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miércoles, 30 de junio de 2021

La vida contada por un sapiens a un neandertal





La vida despunta inexplicable demasiadas veces, en ella prevalece lo aleatorio. Escasean las certezas.

Leía hace poco a Juan José Millás en una entrevista a propósito de este libro: “El ser humano es muy contradictorio porque es producto de una evolución sin propósito, el propósito lo tiene que poner él.”

Sentí una pizca de alivio, al menos, una respuesta, aunque me afianzaba a la vez en el sosiego, por haberla encontrado, y me sumía en el agobio por su naturaleza misma. El ser humano es incoherente, disparatado, discordante, y el motivo está quizás en sus orígenes. Me he adentrado en estas páginas creadas por Millás y Arsuaga. En ellas se habla de la evolución. 

Se habla de una evolución que no soporta las reglas, que fluye a su manera, como fluye la vida.

Arsuaga le responde a Millás: “(…) la naturaleza no está hecha para las categorías humanas”.

Somos azar. No podemos encerrar el cosmos entre reglas.

Juan José Millás es un hombre curioso en dos acepciones de esta palabra. Él mismo despierta interés por su ingenio y originalidad; y además se le nota inclinado a aprender lo que no conoce.

Esto segundo es el motor de este libro. Su atracción por la prehistoria le hizo proponerle a Juan Luis Arsuaga una serie de encuentros en los lugares que el paleontólogo considerara oportunos y que allí le contara lo que veían y se lo explicara, un eco de la manera de Sócrates en la Átenas clásica.

Él después masticaría bien todo aquel alimento y lo pondría por escrito.

De estos diálogos pactados surgieron estas páginas que reflejan cómo hemos llegado los humanos hasta aquí.

En el libro aparecen hechos planteados por el científico y comentarios llenos de perspicacia realizados por el literato. El humor y un cierto sarcasmo se mueven por entre las líneas.

En 1974 se descubrieron en Etiopía los restos de una hembra de homínido que vivió hace tres millones de años, medía poco más de un metro de altura y pesaba 30 k, murió a los 20 años. Se trataba de un australopiteco, los cuales habitaron en África hasta hace un par de millones de años. Se llamó Lucy.

Lucy se puso de pie y caminó. Es soberbio pensar cómo caminamos, aunque no seamos siempre conscientes.

«El pie (…) cae sobre el talón, (…), Luego se transmite el peso por el borde exterior hasta que se apoya en el pilar anterior de la bóveda. A continuación, se flexionan los dedos y el pie se apoya en ellos. El empuje final lo da el dedo gordo y la pierna sale impulsada hacia delante como un péndulo. (…) Toda esa biomecánica la hacemos sin pensar.»

El pie tiene una arquitectura complejísima, comparable a la de una catedral gótica, dice Millás.

Cuando levantamos una pierna para dar un paso, el cuerpo no se vence hacia el lado que está en el aire porque tenemos los abductores. La locomoción humana es un prodigio de la bioingeniería.

Arsuaga pone el conocimiento y Juan José Millás corresponde con la literatura.

El mismo asegura sentirse conmovido cuando se imagina a nuestro ancestro Lucy descendiendo de lo más alto de un árbol, poniéndose de pie (…) y atravesando el límite que separaba la selva de la sabana sin otras armas que esas dos manos anudadas al final de sus brazos como dos prótesis que aún no sabía utilizar”.

Imagina la curiosidad de este homínido al bajar de la copa del árbol y conquistar la superficie de la tierra, llena de amenazas pero también de grandes perspectivas. Y aquí estamos.

Millás y Arsuaga buscan indagar en la existencia humana, revelar los misterios de la evolución. Cuesta imaginar, por ejemplo, que el martillo y el yunque de nuestro oído formaban parte, en los reptiles, de la mandíbula. La evolución los convirtió en instrumentos para la escucha. Del diseño de un reptil ha salido un mamífero, dice Arsuaga. “Estamos hechos de la ropa de segunda mano que desecharon nuestros hermanos mayores.” Manifiesta también.

Nuestros dos protagonistas se mueven por el Valle Secreto en la sierra de Madrid, el Museo del Prado, un mercado, un parque infantil, un castro celta, la Institución ferial de la capital, una juguetería, un sexshop, la cueva de la Covaciella -con pinturas de una antigüedad de 14.000 años- un colegio, y para terminar un cementerio.

Hemos entrado en contacto con detalles de nuestra realidad, como estos: la posibilidad de lanzar piedras que tiene el ser humano terminó con la jerarquía de la fuerza, porque te podías defender en la distancia; la nariz proyectada es un rasgo específico de nuestro rostro; nuestros dientes, tan distintos de los de otros primates, se han visto transformados por nuestra alimentación; ¿por qué no todos los adultos tienen intolerancia a la lactosa?; ¿cómo se pasó de miembro de un clan a ciudadano?; el dios y los cambios sociales; el reloj de Paley, este filósofo y teólogo aseguraba que si te encuentras una piedra en el campo creerás que es parte de la naturaleza, pero si te encuentras un reloj pensarás que alguien lo ha creado, Darwin aseguraba que el reloj se había hecho a sí mismo.

El conocimiento del pasado nos proporciona una identidad, gracias a él sabemos quiénes somos, ni más ni menos. Esto afirma Arsuaga en una entrevista.


jueves, 17 de junio de 2021

La cena

 



¿Hasta dónde es capaz de llegar un padre para encubrir a un hijo que comete un delito injustificable? ¿Debe prevalecer el instinto de protección paterna, o la lealtad a unas normas sociales que garantizan la coherencia y la fortaleza del grupo?

En el texto promocional de la novela se leen estas preguntas que dejan un cierto regusto turbador.

La verdad es que La cena se aúpa como  una novela ácida y provocadora por los contenidos que encierra. Yo diría que a veces puede resultar algo incómoda.

Dos hermanos, junto a sus parejas respectivas, quedan para cenar en un restaurante muy exclusivo  de Ámsterdam: tienen que discutir un importante asunto que les concierne a los cuatro. Son Paul, Claire, Serge y Babette.

La novela se abre con una crítica de Paul, en  tono muy sarcástico, a los restaurantes de lujo. Aquellos que cuentan con un número elevado de empleados, que parecen más modelos que camareros; donde debes reservar con meses de antelación; donde diminutas viandas se pierden en la inmensidad de los ornamentados platos. Pero donde Serge Lohman, el hermano de Paul, un político influyente -y un más que probable próximo responsable del gobierno holandés- no tiene ningún problema para conseguir una mesa con tan solo una llamada.

Paul ridiculiza a los políticos que se quieren cercanos a la gente, que exhiben sus habilidades en los suplementos semanales de los periódicos; como su hermano. Lo trata con una inquina que sorprende, porque te preguntas qué hay detrás de esa mala voluntad. Se burla de su afición a la enología, que en algún momento lo llevó incluso a realizar cursos en el Valle del Loira para ampliar conocimientos; todo para alardear luego ante cualquiera que se le pusiera  enfrente con una copa. Él, que solo bebía Coca-cola cuando todavía vivían en la casa familiar.

Paul no para de zaherir a Serge. Cuánta animosidad encierran sus gestos. Lo tacha de machista, de tragón insaciable; lo muestra estúpido cuando se hace el graciosete con la camarera, cuando acepta hacerse una foto con unos clientes, a pesar de que la muchacha “no era muy agraciada”.

¿Qué hay detrás de todo esa acidez corrosiva?

¿Qué tiene Paul? ¿Qué le sucede? Habrá que leer la novela para comprenderlo.

Koch juega un poco con nosotros pues no todo es como parece en un primer momento: con numerosos flashback nos va adentrando en el pasado de los personajes, el más lejano y el más inmediato. Es como el ilusionista que saca pañuelos de un sombrero, pero muchos no tienen brillantes colores, sino que están destrozados y sucios.

Realiza el autor una radiografía de la estupidez social: el revuelo provocado por el matrimonio Lohman a su llegada al establecimiento; la sobreactuación del maître al presentar cada plato señalando con su meñique; sus descripciones de las comandas, el pregón de los exóticos orígenes de los ingredientes, como si instruyera a los comensales, pobres ignorantes.

Y más aún,  retrata una sociedad rancia, hipócrita y egoísta, que ante cualquier inconveniente prefiere mirar para el otro lado. Representan papeles de personas tolerantes; sus conversaciones se llenan de menudencias, de obviedades; rehúyen la polémica; cuánto menos se ahonde mejor.

Como te decía al principio, uno se puede sentir incómodo leyendo el libro, al sospechar que quizás te esté dibujando un poco a ti también.

Al comienzo, Paul, narrador en primera persona, aseguraba esto:

“No me apetecía cenar en un restaurante. Nunca me apetece.”

Afirmaba también que tener una cita es “la antesala del infierno”, porque le obliga a uno a pensar qué ponerse, ¿vaqueros?, ¿camisa blanca planchada?,  ¿recién afeitado?

En fin, supone un esfuerzo grande, porque todo eso te va a definir frente a los otros, cualquier decisión que elijas te condiciona, de esa apariencia depende tu imagen ante a los demás.

¿Cómo evitar pensar en A puerta cerrada, la obra teatral existencialista de Jean Paul Sartre? La frase más célebre de la obra: “El infierno son los otros” quería decir para el autor que si las relaciones con los demás se encuentran retorcidas, viciadas, entonces los demás son el infierno. Porque los otros son lo más importante para para nuestro propio conocimiento.

Una cita en los próximos días es la antesala del infierno; la noche en cuestión, el infierno mismo.

A la vez que no se presagia nada bueno en ese encuentro, esas palabras son un acicate para la lectura.


viernes, 4 de junio de 2021

Como polvo en el viento

 


Desde Tacoma, al noroeste de los Estados Unidos, Loreta llama a su hija, tras 16 meses sin hacerlo. Durante ese tiempo, y para mantener los encrespados lazos entre las dos, la que había telefoneado, a razón de dos veces al mes, había sido Adela, la hija.

Estas líneas resumen el comienzo de la novela.

Treinta y siete días después Loreta se presenta en casa de su hija en Miami. Nadie sabe dónde ha estado. Ha meditado en firme, ha recapacitado; ha decidido darle la explicación que le debía desde hacía 26 años.

Esto es el final del libro.

En medio, la dilatada historia de un grupo de jóvenes nacidos en Cuba en las inmediaciones de 1959.

Constituyen una imagen muy acabada de esa generación que gozó y sufrió la Revolución castrista.

Recordar puede doler, pero siempre es mejor mirar hacia atrás que olvidar; se pueden sanar las heridas que cicatrizaron sin haberse curado del todo.

Padura se pasea desde el presente al pasado y desde el pasado al presente, pero en ningún momento el lector se siente perdido, porque el camino narrativo está sembrado de boyas en forma de fechas precisas, que nos guían.

Eran un grupo de chicos y chicas que se conocieron en el preuniversitario, el Clan, así los bautizó uno de ellos.  En un primer momento vivieron todos acunados en la esperanza de que se alcanzaría la meta revolucionaria.

Pero en un momento la isla se vio aplastada con el peso de la corrupción, de la inquina foránea, de la mala práctica de los dirigentes. Y ellos también cayeron en el hoyo profundo. Y entonces, empujados por la tragedia, por el desengaño, por el miedo;  estalló la diáspora y algunos emprendieron el camino al exilio, donde nunca consiguieron echar raíces, porque sus raíces las habían dejado para siempre en Cuba. Su deriva se confundió con la del país.

“¿Qué nos ha pasado?”. Es una pregunta recurrente en la obra, muchos de los protagonistas la lanzan a las páginas de la novela.

“Nos ha pasado que perdimos”. Contesta algún personaje. Sus sueños se habían convertido en pesadillas.

Eran jóvenes brillantes, que al llegar a la universidad desarrollarían todas sus capacidades, y más tarde germinarían en ellos grandes actitudes profesionales. 

No todos pertenecían a buenas familias, en Cuba cualquiera que demostrara talento tenía abiertas escuelas y facultades. Así lo reconoce uno de ellos. “Y aunque todavía haya tanta gente viviendo en la mierda, yo sería muy ingrato si no le agradeciera a este país que me haya dado la posibilidad de ser el milagro que soy.” Hijo de madre soltera, había nacido en unas penosas condiciones, que se prolongarían en sus primeros años, pero con voluntad y las facilidades gubernamentales consiguió zafarse de todo aquello.

Padura nos muestra las dos caras de su país.

Vivían una amistad rotunda, sin apenas fisuras. Las familias apenas cuentas en la narración, se presentan como meros marcos donde habían nacido, curiosamente no aparecen lazos familiares. Me pregunto por qué no perfila Padura vínculos con un hermano, una hermana, un primo, una tía. Aparecen las relaciones que tú te has creado, no las que te dio la biología. Es curioso.

Según han ido acumulando edad, el deterioro del país, en lo político y en lo social, se ha acrecentado, las condiciones de vida empeoran y el exilio se abre como única salida. Otro exilio más. Lo hubo antes de la revolución y  justo después del levantamiento. Cuba está hecha de migraciones –como casi todos los países-. Hasta mediados del XX muchos fueron los que se refugiaron allí, hoy son más numerosos los que huyen. Al final de la novela los que se van son los hijos.

Estos abandonan el país por razones diferentes a las de sus padres: Se van de Cuba “(…) porque no resistían más vivir en un país que ni Dios sabe cuándo se va a arreglar y de donde la gente se va hasta por las ventanas porque allá están empeñados en arreglar las cosas con las mismas soluciones que nunca funcionaron...”. Buscan nuevos universos de expansión material o intelectual.

“—Aquello no lo entiende ni Dios y no lo arregla ni Dios...”. Lo resumía así un personaje: medicina de calidad, salud pública envidiable, pero farmacias desabastecidas; teléfono o electricidad baratos, pero cortes y poca potencia. Alguien había decidido que un cubano no tendría un móvil o un acceso fácil a internet.

Incomprensible.

Tantos jóvenes competentes saliendo de Cuba van a tener un coste importante para la isla. Me pregunto si alguien se ha ocupado de pensar en eso.

Una fotografía despierta un monstruo dormido, la verdad tiene que abrirse camino; y la intriga zigzaguea entonces por las páginas de Como polvo en el viento. Con una gran habilidad Padura va atando cabos, retratando las personalidades y las vidas de los que fueron jóvenes y hoy ya alcanzan más de cincuenta y tienen hijos. El exilio, la muerte intempestiva  y la huida fragmentarán al grupo y a su descendencia, pero como si estuvieran imantados volverán a reunirse.

Padura ha escrito un cuento con tinta de realidad. Retrata las penurias, retrata el dolor del que abandona su tierra; pero hace un retrato suave, sin aristas; quizás porque comprende al que se va, y también al que se queda. Y quizás también porque ya se ha acostumbrado a vivir en la sinrazón de su país, que tanto cuesta comprender al que es de fuera. Lo veo amable con sus personajes. No hay excesiva aflicción en ellos, y podría haberla; dentro porque las condiciones de vidas se hacen insoportables, fuera porque no hay nada peor que sentirte obligado a dejar tu mundo.

Aunque la política tiene un papel crucial en todo lo que sucede, parece que Padura pasa sobre ella como de puntillas. Puede que le interesen más las personas que pedir cuentas.   

Leonardo Padura sabe crear la tensión a través del enigma, pero además hace que esta historia se te pegue a la piel porque se alimenta de verdad. Es una ficción muy clarificadora de la realidad que se ha vivido, y que se vive.