tretas, señuelos, sobornos, mentiras. Muchas imágenes del mundo animal que ha visto en los documentales le sirven para reflejar ese universo deshonesto: la musaraña etrusca que lo único que hace es buscar gusanos y moscas para devorarlos, o la hiena que reconoce enseguida el ñu más débil para atacarlo. Así funciona parte de su entorno.

Hasta el sofá van llegando como por oleadas fragmentos de su vida. Gabrielo es un personaje muy bien trazado, es un corrupto, pero también es un ser que sufre, que está solo. Es un malo que en algunos momentos puede resultar hasta entrañable. Es un malo que domina el bisnes del delito, pero aquí lo encontramos burlado y engañado. Es un malo que reverencia a su parentela, siempre que no obstaculicen sus propósitos.

La muerte va medrando por la superficie de plástico azul como la hiedra por un muro en esos documentales en los que usan “time-lapse” para que veas en unos segundos lo que dura días o semanas o meses.

 Así ha visto él su vida toda, y nos la ha mostrado a nosotros.

Una novela muchas veces es una ventana y en esta ocasión el escritor canario nos abre un hueco por el que captamos cada mínimo recoveco de la ciénaga que es la corrupción, donde hombres y mujeres bracean, y donde muchos de ellos se hunden para siempre. La novela es una crítica ácida contra los usos de los malos políticos.

Entre la familia biológica y la familia envilecida que lo enganchó media una gran distancia. Ravelo lo evidencia cuando distingue “el viejo” (su padre) y “el Viejo” (Colacho). Son antitéticos, como lo son Gabrielo y su hermano o las dos esposas que ha tenido.

Pasado y presente se van trenzando en el libro. A veces te olvidas de la situación desesperada de Gabrielo. El propio autor aseguraba hace dos meses en una entrevista en El País que deseaba una novela claustrofóbica pero no tanto que disuadiera de su lectura. Lo ha conseguido, aunque si hubiera provocado zozobra, desazón o ahogo en el que lee sobre alguien que se asfixia, el libro hubiera deslumbrado más. Estoy pensando en Que de lejos parecen moscas, donde, en unas circunstancias cercanas a las de esta novela, su autor sí se atreve a arrastrarnos en el agobio y  la ansiedad.

Domina entre los críticos la idea de que la novela policiaca triunfa porque consigue ordenar el mundo al final del texto. Y es que frente a un mundo real desestructurado, el lector necesita que la realidad de la ficción aparezca organizada, acomodada, resuelta. En este sentido Alexis Ravelo con una afortunada maniobra narrativa nos deja un desenlace con cada pieza en su sitio.

La imagen de la portada es algo decepcionante. La tapa de un libro interacciona con el lector, se dirige a él desde el escaparate de una librería o desde una pantalla. En este caso no se filtra nada del contenido, que es lo sugestivo en una buena cubierta: aquí se adivinan unas manos que aparentan empujar una tela elástica, que no evoca la bolsa que ahoga aquí. Además el personaje tiene las manos atadas. 

La narración se va tensando con las múltiples anticipaciones que te empujan a avanzar. Una letanía de Gabrielo va atando su sofoco: ha reconocido la voz de uno de los asaltantes. Lo repite y lo repite como una cantinela “A ver: la voz del ronero. El ronero. A ese lo conozco yo.”

Más que entre los enemigos, tendría que buscar entre los amigos, y eso es peor.

“Te moriste por dentro ya hace mucho”