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jueves, 27 de febrero de 2020

Una mujer en Berlín



La lectura te sitúa a veces frente a temas controvertidos, duros, difíciles de asimilar. Es el caso de este libro que se refiere a las extremadas condiciones de vida en el  Berlín del final de la Segunda Guerra Mundial, particularmente de las mujeres que sufrieron las violaciones del ejército soviético de ocupación. Se presenta un paisaje construido con devastación, desamparo y una enorme desesperanza.
Jamás, jamás podría un escritor inventar algo semejante. Así lo anota la autora en su diario, que es lo que nos vamos a encontrar en esta obra. Le entregó el texto a un amigo que se convertirá en su depositario.  Él da fe de su total autenticidad y, sin desvelar la identidad de la escritora, nos la presenta como una joven burguesa de unos 29 años, con una exquisita educación, que luchó por una temprana emancipación. Fue una periodista experimentada que realizó su labor por varios países europeos incluida la Unión Soviética. Se mantuvo al margen del Tercer Reich y un trabajo la retuvo en Berlín durante el último año de la guerra.
Y es en ese último año cuando se dedicó a escribir el diario entre el 20 de abril y el 22 de julio. Estas páginas la ayudaron a seguir adelante dentro de aquel caos moral y físico. Se adivina aquí la fuerza liberadora de la confesión.
Si son atractivos e interesantes los contenidos de estas anotaciones, también lo es todo lo que envuelve su escritura y posterior publicación. Son circunstancias muy esclarecedoras sobre la condición humana.
Este amigo y depositario consiguió la publicación en EE UU en 1954 como anónimo, realizando además unos pequeños cambios que preservaran la identidad de las personas que aparecían.
Hasta 4 años después no se publicó en alemán, y no en Alemania, sino en Suiza. El pueblo germano no estaba preparado, seguramente, para enfrentarse a la realidad de esos hechos inconfesables. Uno de los pocos críticos que lo reseñó se refirió a «la desvergonzada inmoralidad de la autora». No era fácil aceptar que una mujer escribiera sobre esa situación tan poco honrosa, sobre todo teniendo en cuenta que a veces los varones alemanes se presentaban como testigos pasivos. Se cree que más de 100.000 mujeres fueron violadas.
¿Pudo esta mujer actuar de otra manera? En el epílogo el representante se revuelve contra esta pregunta que flota; considera que es demasiado fácil juzgar cuando uno no está en esa tesitura.
Se comprende que la autora no quisiera verlo publicado en Alemania tras la fría acogida de esta primera edición. Hasta después de su fallecimiento no volvió a ver la luz en su lengua, ya en 2001, y siempre sin que su nombre apareciera.  Hay que decir que a partir de los años sesenta el libro se continuó leyendo fotocopiado en medios estudiantiles y feministas, coincidiendo con fechas en las que el pueblo alemán estaba consiguiendo sacar a la luz recuerdos que se habían mantenido ocultos en la memoria colectiva.
El diario recorre tres momentos que se van sucediendo cronológicamente en el transcurso de esos pocos meses. Durante el cerco de la ciudad sentimos con Anónima el hambre desgarradora y las penurias en el microcosmos del refugio antiaéreo. Se palpan las sensaciones. En estos críticos momentos los hombres que permanecen en Berlín se han convertido en el sexo débil a ojos de las mujeres. Así lo siente la autora. No es extraño que su libro no despertara simpatías. En los últimos tiempos del cerco, los rusos llegan y se llevan el hambre de Anónima, que ha de pagarlo con su cuerpo: usa la frialdad y la indiferencia para aislarse y sobrellevarlo todo. Nos habla con franqueza de que necesita un lobo que la defienda, se hace amiga de algún oficial para evitar las agresiones de la tropa. Los intentos de denuncia ante los jefes militares no servían de nada. Algunos de ellos respondían que no habían sido muy diferentes los soldados alemanes en su país. Viven desorientados: no hay reloj, ni calendario, ni periódicos, sustituidos estos por los rumores que se oyen en las colas, sobre todo la del agua. …nosotros tragamos con todo. Estamos de pie y esperamos.
Los ivanes, como ella los llama, se van, se produce la capitulación germana  y un cierto atisbo de normalidad ilumina Berlín. Ya es posible abandonar el propio barrio y recorrer otros lugares, a pie, entre cascotes, rodeados de un silencio inusitado. La actividad organizada se relanza: alguien ha conseguido que brote una peluquería de aquellos escombros, hay algún cine abierto. Anónima desempeñará diversos trabajos, desde traductora a lavandera y editora. Chupar su dedo con una mezcla de agua y azúcar le sabe mejor que los bombones del tiempo de paz.
¿Cómo reacciona su pareja cuando vuelva del frente?
Qué mal parado queda ahora el gran líder del Tercer Reich: ¿Podrá haber nunca una resurrección de los dirigentes nazis? se pregunta Anónima. Los berlineses viven indiferentes a las negociaciones entre los aliados, a sus celebraciones: ellos ya están derrotados.
Trabajo duro, pan escaso… pero el viejo sol sigue alumbrando en el cielo.

domingo, 23 de febrero de 2020

La flor púrpura






En la novela un poderoso católico muy fanatizado capitanea a su familia con severidad y rigidez, como si fuera una más de sus propiedades.
Ahora uno se podría preguntar dónde se sitúa la novela, y muy probablemente pensaría en un país occidental.  Pues no, es Nigeria. Me doy cuenta de que no somos tan distintos. Quizás conocemos poco de la vida de África, son numerosos los estereotipos que nos ocultan su realidad. Deberíamos interiorizar que es un continente construido de variadas culturas y diferentes países.

De eso mismo habla la autora en una entrevista. Se trata de CHIMAMANDA NGOZI ADICHIE, que nació en Nigeria en 1977. Cuando llegó a Filadelfia desde su Nsukka natal, para estudiar, sus compañeras se asombraban de lo bien que hablaba inglés; ignoraban que en Nigeria era lengua oficial. Había crecido rodeada de la misma música, televisión y literatura que ellas.  Al llegar a EE UU tomó conciencia de ser negra en un país donde su raza es minoritaria. Y allí además de mujer y feminista, también era una inmigrante.
La flor púrpura fue su primera novela, la escribió con 26 años. En ella descubrimos unos conflictos familiares que se insertan en la problemática política y social del país africano. El texto surge impulsado por un deseo irrefrenable de denunciar la situación de la desigualdad femenina, el negativo impacto de la colonización, la inexistente política social, la corrupción.

Todo empezó a desmoronarse en casa cuando mi hermano, Jaja, no fue a comulgar y padre lanzó su pesado misal al aire y rompió las figuritas de la estantería. No solo se rompieron las figuritas, todo el mundo de Kambili se destrozó en ese momento. La joven comienza a percibir su auténtica realidad, y nosotros con ella desde esa primera página. Se trata de una narradora adolescente, una voz tierna que revela su mundo.

Su existencia era como un juguete entre las manos firmes y duras del padre. Lo tenía todo menos libertad. No era feliz, pero tampoco, desgraciada. En su casa tanto ella como su madre y su hermano vivían la existencia que el padre había diseñado para ellos, con unas normas rígidas e inquebrantables. En esa mansión la opulencia convivía con la severidad y la intolerancia. Era una cárcel de oro.

En una estancia en Nsukka en casa de su tía, junto a sus primos, Kambili descubrió un universo radicalmente diferente. En ese hogar se despliega una vida llena de necesidades, pero también de libertad. Mientras su casa estaba llena de riquezas materiales, en la de su tía reinaba la precariedad, pero estaba repleta de sentimiento. La tía Ifeoma sabía dirigir a su familia, había impuesto normas, pero no había la dureza de la casa de su hermano.

Resulta llamativo –aunque no es extraño- que este padre arbitrario y violento se muestre tan solidario con los de fuera de casa. Él también fue en su infancia víctima de la intolerancia y el rigor entre los religiosos extranjeros que lo educaron. Quizás fue eso lo que lo convirtió en un maltratador.

Mientras vemos crecer a Kambili nos encontramos en su entorno con personas que no difieren mucho de las que me rodean: la enorme distancia geográfica se reduce cuando se trata de medir la condición humana.

El universo femenino del libro está dividido entre las que sufren con resignación los agravios del patriarcado, condenadas a vivir a la sombra del hombre y de las costumbres; y las que luchan por abrirse un camino propio; eso sí, cargando con la pesada losa de un gobierno corrupto.

En el ámbito masculino encontramos una nueva división: los que se enorgullecen de sus raíces y los que las rechazan, porque dan más valor a lo foráneo. A este lado está el padre, educado por misioneros extranjeros que lo vaciaron de su realidad, incluso de su lengua materna el igbo. Entre los primeros, el abuelo Papaunukwu y su nieto Jaja, cuando consigue desprenderse del dominio paterno. 

En la visita a la casa de su tía, Kambili observa que están en una órbita distinta a la suya. Pero un hecho luctuoso impedirá a la joven sondear la nueva dimensión vislumbrada y seguirá el camino que su tradición –muy cercana a la nuestra- traza a las mujeres.

Nsukka le revela a Kambili el amor. Allí descubre la risa: sus primos y su tía ríen.
Hablan y ríen en la mesa.
En su casa eso estaba absolutamente prohibido.


Aquella noche soñé que me reía.      

domingo, 16 de febrero de 2020

Lluvia fina




Ahora ya sabe… Estas tres palabras abren Lluvia fina. A partir del este “ahora”, Landero nos aloja en los recuerdos de una familia; es como si nos sumergiéramos en las profundidades del mar, para salir de nuevo a la superficie de ese presente inicial cuando termina la novela. Y de pronto te encuentras con ese final inesperado. Impactante.

Luis Landero nos adentra en la historia de una madre anciana que tiene dos hijas y un hijo. Cualquier lector reconocerá parte de sus propias vivencias. Un rencor antiguo se va a despertar y va a liberar monstruos dormidos. Es como si la “Lluvia fina” del título fuera cayendo tranquila, pero constante, y terminara arrastrando la tierra para dejar a la vista lo que estaba sepultado.

La que “sabe” es Aurora, y  lo que ha comprendido es que las palabras no es verdad que el viento se las lleve tan fácilmente como dicen. Sabemos que las palabras entran en nuestra cabeza y se quedan retumbando durante tiempo, como una piedra que tiras a un pozo. A veces puedes pensar que se han esfumado, pero no, solo estaban adormecidas, y el recuerdo puede despertarlas.

Aurora es la mujer del hijo, recibe un aluvión de confidencias por parte de sus cuñadas. Ya conocía algunas de esas revelaciones, que ahora le llegan matizadas, incluso distorsionadas, hasta en versiones dispares. Vamos conociendo los vaivenes de esta casa; del padre muerto, ya hace mucho;  de la madre autoritaria;  de los problemas económicos. Vamos conociendo lo que late en el recuerdo de unos y otros, pues claramente la novela muestra algo de lo que todos somos conscientes: la verdad tiene muchas caras y nos revela que un mismo hecho puede verse de maneras diferentes según quien lo viva.

Esta tromba de confidencias le descubren a Aurora otro Gabriel, muy distinto del hombre con el que se había casado.

A lo largo de la lectura comprendemos que no debemos decir todo lo que nos sube a la cabeza, que hay palabras que deben permanecer calladas. Aunque es cierto que todos “necesitamos contar, que hasta que no hemos contado parece que no hemos terminado de vivir del todo.” Estoy de acuerdo con esto que ha declarado Landero en una entrevista, pero creo que convendría aprender a refrenarse. Él afirmaba también: “A la hora de hablar surgen malentendidos y equívocos, porque las palabras no son inocentes, son peligrosas, pueden crear rencores y enemistades.” Este es un eje sobre el que gira la novela. Justo es eso lo que ha pasado aquí, se han despertado los pequeños demonios, asegura el escritor. Esa es su lluvia fina.

Esos pequeños diablos a veces quedan hipertrofiados por la imaginación. De ahí que haya otro eje sobre el que pivota el texto: la memoria, “la memoria es la verdadera loca de la casa.” No creo que se pueda decir mejor.

La memoria es una trampa, muchas veces moldeamos los recuerdos enmascarando el pasado, necesitamos hacerlo porque nos desagrada lo que sucedió de verdad; puede ser también que lo que aconteció se haya desdibujado del todo, y lo inventemos por supervivencia.

La portada que ha elegido Tusquets me parece muy significativa, una foto borrosa: se reconoce perfectamente la imagen que alberga, pero los detalles no están claros. Son la metáfora perfecta de esa verdad poliédrica que mencionaba más arriba: cada uno le creara a la figura sus propios detalles, dependiendo de sus experiencias.

En la vida como en la lectura de una novela cada uno construye su propio relato.




domingo, 9 de febrero de 2020

Conjunto vacío


2017 Pepitas de calabaza, en México 2015.

Una artista visual que escribe: así se define Verónica Gerber, escritora mexicana de1981.
Solo con abrir el libro se revela una propuesta diferente: encontramos una combinación de escritura y elemento icónico. El propio título es el símbolo del “conjunto vacío”: presagia la soledad que encierra la novela.
Verónica Gerber en una entrevista se refiere a Conjunto vacío como obra o pieza; aunque dice que comprende que en medios literarios se hable de novela. Pero ella no quiere que solo se vea como eso, como una novela, porque así se reduce a un solo modo de lectura.
Enseguida uno se pregunta qué impulsa la distribución de grafías y dibujos. En las primeras páginas de la novela podría advertirse una pista cuando se lee: Hay cosas, estoy segura, que no se pueden contar con palabras.  La propia autora declara en un encuentro literario  que los dibujos están para completar esas partes que costaba decir o decirse. En definitiva vemos que la novedad de Conjunto vacío no es capricho es una necesidad expresiva de esta creadora, exiliada de la patria común de las palabras. Las palabras me dan miedo, me asusta no saber qué entienden los demás cuando Yo(Y) (sic) hablo.  Cuando dice esto el personaje, es fácil imaginar a la autora explorando nuevos caminos expresivos para calmar esa ansia.
El principio del relato coincide con el final de una relación amorosa, la de la protagonista, Verónica, y Tordo. Ese final, que cierra una cadena de algunos otros en su vida, va a propiciar un comienzo, repleto de preguntas que Verónica se hará a lo largo del relato. Dice: Todos estamos esperando que por fin aparezca eso que no podemos ver.
Pero va a ser difícil encontrar respuestas y Verónica Gerber lo pone de manifiesto en su relato a través de su concepción de la obra (en la que trabajó cuatro años): fragmentos sin continuidad cronológica, y que son como pedazos rotos de un escrito que hay que recomponer con cuidado  para encontrarle sentido. Se trata también de pedazos de una vida que debemos recomponer al leer estos capítulos breves, muy desiguales en el tamaño; expresados en lenguajes inventados, propios de los niños; o con disgrafías e incluso escritura ilegible.  La diversidad expresiva se corresponde con la complejidad de la(s) vida(s) que abriga.
Tras la ruptura amorosa, el personaje vuelve al piso de su madre, el único lugar al que podía regresar. El apartamento está igual que ese día de 1995, cuando -asegura- dejamos de ver a mamá: tanto su hermano como ella. Hubo un divorcio; y había un padre, con tan poca presencia en la novela como en la vida de Verónica. A partir de ahí porciones de existencia con elementos comunes a otras muchas y con elementos diferentes.
Personaje y autora comparten nombre y dedicación al arte visual. Además ambas son hijas de exiliados argentinos nacidas en México. Pero no son la misma persona, explica Verónica Gerber: es un ejercicio de autoficción. El que escribe siempre se alimenta de lo que tiene alrededor. La literatura adopta distintos moldes según las épocas, pero siempre están llenos de vida y ficción.
Cuando ya he conseguido reunir los pedazos que Verónica Gerber me ha dejado entre estas páginas, he construido una historia, que contiene ecos de muchas otras, y que quizás no es la que ella concibió. En ella hay soledad, como presagiaba el título, y hay muchos exilios: de la protagonista, de su familia, del amor, de la madre, de la patria, del tiempo, de las palabras; y también de uno mismo.
Si alguien me preguntara de qué va este libro, le diría que está hecho de la materia escurridiza del vivir. Y le ofrecería, por ejemplo, esta frase que se encuentra entre las últimas páginas: Es extraño llegar a un lugar que se corresponde contigo, pero al que no perteneces.