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sábado, 27 de junio de 2020

La hija extranjera


El desnudo y sincero testimonio de una joven de 18 años, originaria de Marruecos que vive con su madre en una ciudad del interior de Cataluña. Ambas, madre e hija, nacieron allá abajo,  pero la chica creció y se hizo aquí arriba.

Conoce la lengua de su madre pero no en todos sus matices. Esa brecha comunicativa hace palpable en la novela la divergencia cultural entre las dos mujeres. A través de una sencilla estampa cotidiana la narradora nos muestra esta diferencia: mientras la madre no se depilaba las cejas porque las marroquíes no lo hacían, la hija comienza a separarse de su madre pelo a pelo, y se va arrancando cada día uno para que no lo notara la progenitora, aunque sí se daba cuenta, y callaba.

Se siente la hija extranjera porque poco tiene que ver con la hija tradicional magrebí, pero también se siente la hija extranjera en el país de acogida porque aquí tampoco es como las otras chicas de su edad.

El libro refleja una herida de los que se sienten marcados porque son diferentes a los de aquí y a los de allí. Ella no tiene mundo, ni el de su madre ni este le pertenecen.

Al principio del relato la vemos tomar una decisión, difícil, muy difícil: irse de casa. Llega a subir al tren, pero se apea en la primera estación y vuelve, no puede hacerle eso a su madre. Retornará al hogar y, contra todo pronóstico, aceptará la boda con su primo, porque es la voluntad materna. La madre solo concibe esa opción porque es la costumbre, a la que siempre ha vivido sometida.

Con la lectura vamos comprendiendo por qué no se fue, en realidad existe un fuerte lazo entre ambas, las dos vinieron juntas desde el país de origen hasta Cataluña a buscar al padre, las dos tuvieron que sobrevivir sin ayuda. Podemos imaginar cuánto tuvo que trabajar esa mujer para sacar adelante a una hija pequeña en un país desconocido.

A su manera la madre fue una revolucionaria, una valiente, vino a buscar a su marido, pero cuando llegó él había formado otra familia, y declinaba sus responsabilidades con la primera.

Me admira de qué manera tan acertada consigue Najat El Hachmi adentrarse con la palabra en el resbaloso terreno de lo emocional.

La hija ha terminado el bachillerato, ha sacado una buena nota en la selectividad. Aunque no siente que eso sea una hazaña, como creen desde el ayuntamiento, ha hecho lo mismo que cualquiera de sus compañeros, pero mientras ellos no son héroes, porque en ellos es lo normal, en el caso de una alumna marroquí es una noticia que la lleva a las primeras planas locales.

 La muchacha sabe que debe buscar su propio camino, pero está bloqueada por los lazos emocionales que la ligan a su madre: no le puede dar la espalda a los hábitos de su gente.

Pienso en tantas mujeres españolas que hoy son abuelas y que tuvieron que acatar lo que la familia y la sociedad planearon para ellas. La hija de nuestro libro no lo hará.

El ámbito femenino tiene gran presencia en el libro, muchas ellas son de allá abajo y en nuestro país aparecen como recogidas sobre sí mismas, cobijadas por las murallas de su lengua, de sus vestidos, de sus rutinas, de su pañuelo. Quizás las actitudes que perciben en nosotros las lleve a esto. Se sienten muy lejos de sus varones, casi tanto como de los de aquí, igual que de las mujeres. Estas tienen una representación pequeña, pero significativa: las monjas del seminario donde trabaja la narradora, que ven con agrado las bodas tempranas, les recuerdan sus tiempos jóvenes; las responsables de asuntos sociales, que ignoran el camino para la integración del extranjero, aunque pongan su mejor voluntad…

Casi la totalidad de los hombres que se asoman a estas páginas portan un triste sello de descrédito, salvo A, que ha sido un compañero de clase. No puede saludarlo de forma efusiva –como le gustaría- cuando se lo encuentra, porque tiene miedo de los controladores que pululan por allí, enseguida contarían que la han visto en malas compañías.

El libro encierra mucho más, nos muestra el sentir de unos conciudadanos que viven muy cerca de nosotros pero a los que apenas conocemos.

domingo, 14 de junio de 2020

El baile



Fue un segundo, un destello inaprensible mientras se cruzaban «en el camino de la vida»; una iba a llegar, y la otra, a hundirse en la sombra. Pero ellas no lo sabían. Sin embargo, Antoinette repitió bajito:

—Pobre mamá...

Así termina El baile de Irène Némirovsky.

La joven Antoinette y su madre viven juntas, pero viven de espalda. Solo habrá entre ellas este fugaz cruce del final de la obra.

Antoinette se encuentra encerrada en su feúcha adolescencia, solo en sus sueños se ve bella y se siente amada como los personajes de sus novelas. Su madre, Rosine,  cuando era más joven, suspiraba también, delante de las historias de amor y lujo que leía en aquel viejo apartamento que compartían junto al padre. Hoy los tres habitan una excesiva mansión de nuevos ricos. Nemirovsky nos los describe como petrificados ante las nuevas costumbres domésticas que no controlan y que obligan a la presencia  continua e intimidatoria de los criados.

Nos encontramos en el París de principios del siglo XX, el matrimonio Kampf  se ha visto catapultado al orbe de los más ricos por un formidable golpe de suerte en la bolsa.

Rosine se irrita ante la idea de que la hija pudiera comentar con algún vecino sus humildes orígenes. No lo soportaría. Se horroriza ante una posible indiscreción con los criados. Sin embargo su trato con el servicio la denuncia. Su marido camina menos envarado por su nueva vida.

Los Kampf habitan tres burbujas que se encuentran cerca en el espacio pero los sentimos aislados unos de otros. La adolescente apenas recuerda ya cuando su madre la apretaba contra su pecho, porque su madre dejó pronto de pensar en la hija para concentrarse en ella misma, en todo lo que la vida le venía negando injustamente, según ella.

«Pobrecita mía», decía entonces Rosine acariciándole la frente. Pero una vez exclamó: «¡Ah! Déjame tranquila, ¡eh!, me molestas; mira que llegas a ser pesada, tú también», y Antoinette nunca volvió a darle otros besos que no fueran los de la mañana y la noche, que padres e hijos intercambian sin pensar, como apretones de manos entre desconocidos.

 

La madre no ahorra ninguna ocasión para tratarla con desprecio; odia, pienso, la juventud de su hija.

 

Y un día... por primera vez, un día había deseado morir. Ocurrió en una esquina, en medio de una regañina; una frase encolerizada, gritada con tal fuerza que los viandantes habían vuelto la cabeza: «¿Quieres que te dé un guantazo? ¿Sí?», y la quemazón de una bofetada. En plena calle. Tenía once años y era alta para su edad. Los viandantes, las personas mayores, eso no significaba nada. Pero en aquel instante unos chicos salían del colegio y se habían reído de ella al verla. «Y ahora qué, niña» ¡Oh!, aquellas risas burlonas que la habían perseguido mientras caminaba, la cabeza gacha, por la oscura calle otoñal. Las luces danzaban a través de sus lágrimas.

 

Estos arribistas buscan el reconocimiento de la alta sociedad dibujada por Nemirovsky con más grises que blancos. Han decidido organizar un baile para doscientas personas. Con esta fiesta pretenden alcanzar la posición que creen que les corresponde. No les va a resultar fácil encontrar tan alta concurrencia, no tienen tantos conocidos entre “la buena sociedad”, plagada de estafadores, advenedizos y malos comienzos. Aunque, ¿qué importa lo que fuiste ayer si hoy tienes dinero?

Entre  los presentes no podrá faltar una prima a pesar de que los tres la detesten, será el testigo necesario para que el resto de la parentela hierva de envidia.

Mme. Kampf ha depositado todas sus esperanzas en la fiesta, ¡qué harían si no saliera bien! Su marido se muestra más moderado y práctico: poner la otra mejilla, como manda la Biblia; es decir, preparar nuevos eventos: él confía en el dinero como llave para todo.

Rebuscan entre las tarjetas que han amontonado estos últimos tiempos, entre los nombres que acumulan en cuadernos de notas, que en realidad no corresponden a amigos, ni siquiera a próximos. Han participado en algún encuentro social y han recogido esta lluvia de cartoncitos o direcciones, entregados sin mucho interés.

Bajo ningún concepto la madre va a permitir que la joven Antoinette asista al baile, ni siquiera un rato. La presencia de una hija adolescente evidenciará que Madame Kampf ya tiene cierta edad, y lo que ella quiere es vivir ahora lo que no pudo vivir de joven, cuando se veía obligada a zurcir sus medias. Es su última oportunidad para saborear el placer que la pobreza le robó: “Quiero vivir yo, yo”.

La reacción de la hija, humillada,  sorprenderá al lector. Se une en ella venganza e irreflexión: la narración da un giro brutal. Los lectores conocemos lo que los padres ignoran.

Una herida muy profunda supura a través de este libro.  Nemirovsky carga contra la hipocresía, contra la vulgaridad, contra el dinero, contra el egoísmo, contra la indiferencia de su propia madre.

Nos deja un relato amargo que deja un regusto acre.

 



martes, 2 de junio de 2020

El pabellón No. 6




Al leer los cuentos de Chéjov –escribía Gorki- uno parece sumergido en un día triste de finales de otoño, cuando el aire es tan transparente y en él se recortan con punzante nitidez los árboles desnudos, los estrechos edificios, la masa gris de la muchedumbre. (…) La mente del autor, como un sol de otoño, ilumina con despiadada claridad los destrozados caminos, las retorcidas calles, las sucias y apretujadas casas en las que se ahogan de aburrimiento y pereza unos seres pequeños y desgraciados llenando sus casas de un insensato y soñoliento bullicio.
Las siguientes palabras de las primeras líneas de El PABELLÓN NÚMERO 6, presagian el lugar -olvidado de todos, abandonado por todos- al que nos dirigimos.
Bosque de maleza, ortigas y cañas; techo herrumbroso; chimenea medio derruida; escalones podridos y cubiertos de hierba.
Se trata de un edificio que está separado del desamparado hospital de la ciudad por una tapia gris con clavos con sus puntas hacia arriba.  Es el Pabellón número 6.
Al abrir la primera puerta, entramos en el zaguán. Aquí, junto a las paredes y a la estufa se amontonan montañas enteras de desperdicios viejos del hospital. Colchones, batas viejas y rotas (…), zapatos gastados que ya no sirven para nada; todos estos harapos tirados en montones, aplastados, en desorden y pudriéndose, exhalan un olor sofocante.
 Más adelante se entra en una habitación grande y destartalada, donde se amontonan también cinco hombres: arrastran una existencia huera, como esos objetos inservibles de la anterior cita; se hallan apartados del mundo, profundamente solos. Se encuentran echados o sentados en camas atornilladas al suelo: Son los locos. Así lo escribe el propio Chéjov.
Nikita es el que se encuentra más cerca de estos marginados, lo han puesto ahí de vigilante; es el perfecto cumplidor, un hombre simple que actúa de manera práctica; un ser obtuso que no conoce otra manera de mantener el orden que con golpes: a ellos hay que pegarles.
Me pregunto por qué para algunos –incluso hoy- está legitimado pegar al diferente.
De entre todos estos atormentados bultos deshumanizados, Chéjov destaca a Iván Dmítrich. Nos relata su biografía. Desgracias familiares deshicieron una vida ordenada y lo convirtieron en ocupante del pabellón número 6: se despeñó desde la más elevada coherencia hasta las simas de la manía persecutoria.
El doctor Andrei Efímych viene a hacerse cargo de la institución médica. En su juventud él quería profesar, pero su padre lo obligó a estudiar medicina. No es un médico vocacional, pero comprende que el centro necesita reformas profundas: tanto los enfermos psiquiátricos como el resto yacen allí aparcados; hombres y mujeres desesperanzados, de los que nadie se va a ocupar.
Pronto el doctor Efímych va cayendo en la indolencia y en la apatía. Pierde todo interés por los enfermos ¿Qué más da? Todos vamos a morir: es su argumento. Permite  que seres ignorantes, egoistas y sin escrúpulos manejen los pocos fondos públicos que llegan y se hagan cargo de la práctica médica. Actúa con una cobardía disfrazada de determinismo.
Pero un día el azar lo llevará delante de Iván Dmítrich, ese loco al que vimos cuerdo. Y ya nada volverá a ser igual. La línea entre la cordura y la locura es muy fina.
Chéjov refleja en su relato un amargo reproche por aquellos que no sienten respeto por los otros, por los diferentes. Desprecia la vulgaridad y critica aquella sociedad rusa, aunque en realidad censura todas las sociedades porque lo que él juzga es el alma humana.
El doctor Efímych es como –en palabras de Gorki- los que sueñan cuán bella será la vida dentro de doscientos años y a ninguno le viene a la cabeza una pregunta tan sencilla -¿y quién, entonces, la hará más bella si nosotros no hacemos otra cosa que soñar?