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martes, 29 de noviembre de 2022

Miedo


 


Solo en la primera página he contabilizado cuatro veces la palabra “miedo” y un sinónimo “temor”. El resto del libro abunda en ese término que se repite en numerosas ocasiones. Se adhiere en el lector como una sustancia pegajosa.

Doña Irene, sin apellidos por cierto, es una señora bien. Está viviendo una relación extramatrimonial que en realidad, según refleja el texto, no cumple los requisitos mínimos: no es que le procure un placer que no encuentra en su matrimonio, no es tampoco que viva una pasión que ya no existe con el marido, menos aún que disfrute con el amante de la comunión que no es posible con el cónyuge.

Aunque parezca sorprendente, Irene es feliz con su esposo. Son afortunados, responden al modelo que su mundo burgués impone. Él es un reconocido abogado, un hombre valorado e integrado en su entorno. Tienen dos hijos que parecen felices; los padres los tratan poco, lo normal entre la gente de su condición social. Viven con un desahogo económico, que les permite disponer de todo el servicio que facilita su vida en el hogar. Él satisface sus obligaciones como padre y esposo. No puede pedir más, ¿o sí? Quizás Zweig cree que la vida de una mujer debe ir más allá de ser una flor en la solapa de un hombre.

Desde pequeña siempre se ha dejado remolcar; en todo momento hizo lo que le dictaban. Nunca se ha planteado que las cosas pudieran ser diferentes para ella.

Pero parece que en un momento se dejó llevar por el romanticismo dibujado en las novelas, se sintió halagada por despertar el deseo en alguien, además él valoraba sus opiniones en el mundo del arte. Él que era un artista, cuando ella en realidad no creía tener gusto para la música y tampoco confiaba demasiado en su sensibilidad para el arte.

Tras los primeros encuentros se desmoronó el amor idealizado, la torpeza de él, sus gestos bruscos en el manejo del deseo la decepcionaron. Pero eso no quebraba la inercia de la infidelidad.

En cada cita, los últimos minutos con el enamorado se hallaban muy lejos de la pasión y demasiado cerca del atropello que le imprimía la prisa de ella por abandonar ese lugar. Le inquietaba que al abandonar aquel domicilio alguien pudiera reconocerla. Eso podía costarle la armonía, el sosiego sobre los que se asentaban su vida.

Y sucedió. Un enojoso encuentro acarrearía un chantaje mortificante.

Su miedo ahora sí es real, ya no es la posibilidad de que alguien la descubra, ya lo sabe esa mujer que puede hacerle mucho daño. El miedo ahora es fruto del sentimiento de culpabilidad y vergüenza por engañar a su esposo y es fruto también del riesgo que corre de perder todo lo que ha conseguido. Aunque ¿ha conseguido ella algo en la vida o se lo ha encontrado todo depositado a sus pies, sin haber realizado ningún esfuerzo?

La dura experiencia le abre muchas ventanas a una realidad de la que vivía ajena, ella se limitaba a seguir las reglas de conducta que le correspondían a una hija y después a una esposa dentro de su grupo social.

Somos testigo de un final sorpresivo, aunque se encuentra dentro de una cierta lógica. A lo largo del relato Zweig va dejando apuntes que no nos llaman demasiado la atención, pero que cuando hemos acabado la lectura brincan ante nuestros ojos, ahí estaba la respuesta.

En la portada el dibujo de una tetera resquebrajada; está abierta, la tapa reposa justo al lado, boca arriba. Tras la lectura de la novela, he observado detenidamente esta imagen, porque en ella veía la historia de Irene.

[…] el mismo ardor que producen las heridas antes de cicatrizar para siempre” Estas son las últimas palabras de la novela. Una cicatriz siempre recuerda que hubo una fisura, un desgarro. Es como una porcelana que se encola, siempre muestra los trozos pegados. En el libro también quedan las huellas de una situación rota. ¿Serán capaces de olvidar? ¿No verán el pasado al mirarse a los ojos?

La historia se mantiene viva dentro de nosotros al concluir la lectura.

Stefan Zweig arremete contra esta sociedad masculinizada, donde la mujer es un objeto ornamental. Los hombres ahogaban la iniciativa de las mujeres con falso bienestar. Ellas no tenían voluntad, jugaban en el mismo carrusel desde pequeñas. Irene es como una niña en un cuerpo de mujer. Sus reacciones son infantiles porque no la han dejado crecer.

La novela reproduce un mundo de hombres que al autor parece no gustarle. Se convierten en protectores de las mujeres sin preguntarles nunca si ellas desean ser protegidas.


miércoles, 16 de noviembre de 2022

El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes

 

 “Aquella mañana en que la odiaba más que nunca, mi madre cumplió treinta y nueve años. Era bajita y gorda, tonta y fea. Era la madre más inútil que haya existido jamás.”

“Me acuerdo de mi madre todos los días, tal y como le prometí a orillas del Océano. Procuro no mentir.”

Doscientas treinta y ocho páginas –las que más o menos componen esta novela- separan estas dos citas.

Son la misma madre y el mismo hijo, al menos para los de fuera, al menos en los papeles administrativos. Pero al final de nuestra lectura son seres distintos de aquellos del comienzo, surgen renovados. Han viajado desde un brutal desencuentro que los desbarataba hasta una comunión en la que se borran los contornos entre los dos, en la que llegan a intercambiar los papeles habituales del cuidador y del cuidado.

El amor del hijo va creciendo ante nuestros ojos creciendo desde el odio más profundo. El contraste lo agranda. Representa el alumbramiento de un nuevo sentir.

El libro distribuye su materia en 77 capítulos, en general breves, algunos de apenas una línea. En estos Aleksy va deslizando imágenes de lo que representan los ojos de su madre para él. Todas ellas se encuentran agrupadas en uno de los capítulos finales, con leves alteraciones. Representan una jaculatoria pagana dirigida a la madre.

Aleksy relata en primera persona aquel verano que pasó con ella. Lo observa todo desde su momento actual, cuando tiene la misma edad que su madre en aquellas vacaciones. Escribe desde una edad adulta muy rota. Cuando se pone a redactar han transcurrido unos veinte años, que se han ido llenando de ternura, de pasión, de abundancia, de excentricidad, de dolor, de mucho dolor.

La primera persona supone una gran cercanía entre lector y narrador, que habla desde el interior, que llena de subjetividad la novela. Todo circula alrededor de lo que piensa, de lo que siente el sujeto.

Los detalles, los hechos importan menos porque nos movemos en el territorio de lo que siente el que habla. Utiliza una lengua propia, que muchas veces escapa a nuestro intelecto, pero que sentimos con el corazón. Si cada lengua encierra una cosmovisión, en este libro se esconde la de Aleksy.

La narración comienza cuando se termina su periodo escolar en un correccional. Su madre no parece muy contenta al ir a recogerlo. Él la hace esperar en la acera, la observa desde la ventana, la odia. Para los demás padres no tiene una mirada más complaciente: “Un triste hatajo de perlas falsas y corbatas baratas, venidos a recoger a sus hijos defectuosos, escondidos de los ojos de la gente.” Su mejor amigo se despide diciéndole que no se suicide ese verano, el segundo se hallaba allá abajo plantado “como una mierda de perro”. El colegio era tan horrible que en él “no aguantaban ni las infecciones.”

Todas sus palabras están cubiertas por un velo de negatividad, habla su rabia, su resentimiento, su falta de amor, el infortunio que ha sido su vida. Canta su propia canción, llena de sarcasmo.

Una atmósfera aborrecible y lúgubre baña estas páginas, con la excepción de aquellos meses con  una luz muy brillante que lo inundará todo y más tarde dará paso a la oscuridad total.

La madre tiene que prometerle algo que desea mucho para que acceda a acompañarla a un pueblecito francés junto al océano. Hasta transcurridas unas páginas más no sabremos realmente la verdadera razón para estas vacaciones.

Desde su relato descubrimos –intuimos más bien-  mucho de lo que pasó antes de ese viaje y lo que sucedió después.

Las piedrecitas de sus palabras nos marcan el camino para conocer fragmentos de vida de este hombre desde su niñez. En el adulto resuenan las vivencias infantiles, que no fueron fáciles. Pero es difícil señalar responsables, no existen. Todos se perciben como víctimas y a la vez como verdugos. No existen los culpables porque no siempre les movió la voluntad, fueron más  las circunstancias que rodearon sus pequeños mundos. Sí hubo perjudicados inocentes.

En este libro, Tatiana Tîbuleac repasa muchas vidas: la de un niño que demanda cariño a gritos; la de una madre que quería a su manera; la de una abuela que en algún momento pudo hacer más por este muchacho roto que muchos psiquiatras; la de un padre ausente. También habla de amor, de incomunicación, de emigrantes trasvasados desde la tierra de los padres a una donde anidará el desarraigo, de todo el poder del dinero.

La autora moldava también se refiere a la muerte incomprensible que rompe una vida en su principio, del duelo, de familias rotas.

Desde el comienzo, por una serie de anticipaciones, nos damos cuenta que escribe desde el dolor del hoy y necesita ampararse en aquella luz transitoria y brillante que surgió aquel verano.