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jueves, 26 de mayo de 2022

Perros mirando al cielo

 

Una escritura desde el sosiego, un sosiego quizás más anhelado que real, el sosiego de una vida que ya ha perdido la efervescencia primera, que ha sabido maquillar cicatrices.

El primer capítulo representa una  armazón firme, se convierte en la base sólida de la novela; desde dónde irradia toda la historia.

El título de este primer fragmento es inequívoco: Un accidente cinegético.

“Un poco más adelante entró muy deprisa en una curva, de modo que las ruedas se agarraron al asfalto sollozando.”

Desde las primeras líneas afloran detalles que arrastran  la inquietud.

Un accidente que aplasta una ilusión y que, como si fuera un torrente desbocado, remueve los fondos de muchas vidas. Incluso las de los lectores porque, cuando accedemos a los contenidos de los libros, los incorporamos a nuestra piel y a nuestra alma.

“— ¿No vas demasiado rápido? —le preguntó Dana inclinándose un poco para ver el velocímetro ()

Dana y Remo conducen hacia Breda. El autor sitúa a sus personajes en esta ciudad de ficción, cercana a Portugal; los datos geográficos creados proliferan.

Eugenio Fuentes construye una historia de amor roto. Mezclando el presente y el ayer nos refiere la historia de esta muy joven pareja. La bonhomía de este escritor se despliega cuando va dibujando con todo detalle esta relación. Es como si estuviera soñando despierto, es una historia que a todos nos gustaría vivir, fluye sin apenas obstáculos: amor, pasión, acuerdo, ternura.

Se toma su tiempo, tiene deseos de crear algo exquisito, placentero, delicioso. ¿No aumentará así el dolor cuando se rompa?

Circulan por un tramo de curvas, que se convierte en una metáfora del contenido de la narración. Cada viraje, como cada capítulo, guarda una sorpresa. La novela es imprevisible.

El lector no quiere, Dana y Remo no lo merecen, pero intuyes que algo va a suceder. La vida te enseña que nunca merecemos lo desafortunado que nos ocurre, pero eso no evita que la losa de la fortuna adversa te manche para siempre.

“Ciego de dolor, vio que una figura se acercaba por el asfalto, se arrodillaba junto a él y, un segundo antes de perder de nuevo la consciencia, se dio cuenta de que era un ciclista”.

Así termina ese capítulo uno. Los que hemos seguido a Eugenio Fuentes reconocemos en ese ciclista a su detective Ricardo Cupido.

Así lo calca una miembro de la Guardia Civil: Era alto y delgado, pero no se le podría llamar débil; se movía despacio, pero con una decisión indomable y fluida; daba sensación de calma y resistencia […].

Con él Eugenio Fuentes despliega una mirada reposada hacia el universo del delito. Construye una novela policiaca pero huye del mundo truculento del crimen, se aleja de los territorios más oscuros del género, unos submundos que se encuentran demasiado lejos del lector. Él escruta el alma, se adentra en los males más cercanos.

Cada página, cada línea  están calibradas.

En la novela se le da cabida a algunas reflexiones personales, da la impresión que el escritor necesita gritarlas. 

La trama se va espesando de forma pausada y verosímil. Ciertos detalles que pueden pasar desapercibidos cuando se leen por primera vez, destacan con un gran brillo cuando al final se desvelen la totalidad de los hechos.

Todo aparece engarzado con gran maestría; los pasos de la acción están cosidos con mucha pericia, sin huellas de costuras.

Se escucha la calle del 2020 en la desolación y las lágrimas de los hospitales y de los centros de mayores, en las dificultades de la policía para trabajar por falta de medios, en los encierros obligados...  Palpita la vida que tenemos siempre alrededor en el dolor por la pérdida de un hijo, en la culpabilidad que puede llegar a generarte; en cómo se puede desmoronar una vida en poco tiempo; en el amor que uno no gobierna; en una cierta denuncia a las instituciones que actúan como autómatas, que no miran a la persona, sino al delito.

Culpabilizamos a unos y a otros desde el comienzo de la lectura. Sin embargo, como dice uno de los personajes nunca se está seguro de conocer bien al que está junto a nosotros. Lo vemos a lo largo de la novela igual que en la vida real.

Perros mirando al cielo es una novela policiaca que cobija dos crímenes y que alberga una investigación, la de un detective privado, en este caso. Aquí  la institución policial se mantiene más bien ausente, quizás haya que leer aquí una crítica a los responsables de estos funcionarios a los que la falta de medios impide ahondar más.

¿No es eso lo que se puede deducir de estas palabras de Cupido?: Que a pesar de todo el Estado de Derecho, la policía dedica más tiempo a demostrar la culpabilidad de un sospechoso que a demostrar su inocencia.

—Sea pequeño o grande el asunto, siempre consistirá en no hacer trampas y, al mismo tiempo, en evitar que te las hagan a ti. Sus propias palabras caracterizan a este detective.

Asegura que al inicio de cualquier investigación sentía entusiasmo ante el reto de resolver un enigma –es literal-  […] y un vago temor hacia lo que descubriría: dolor, odio, ansia de poder, prerrogativas de alguien sobre alguien, miedo a perder el amor, dinero, alguna primacía, algo querido.

Él penetra – y nos ayuda a penetrar- más hondo en los casos, mientras que la policía abarcaba más espacio. Así lo explica el propio responsable de la Guardia Civil.

Averigua hablando con los vinculados a los hechos, sacando conjeturas de las pequeñas observaciones.

Cupido no lleva a nadie frente al juez, no pone a nadie en el pasillo de la prisión. Aquí Cupido pone a los autores materiales frente al espejo de sus conciencias, ellos serán los primeros en juzgarse.

Perros mirando al cielo, ¿novela policiaca?, ¿novela negra? Novela humanista, porque cuestiona y nos hace cuestionar, porque pone el azar en el eje de nuestras vidas.


jueves, 12 de mayo de 2022

El cielo es azul, la tierra blanca

 

El cielo es azul, la tierra blanca. Una historia de amor, señala el subtítulo.

Eso es esta novela, la proyección en diecisiete estampas japonesas de una sencilla y tierna relación  entre dos.

Dos burbujas aéreas, deambulando erráticas. Entrechocan, pero les cuesta abrirse y hermanarse.

En esta unión sentimental se reconocen  todos los componentes de cualquier entramado afectivo, los mismos de ayer, de hoy y de mañana. …, quien lo probó lo sabe; escribía Lope”.

Todo trato amoroso contiene cortejo, fingida indiferencia, incomprensión, oscilaciones, celos, volubilidad, ternura, añoranza, resignación, erotismo. Esto mismo encontramos entre Tsukiko Omachi y Harutsuna Matsumoto.

Ella tiene 38 años y un trabajo exigente, a veces la arrastra a largas y agotadoras jornadas; no sabemos mucho más. Vive sola, en el mismo barrio de su madre y de la familia de su hermano; pero no tienen mucho contacto, apenas el que exigen algunas celebraciones del calendario.

“Mi madre y yo nos quedamos calladas. Yo cortaba el tofu en silencio y lo mojaba en la salsa de soja con sake. Comía sin hablar. (Es más fácil hacer que decir). Ninguna de las dos decía nada. Quizás porque no teníamos nada que decirnos, aunque podríamos haber hablado de un sinfín de cosas. Pero no sabíamos de qué hablar. Aunque estábamos muy unidas, o precisamente debido a ello, no sabía qué decirle.”

 Él es un docente jubilado, en realidad fue profesor de la chica. Treinta años después, al coincidir en una taberna frente a la estación, él la reconoció enseguida, ella –según nos narra- no recordaba su nombre. Por esa razón lo empezó a llamar “maestro”, y así lo identificará en todo su relato.

“El maestro estaba sentado a la barra, tieso como un palo”. Él lleva siempre un atuendo clásico, impecable; siempre unido a su maletín. Es un conservador en el amplio sentido de la palabra, de costumbres y de objetos. El hábito de Tsukiko de beber sola en una taberna le produce rechazo, pero no parece estar incómodo a su lado, simplemente se lo dice. Tampoco aprecia que las mujeres se sirvan la bebida. En su casa guarda teteras que fue comprando  en las distintas estaciones desde sus primeros viajes. No tira las pilas usadas, un día le hicieron su servicio en un aparato eléctrico; con su medidor comprueba algunas todavía conservan alguna energía.

Ambos se desplazan por la gran ciudad de Tokio y entre sus varios millones de habitantes, sus varios millones de soledades. El profesor está oficialmente viudo, su mujer le abandonó, después murió en un accidente. Tiene un hijo de unos cincuenta años. Tsukiko nadaba también en soledad “Cuando intento recordar con quién salía antes de trabar amistad con el maestro, no se me ocurre nadie. Estaba sola. Subía sola al autobús, paseaba sola por la ciudad, iba de compras sola y bebía sola.” Ninguna de las relaciones emprendidas por Tsukiko llegaron a fraguar.

Tsukiko y el maestro transitaban sendas de aislamiento, de  abandono, de  incomunicación, de desamparo; hasta que un día se vuelven a encontrar después del instituto.

He tardado en entrar en su historia, estos dos personajes no me permitían tocar sus corazones. Los percibía lejanos, como cercados con alambre de espino.

Si coincidían en el local, pocas palabras, pocas miradas. Se acomodaban frente a la barra, concentrados en la cerveza, en la botella de sake, en la comida que tenían delante. Vendrían después algunas salidas extravagantes. Pero en general es la casualidad la que dibuja sus momentos juntos.

En el reencuentro frente al mostrador a ella le llama la atención que a su lado alguien ha hecho la misma comanda que ella, por eso le mira y de ahí surgen las presentaciones.

Hiromi Kawakami nos da muchos más detalles del alimento que pedían a la cocina de Satoru que de lo que sentían mientras disfrutaban de ellos. Porque la autora quiere señalar lo fácil que es referirse a lo exterior, a lo más superficial; y difícil que se hace conocer lo que nos rueda por dentro.

De pronto la relación amorosa se materializa, como el genio de la lámpara, que primero es solo humo y después una presencia viva y una esperanza de dicha. 

Empiezan a desvelarse ciertas circunstancias que perfilan su relación especial, su amor callado y contenido. Él es el profesor Harutsuna para la sociedad, para los otros; para ella es “maestro”. Las palabras delimitan sus espacios. Ella asegura sentirse más completa cuando está con él: “No dependía de su compañía, pero cuando estaba con él me sentía más completa”. Con el maestro aprendió a palpar que en la ciudad había otra gente, otras vidas; personas que disfrutaban del mundo, que lo odiaban, que lo sentían.

El tiempo va pasando, vemos su huella en el entorno, en los árboles, en los pájaros; el frío, la lluvia, el sol.

El  título retumba en mi cabeza. Es verdad que en nuestro imaginario el cielo es azul, aunque sepamos que puede alcanzar otras tonalidades. ¿Pero la tierra blanca? Esto ya es menos frecuente. Quizás blanca porque es como una página virgen en la que cada uno escribe lo que desea, cada uno caligrafía su propia historia de amor.

Este texto crece en el margen de lo habitual; porque no desvela unos hechos frecuentes. Este texto dilata la realidad, nos explica otras verdades. Refleja un mundo muy lejano y muy cercano a la vez.

Cuando se cierra un libro, no hay muchas posibilidades de que volvamos a abrirlo otra vez, lo sabemos. El texto se queda en ti, se instala en ti y vive en ti, como aquel ser querido que ya no ves. Esas páginas se fusionan contigo y permanecen en ti.

Unas más que otras.