“Aquella
mañana en que la odiaba más que nunca, mi madre cumplió treinta y nueve años.
Era bajita y gorda, tonta y fea. Era la madre más inútil que haya existido
jamás.”
“Me
acuerdo de mi madre todos los días, tal y como le prometí a orillas del Océano.
Procuro no mentir.”
Doscientas treinta y ocho páginas –las que más o menos
componen esta novela- separan estas dos citas.
Son la misma madre y el mismo hijo, al menos para los de
fuera, al menos en los papeles administrativos. Pero al final de nuestra
lectura son seres distintos de aquellos del comienzo, surgen renovados. Han viajado desde un brutal desencuentro que los
desbarataba hasta una comunión en la que se borran los contornos entre los dos,
en la que llegan a intercambiar los papeles habituales del cuidador y del
cuidado.
El
amor del hijo va creciendo ante nuestros ojos creciendo desde el odio más
profundo. El contraste lo agranda. Representa el alumbramiento de
un nuevo sentir.
El libro distribuye su materia en 77 capítulos, en
general breves, algunos de apenas una línea. En estos Aleksy va deslizando imágenes
de lo que representan los ojos de su madre para él. Todas ellas se
encuentran agrupadas en uno de los capítulos finales, con leves alteraciones.
Representan una jaculatoria pagana
dirigida a la madre.
Aleksy
relata en primera persona aquel verano que pasó con ella. Lo
observa todo desde su momento actual, cuando tiene la misma edad que su madre
en aquellas vacaciones. Escribe desde
una edad adulta muy rota. Cuando se pone a redactar han transcurrido unos
veinte años, que se han ido llenando de ternura, de pasión, de abundancia, de excentricidad,
de dolor, de mucho dolor.
La primera persona supone una gran cercanía entre lector
y narrador, que habla desde el interior, que llena de subjetividad la novela. Todo
circula alrededor de lo que piensa, de lo que siente el sujeto.
Los detalles, los hechos importan menos porque nos
movemos en el territorio de lo que siente el que habla. Utiliza una lengua propia, que muchas veces escapa a nuestro intelecto,
pero que sentimos con el corazón. Si cada lengua encierra una cosmovisión,
en este libro se esconde la de Aleksy.
La narración comienza cuando se termina su periodo
escolar en un correccional. Su madre no parece muy contenta al ir a recogerlo.
Él la hace esperar en la acera, la observa desde la ventana, la odia. Para los
demás padres no tiene una mirada más complaciente: “Un triste hatajo de perlas falsas y corbatas baratas, venidos a
recoger a sus hijos defectuosos, escondidos de los ojos de la gente.” Su
mejor amigo se despide diciéndole que no se suicide ese verano, el segundo se
hallaba allá abajo plantado “como una
mierda de perro”. El colegio era tan horrible que en él “no aguantaban ni las infecciones.”
Todas
sus palabras están cubiertas por un velo de negatividad, habla su rabia, su
resentimiento, su falta de amor, el infortunio que ha sido su vida. Canta su propia canción,
llena de sarcasmo.
Una atmósfera aborrecible y lúgubre baña estas páginas, con la excepción de aquellos meses con una luz muy brillante que lo inundará todo
y más tarde dará paso a la
oscuridad total.
La madre tiene que
prometerle algo que desea mucho para que acceda a acompañarla a un pueblecito francés junto al océano.
Hasta transcurridas unas páginas más no sabremos
realmente la verdadera razón para estas vacaciones.
Desde
su relato descubrimos –intuimos más bien- mucho de lo que pasó antes de ese viaje y lo
que sucedió después.
Las piedrecitas de sus
palabras nos marcan el camino para conocer fragmentos
de vida de este hombre desde su niñez. En el adulto resuenan las vivencias
infantiles, que no fueron fáciles. Pero es difícil señalar responsables, no
existen. Todos se perciben como víctimas y a la vez como verdugos. No existen
los culpables porque no siempre les movió la voluntad, fueron más las circunstancias que rodearon sus pequeños
mundos. Sí hubo perjudicados inocentes.
En este libro, Tatiana Tîbuleac repasa muchas vidas: la de un niño que demanda cariño a gritos; la
de una madre que quería a su manera; la de una abuela que en algún momento pudo
hacer más por este muchacho roto que muchos psiquiatras; la de un padre
ausente. También habla de amor, de incomunicación, de emigrantes trasvasados
desde la tierra de los padres a una donde anidará el desarraigo, de todo el
poder del dinero.
La autora moldava también se refiere a la muerte
incomprensible que rompe una vida en su principio, del duelo, de familias
rotas.
Desde
el comienzo, por una serie de anticipaciones, nos damos cuenta que escribe
desde el dolor del hoy y necesita ampararse en aquella luz transitoria y
brillante que surgió aquel verano.
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