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martes, 30 de agosto de 2022

Cuesta abajo

 


El amante del género negro abre con gusto una novela con ese patrón porque sabe que al final el orden va a recomponer las piezas que el delito reventó. Aunque sin duda lo que le cautiva es el proceso.

Lee con zozobra, sabe que al final la armonía triunfará sobre la transgresión; pero no sabe de qué manera van a desenrollarse  los hechos. Porque el escritor de novela negra burla al lector y siembra la duda a lo largo de las páginas en forma de falsas pistas. No respiraremos tranquilos hasta que no cerremos el libro.

Siempre van a notarse algunas marcas de aquello roto que se pegó. Nos quedará el regusto amargo de saber que el mal está presente en la vida.

Connelly es hijo de los creadores que vinieron antes. Es sobrio en su escritura, elude las divagaciones, aunque deja alguna reflexión colgada de sus páginas.

 “Bosch quería un nuevo caso. Necesitaba un nuevo caso. Necesitaba ver la expresión en el rostro del asesino cuando llamara a la puerta y le mostrara la insignia, la encarnación de la inesperada justicia que se cernía sobre él después de tantos años. Aquello resultaba adictivo, y Bosch ansiaba disfrutarlo.”

Eso ansía también el lector: que la justicia ruede sobre el infractor.

Este veterano inspector de la policía de Los Ángeles está destinado ahora en la Unidad de Casos Abiertos/ No Resueltos. Ahí se encargan de revisar los casos de homicidio no resueltos en décadas. Los evalúan y entregan las antiguas muestras para nuevos análisis utilizando la tecnología más vanguardista.

Henry Bosch es un investigador experimentado, disfruta de una buena memoria y de un singular poder deductivo, en el que reviven a otros detectives. Se entrega a fondo cuando está ante una investigación.

En esta ocasión le ofrecen un caso en el que hay un resultado raro en el ADN estudiado. El individuo que el innovador laboratorio refleja en la muestra de aquel delito de 1989 es Clayton Pell. Con numerosas detenciones y tres condenas sucesivas, parecía claro que él fue el asesino. Pero en aquella fecha Clayton tenía solo ocho años. No podía ser el culpable, los índices lo probaban.

¿Qué había sucedido? ¿Los inspectores encargados de custodiar las muestras habían mezclado las de dos casos? ¿Había fallado el laboratorio que realizaba las pruebas? Había que investigar manteniendo cierta discreción. La Policía de Los Ángeles se jugaba su credibilidad.

Va a quedar patente en estas líneas la existencia de una sima entre la institución y los investigadores que la componen; sus intereses no siempre marchan parejos. La institución se pelea por el buen nombre político, los policías luchan contra el crimen.

Este grupo dedicado a casos no resueltos no trabajaba en la escena del crimen, “trabajaba con las carpetas y las cajas de cartón de los archivos.” Pero la trama se espesa con un segundo caso, y  ahí sí van a tener que acercarse a la escena del delito. Ha aparecido muerto el hijo del concejal Irvin Irving: se ha caído desde un séptimo piso, o lo han tirado. Han encontrado su cuerpo aplastado contra el suelo.

El concejal siempre ha estado enfrentado a Bosch, incluso antes de tener este cargo, cuando eran compañeros. El policía no entiende por qué quiere que sea él el que realice las investigaciones.

Al final encontraremos una respuesta. Y un lazo que une las dos pesquisas, no en sus contenidos, aunque sí en el espacio en que se mueven: artesanos de la resolución de crímenes y políticos de altos despachos.

Es triste para este policía de años, que se ha dejado la piel en descubrir el mal, comprobar que los negociados que los dirigen, se preocupen menos por un crimen horrible que por unos presupuestos.

Descubre lo que nadie ha visto. Bosch es metódico, sus sistemas son lentos, para los que están con él hasta infructuosos, pero al final descubrimos deslumbrados que tenía razón.

Le seguimos en su manera de trabajar. Se van abriendo rutas posibles, luego se cerrarán y solo una quedará abierta. Este es el juego de la novela policiaca: mantener vivo nuestro interés hasta la última línea. Bosch lo tiene claro Y yo lo único que quiero es saber qué pasó en realidad”.

Algo más de una semana necesita Bosch para apabullarnos resolviendo los dos casos.

No falta el picante del amor en la novela, se trata de la doctora Hanna Stone, que busca conocer el origen del mal. Ella introduce este tema para nuestra consideración. ¿Está quizás usando a Bosch para hallar respuestas? Él le responde que solo quiere combatirlo, que no sabe de dónde procede. La doctora tiene razones para hacerse esta pregunta.

“Mi función más bien es la de presentarme cuando las cosas ya han pasado, para limpiar un poco los desperfectos. Lo único que sé es que en este mundo existe el mal. Lo he visto. De los que no estoy seguro es de dónde procede”

Bosch no tiene amigos íntimos, pero es leal en sus relaciones; no se amilana ante un político poderoso. Es arrogante.

Él estuvo en Vietnam, aquello lo moldeó. Cuando su exmujer murió se hizo cargo de su hija adolescente. Lo llevan bien, solo a veces siente un poco de pudor por tratar algunos temas ante la chica, que ha heredado la agudeza deductiva de su padre. Está un poco de más en la novela.

Usa métodos antiguos, estamos en 2012, pero él continúa con su libreta dónde apunta, hasta que cree que tiene suficiente para empezar; las pruebas las convierte en papeles reales, nada de archivos de ordenador. Alguien en el libro deja caer que se parece en la manera de hablar a Colombo, aquel detective mítico de la televisión de los 70. Connelly le está haciendo un homenaje, seguro, porque lo disfrutó en su adolescencia.

Un depredador ayudará a encontrar a otro depredador. Bosch no está ahí para juzgar, está para solventar cuestiones, descubrir verdades.

Cualquier víctima importa. Todas las personas contaban o no contaba ninguna. Es su lema. Lo veremos al final.

“La repentina falta de contacto visual llevó a Bosch a comprender que Rollins estaba mintiendo”. Es astuto. Pero seguro que no tanto como para ver una pestaña moverse: “Detectó un ligero temblor en una de sus pestañas.” Quizás esto solo sea un problema de la traducción.

 

 

 

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jueves, 11 de agosto de 2022

Últimos días en Berlín

 


Cada lectura tiene su momento y su lugar.

Esta novela no demanda una gran concentración, no precisa un lugar retirado, no exige recogimiento, no pide la participación del que lee.          

Últimos días de Berlín recuerda aquellos cuentos que nos entretenían, que nos deleitaban en la infancia. Unos personajes maniqueos junto a una acción potente, que hipnotiza, con sorpresas permanentes; a veces previsibles.

Al iniciar la historia estamos en el Berlín de 1933, Yuri Santacruz se acaba de mudar allí, procedente de Madrid. Él nació en San Petesburgo. Su padre, Miguel Santacruz, se incorporó como agregado de negocios en la embajada española  durante el periodo zarista. Allí conoció a Verónika Olégovna, hija única de un rico comerciante de Rostov. Se casaron un año después de conocerse, en 1907, y tuvieron cuatro hijos.

La vida de la familia parecía una copia de la felicidad hasta que las circunstancias que les tocó vivir lo trocaron todo en tragedia.

Cuando empecé a leer, el personaje de Yuri Santacruz en la trama me hizo pensar en “El baile de las cintas”. Los danzarines en círculo alrededor de un mástil agarran una cinta de las que cuelgan desde lo más alto. El mástil es Santacruz y cada banda supone una parte del argumento, un personaje de esta novela, porque todo en ella está atado a Yuri. Los integrantes de la danza comienzan a dar vueltas respetando la circunferencia, así los vaivenes de las distintas creaciones de esta novela enrollan sus vivencias alrededor del joven español. Al compás de la música cada bailarín debe pasar por debajo de la cinta del otro, e inmediatamente después dejar pasar al que quiere avanzar en sentido contrario por debajo de la cinta que uno agarra. Con este movimiento en el mástil se va tejiendo una especie de hilado, colorido por las distintas tonalidades de las cintas. Ese hilado simboliza el contenido de Últimos días en Berlín, construido siempre manteniendo a Yuri como pivote.

El relato se instala entre el principio de la Revolución Rusa y el final de la Segunda Guerra Mundial, saltando principalmente entre Alemania y La Unión Soviética. Aunque lanza algunos hilos que nos abren caminos en hechos que acontecieron en España, Suiza o Polonia.

“A pesar del aire gélido de aquel atardecer, Yuri Santacruz decidió salir a la calle. Su casera, la señora Metzger, había oído la noticia en la radio: se había organizado un desfile de antorchas para celebrar el nombramiento de Adolf Hitler como nuevo canciller de Alemania.”

Estas son las primeras líneas. ¿Qué hace el joven en Berlín? ¿Qué ha sido de sus padres y sus hermanos? Yuri Santacruz ese día va a ser “testigo del salvaje apaleamiento de un indefenso” por parte de las nuevas milicias hitlerianas. Él no va a pasar de largo, como muchos,  se detendrá  para ayudarlo.

Ese será el inicio de un torrente de eventos que formarán un río profundo. Una nueva familia Santacruz va a salir a flote. Muchos -allegados y ajenos- se quedarán en las orillas y otros más se hundirán,  sin que él pueda hacer nada.

Algunos hechos previsibles y otros demasiado efectistas restan verosimilitud a la narración.

De manera algo simplista los personajes se agrupan entre dos polos: buenos y malos. Alguno de los primeros puede caer en una acción censurable, no por propia voluntad, sino impulsado por la pasión irrefrenable; distintas actitudes conseguirán redimirlos después. Varios de los personajes buenos mueren, constituyen la cuota de dolor que el lector ha de pagar. El homosexual que se esconde, el comunista convencido, el demócrata idealista; los que han descubierto que más allá de las fronteras soviéticas la gente disfruta de un bienestar que allí dentro es privilegio de unos pocos solamente.

Los eventos políticos están poco elaborados, no escarba demasiado la autora –probablemente no le interese-: la revolución bolchevique y el nacionalsocialismo encierran la misma filosofía de gobierno por el terror y la infantilización de la gente. De algunos textos del libro, leídos de manera autónoma, no sabrías decir si corresponden a situaciones del régimen soviético o nazi. Los te producen el terror, la pesadilla de la arbitrariedad en la autoridad, del ensañamiento en las actuaciones del poder, del abuso del fuerte.

“Lo que ocurrió en aquellos meses se mueve en mi mente como una masa viscosa, podrida y fría.” Esto pudo haberlo dicho una víctima de uno u otro régimen.

Muchos capítulos van encabezados por el doctrinario propagandístico de Goebbels: sorprendente y en muchos casos reconocibles más allá de aquella Alemania.

Un hombre y dos mujeres, muy distintas entre sí y a la vez muy próximas, provocan el poco realista enredo amoroso que, con alguna pizca de erotismo, edulcora la novela. Tiene un desenlace ocurrente, inesperado, o quizás no.

Una novela entretenida. Se presenta como una escalera donde cada peldaño es un paso más hacia arriba en la habilidad  creadora de la autora, que sin embargo deja caer adjetivos y expresiones manidas, imágenes poco afortunadas, obviedades en el contenido.

Un trasfondo histórico tan poderoso se queda dentro del que lee y uno no puede evitar preguntarse al rememorar algunos contenidos qué habría hecho en algunas de las circunstancias, extremas, en que han vivido estos personajes.