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domingo, 26 de abril de 2020

El cielo llora por mí



    He vuelto a Managua con esta novela. Visité Nicaragua en 2013, los recuerdos se mantenían dormidos y esta lectura los ha reavivado. Ahora he disfrutado de un viaje íntimo contra el olvido. Las que siguen son algunas de una de las muchas notas descriptivas de Sergio Ramírez sobre la capital de su país. Algo de eso fue lo que yo vi.

    "Bajo la urdimbre de las mantas publicitarias que se entrecruzaban sobre la pista, y que las manos subrepticias de los menesterosos descolgaban de noche porque bien servían de cobija, Managua enseñaba sus mismos precarios decorados."

    Las avenidas se encontraban atravesadas por enormes pancartas sujetas a altos postes con eslóganes publicitarios o institucionales. Eran de un material parecido a lona impermeabilizada, no era raro, por tanto, que las usaran los indigentes para taparse del frío de la noche.
Precarios, porque la capital nicaragüense fue destruida por un terremoto en 1972 y le costaba rehacerse, crecer, en medio de una economía desfavorecida.

    "Muros pintarrajeados de consignas, bajareques en aglomeraciones sin concierto, recovecos, ripios, tabiques de catrinite y techos de asbesto, enjambres de alambres eléctricos que se podían tocar con sólo alzar la mano, cafetines de mesas derrengadas, (…)
(…) junto al abandonado parque de ferias La Piñata la bulliciosa parada de microbuses interlocales que hacían la ruta a las poblaciones vecinas a Managua, y que sometidos a continuos accidentes por la temeridad de sus chóferes habían sido bautizados con humor impotente como “intermortales”, las aceras robadas al transeúnte por las mesas de las refresquerías y las fritangas, la humareda de las hornillas suelta en el aire que olía ya de todos modos al diésel quemado de los escapes."

    Yo tenía la impresión constante de que Managua estaba a medio hacer. Al caminarla sentía la desazón de la falta de armonía. Junto a edificaciones -muchas ostentosas-, financiadas sin duda con capital extranjero, brotaban centros comerciales y restaurantes básicos en su diseño y construcción. Vecino a esto era fácil encontrar parcelas devoradas por la vegetación y el abandono. Así mismo no faltaba algún jardín modesto, pero cuidado con mimo, que gozaba de un encanto especial, el que le daban sus visitantes varios que parecían disfrutarlo mientras paseaban –algunos de la mano- o se sentaban en sus bancos: era de todos. Descomunales rotondas articulaban las grandes vías de comunicación; en muchos casos el protagonismo era el de las obras, interrumpidas por frecuentes aguaceros.
    
    En ciertas zonas de la ciudad dominaban las casas, pretenciosas en gran parte, bien protegidas con rejas y alambre de espino electrificado, todas con diseño ramplón. La prosperidad estaba marcada por la abundancia de seguridad privada, y no por el acertado mantenimiento de pavimento, acerado o alcantarillado. Te sorprendían a cada paso los excesivos manojos de cables que colgaban de postes sobrevolando por encima de los transeúntes, y efectivamente, casi al alcance de la mano.
Se descubrían locales de comidas y bebidas de lo más variopinto, algunos enormes, a medias entre mesones y cantinas, con música atronadora, sólido mobiliario de pesada madera o ligeras mesas y sillas de plástico; con plexiglás para proteger de las lluvias intempestivas. Y todo con cierto aire de abandono en el mantenimiento. El servicio siempre era amable, como en los mercados, donde faltaban seguramente los estándares higiénicos de aquí, pero donde sobraba la dedicación y el esfuerzo del personal. Las viviendas en diferentes zonas eran habitáculos rayanos en chabolas. Los puestos de venta de distintos artilugios y comidas pintaban una nota más del panorama urbano. Y todo  envuelto en el estruendo de un tráfico temerario de camiones, carromatos, autobuses destartalados, taxis, camionetas, ocasionales automóviles de alta gama…

    Me recordaba en algunos momentos a la España de mi infancia y a la vez, en muchos aspectos, se parecía a la España de 2013.

    Sergio Ramírez ha elegido este marco para localizar una trama policiaca, que tiene también mucho de novela social, pues es cierto que el autor centroamericano no se conforma con mostrarnos el caso delictivo descontextualizado, como es frecuente en el género negro. En el relato del autor nicaragüense además de ver esta Managua exterior, accedemos a distintos interiores que nos dibujan una precariedad generalizada, que se extiende a los medios utilizados por la policía. Podemos entrar también en distintos domicilios, desde los más comunes a los más ricos, que son en este caso concreto los de los acaudalados delincuentes: fastuosos y chabacanos. Cuando viajamos a la manera habitual echamos de menos conocer cómo se vive en el interior de los domicilios, al viajar a través las páginas de un relato todas esas interioridades son susceptibles de aparecer.

    De la misma manera en esta novela se muestra una radiografía del nicaragüense: la guerrilla anti Somoza pesa en el libro como en el imaginario del país: muchos de los personajes estuvieron implicados con ella, tanto los policías como los malhechores: todos buscaban una nación más justa, muchos siguen en ello; otros cayeron del lado de la criminalidad. También los hay, sobre todo aquellos que fueron alzados a las altas esferas, que olvidaron completamente los principios  izquierdistas. Denuncia el autor los conflictos sociales enconados, las aparatosas celebraciones de inauguraciones o actos religiosos. Sorprende que este país tenga ahora este acentuado apego religioso teñido muchas de las veces con la superstición.

    Conocemos Managua a bordo del baqueteado Lada del inspector Morales, miembro de la División de Drogas. Dolores Morales –cuya prótesis de pierna no le resta efectividad en su tarea- desempeña sus funciones en Managua; su colega Lord Dixon, es subinspector en Bluefields, enclave urbano en la costa atlántica. Dicho sea de paso, para volar desde allí a la capital por asuntos de trabajo tiene que pedirle préstamos a su tía, porque los presupuestos de la policía no alcanzan para su billete. Ahí tenemos un apunte entre cómico y estructural en aquel país. El jefe de ambos es el habilidoso Comisionado Umanzor Selva. Junto a ellos las pesquisas las completan doña Sofía y Fanny, que  conforman elementos más de vodevil que de trama negra. Entre todos consiguen deshacer el programa de narcoturismo que se habían montado los capos colombianos, quienes ayudados por delincuentes autóctonos, buscan ocultar por un tiempo a narcotraficantes con algún problema judicial. Los investigadores se saben humildes, ellos indagan, descubren y la DEA estadounidense se lleva los méritos. Morales se indigna contra la prepotencia del poderoso vecino del norte, que incluso se va apoderando de la lengua de su país, cada vez más invadida de americanismos.

    Una intriga muy bien trazada en definitiva. Y un cuerpo de policía que lucha contra poderosos capos de la droga con menos medios que estos.

David contra Goliat. Puede que no venza David, pero tampoco vencerá Goliat.












miércoles, 8 de abril de 2020

El mapa de los afectos



El pasado dos de abril leía en Babelia un artículo de Antonio Muñoz Molina donde aseguraba que en este periodo de confinamiento se están creando variados diarios personales con los que muchos pretenden expresar lo que están viviendo, cada cual a su manera: escribiendo, dibujando, en un collage… Están dibujando entre todos el mapa inmenso y me­ticuloso del presente. Decía exactamente.

Un mapa semejante es el que traza Ana Merino en esta novela. Ella lo realiza uniendo puntos como guiándose por el puntero aleatorio de una güija.  Al final de la lectura tenemos la representación de una porción de vida en un pequeño pueblo del Medio Oeste americano en un periodo aproximado de dos décadas.

Cada punto representa un personaje que durante dicho periodo entra en contacto de manera más o menos fortuita con otro u otros de sus congéneres. Entre los protagonistas, como entre todos nosotros, se establecen redes que nos ligan, unas veces de manera voluntaria pero otras por pura casualidad.
Pero no esperemos alcanzar una representación exacta y completa de una realidad vital, semejante a aquella que pretendía el realismo. Aquí, sin embargo, se observa un deseo claro de hacer patente el fragmentarismo que nos conforma, pues la autora aboga por la idea de que la única percepción del mundo que nos está permitida es la parcial.

Cuando se nos presenta una escena de vida cualquiera, la interpretamos condicionados por nuestras propias vivencias. Eso que vemos se fusiona con nuestro yo y genera un escenario que nunca sabremos cuánto tiene que ver con lo que en verdad acontece. Algo así le sucedió a Gina.

El azar juega en este mapa un papel relevante, como lo juega en la vida real. Así, el incendio tuvo lugar cuando ya todos habían salido del club, de no haber sido así, las vidas de Alfredo o Emily habrían corrido otra suerte; el reventón en el coche de Alfredo terminó con el vehículo frenado bruscamente en el sembrado, y no empotrado en la camioneta de Rita que volvía a casa con las compras de la semana y el depósito lleno…

En el relato de Ana Merino se yergue en algún momento la justicia poética en esa cabeza que rueda separada del cuerpo. La autora toca con su mano el mundo de sus criaturas, lo moldea. También nosotros en muchas ocasiones podemos trocar lo que nos sucede, liberándonos de la coraza del destino. Alguien aquí no pudo hacerlo y le cayó el peso de una losa que aniquiló lo que estaba siendo una vida más o menos feliz.   

La denuncia de muchos de los males de nuestra sociedad se disfraza de literatura en esta novela: el falso feminismo; las playas españolas del sur peninsular donde el agua arrastra cadáveres de muchos que buscaban una mejor vida; los muertos mexicanos que se perdieron entre el polvo del desierto en la frontera.

El tornado que sufren en la novela adquiere una simbología especial en estos momentos que vivimos. En algún sitio he leído que alguien compara uno de estos huracanes frecuentes en la zona con este periodo de confinamiento. Cuando todo termine saldrán del sótano –o saldremos de nuestra casa- y veremos qué consecuencias han sufrido nuestras vidas.

Cuando James volvió a casa, su abuela lo recibió emocionada. Su nieto ya no volvería a ninguna otra guerra y todavía le quedaban los brazos intactos para aferrarse al futuro.

miércoles, 1 de abril de 2020

Sostiene Pereira






Sostiene Pereira que le conoció un día de verano. Una magnífica jornada veraniega, soleada y aireada, y Lisboa resplandecía. En estas dos líneas del comienzo se plasma mi percepción de la novela. Al principio del texto aparecen una serie de hechos algo ambiguos, hasta incoherentes algunos, incómodos, cansinos; pero los eventos del final de la novela los aclaran, los engrandecen, los dignifican.
Detrás de este “sostiene Pereira”, repetido tantas veces a lo largo del relato, se encuentra un narrador que al principio me parecía más un fiscal, que daba cuenta de unos hechos ante un tribunal. Quizás Tabucchi quiso fundir las dos figuras en una sola, porque en esta novela se encierra un juicio: el que se hace a cada una de nuestras conciencias. Sobre cada lector sobrevuela una pregunta: ¿Qué habría hecho yo? La expresión “sostiene Pereira” va hilvanando las distintas vivencias de un cambio en su protagonista.
“Le conoció un día de verano”. Cuando Pereira conoció a Monteiro Rossi no era un verano cualquiera, era 1938, la dictadura salazarista campaba en Portugal. Unos sencillos, y ásperos, brochazos nos ubican en la dureza y la intransigencia del régimen totalitario. Por las calles corrió la noticia del asesinato de un carretero alentejano, esto fue el germen de diversas revueltas entre los portugueses. Había que conocer la verdad en las calles, en los periódicos no aparecía, la tinta de la prensa se vertía en eventos mucho más frívolos.
Pereira, un hombre ensimismado y gris duerme en su rincón. Su amigo el párroco don António le reprocha que no esté al día de lo que se vive a su alrededor. Yo también le hubiera cogido por las solapas y le habría sacudido para que despertara y viera esa Lisboa que rezumaba control policial, violencia e intolerancia. Pero Pereira al final me ha enseñado que se puede agarrar la vida y zarandearla.
 “Una magnífica jornada veraniega, soleada y aireada, y Lisboa resplandecía.” No había ninguna luz en la Lisboa del Pereira que conocemos al principio, su vida de tedio se reflejaba en una ciudad que lucía mate; su dificultad al caminar transmitía fatiga a los adoquines lisboetas. Esa luminosidad a la que se refiere el comienzo no la sentiremos  como tal hasta finalizar el relato, el desenlace proyecta claridad sobre cada una de las páginas que preceden.  Algunos puntos que quedaron más borrosos, más opacos, más negros adquieren una nueva dimensión cuando los miramos desde la conclusión.

Me pesaba la espera, quería dejar de leer, Pereira me irritaba. Creía que se dejaba engañar, pero era yo la que quizás lo miraba con ojos mezquinos, con ojos pobres. No siempre la verdad está en la superficie, hay que escarbar para encontrarla. Luego llegó la oportunidad de salvarse ante los ojos lectores. En realidad, no sucedió todo de pronto, el texto nos ha mostrado señales en diferentes momentos. La decisión final se ha ido fraguando ante nosotros.
El comentario último de Tabucchi desvela, alumbra, pero no explica, porque no hay respuesta. También eso ha estado ahí todo el tiempo, dibujándose en muchas páginas, en las que Pereira asegura que no sabe por qué hace lo que hace.
¿Por qué dijo eso Pereira? ¿Porque estaba solo y aquella habitación le angustiaba, porque de verdad tenía hambre, porque pensó en el retrato de su esposa, o por alguna otra razón? Eso no sabría decirlo, sostiene Pereira.