Solo
en la primera página he contabilizado cuatro veces la palabra “miedo” y
un sinónimo “temor”. El resto del libro abunda en ese término que se repite en numerosas
ocasiones. Se adhiere en el lector como una sustancia pegajosa.
Doña
Irene, sin apellidos por cierto, es una señora bien. Está viviendo una relación extramatrimonial
que en realidad, según refleja el texto, no cumple los requisitos mínimos:
no es que le procure un placer que no encuentra en su matrimonio, no es tampoco
que viva una pasión que ya no existe con el marido, menos aún que disfrute con
el amante de la comunión que no es posible con el cónyuge.
Aunque parezca sorprendente, Irene es feliz con su esposo. Son afortunados, responden al modelo que su mundo burgués impone. Él es un reconocido abogado, un hombre valorado e integrado en su entorno. Tienen dos hijos que parecen felices; los padres los tratan poco, lo normal entre la gente de su condición social. Viven con un desahogo económico, que les permite disponer de todo el servicio que facilita su vida en el hogar. Él satisface sus obligaciones como padre y esposo. No puede pedir más, ¿o sí? Quizás Zweig cree que la vida de una mujer debe ir más allá de ser una flor en la solapa de un hombre.
Desde
pequeña siempre se ha dejado remolcar; en todo momento hizo lo
que le dictaban. Nunca se ha planteado que las cosas pudieran ser diferentes
para ella.
Pero parece que en un momento se dejó llevar por el romanticismo dibujado en las novelas, se
sintió halagada por despertar el deseo en alguien, además él valoraba sus
opiniones en el mundo del arte. Él que era un artista, cuando ella en realidad
no creía tener gusto para la música y tampoco confiaba demasiado en su
sensibilidad para el arte.
Tras los primeros encuentros se desmoronó el amor idealizado, la torpeza de él, sus gestos
bruscos en el manejo del deseo la decepcionaron. Pero eso no quebraba la
inercia de la infidelidad.
En cada cita, los
últimos minutos con el enamorado se hallaban muy lejos de la pasión y
demasiado cerca del atropello que le imprimía la prisa de ella por abandonar
ese lugar. Le inquietaba que al abandonar aquel domicilio alguien pudiera
reconocerla. Eso podía costarle la armonía, el sosiego sobre los que se
asentaban su vida.
Y sucedió. Un enojoso encuentro acarrearía un chantaje mortificante.
Su
miedo ahora sí es real, ya no es la posibilidad de que alguien
la descubra, ya lo sabe esa mujer que puede hacerle mucho daño. El miedo ahora es
fruto del sentimiento de culpabilidad y vergüenza por engañar a su esposo y es
fruto también del riesgo que corre de perder todo lo que ha conseguido. Aunque
¿ha conseguido ella algo en la vida o se lo ha encontrado todo depositado a sus
pies, sin haber realizado ningún esfuerzo?
La
dura experiencia le abre muchas ventanas a una realidad de la que vivía ajena,
ella se limitaba a seguir las reglas de conducta que le correspondían a una
hija y después a una esposa dentro de su grupo social.
Somos testigo de un
final sorpresivo, aunque se encuentra dentro de una cierta lógica. A lo
largo del relato Zweig va dejando apuntes que no nos llaman demasiado la
atención, pero que cuando hemos acabado la lectura brincan ante nuestros ojos,
ahí estaba la respuesta.
En
la portada el dibujo de una tetera resquebrajada; está abierta, la
tapa reposa justo al lado, boca arriba. Tras la lectura de la novela, he
observado detenidamente esta imagen, porque en ella veía la historia de Irene.
“[…] el mismo ardor que producen las heridas
antes de cicatrizar para siempre” Estas son las últimas palabras de la novela. Una cicatriz siempre recuerda que
hubo una fisura, un desgarro. Es como una porcelana que se encola, siempre muestra
los trozos pegados. En el libro también quedan las huellas de una situación
rota. ¿Serán capaces de olvidar? ¿No verán el pasado al mirarse a los ojos?
La
historia se mantiene viva dentro de nosotros al concluir la lectura.
Stefan
Zweig arremete contra esta sociedad masculinizada,
donde la mujer es un objeto ornamental. Los hombres ahogaban la iniciativa de
las mujeres con falso bienestar. Ellas no tenían voluntad, jugaban en el mismo
carrusel desde pequeñas. Irene es como
una niña en un cuerpo de mujer. Sus reacciones son infantiles porque no la han dejado crecer.
La
novela reproduce un mundo de hombres que al autor parece no gustarle. Se
convierten en protectores de las mujeres sin preguntarles nunca si ellas desean
ser protegidas.