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martes, 2 de junio de 2020

El pabellón No. 6




Al leer los cuentos de Chéjov –escribía Gorki- uno parece sumergido en un día triste de finales de otoño, cuando el aire es tan transparente y en él se recortan con punzante nitidez los árboles desnudos, los estrechos edificios, la masa gris de la muchedumbre. (…) La mente del autor, como un sol de otoño, ilumina con despiadada claridad los destrozados caminos, las retorcidas calles, las sucias y apretujadas casas en las que se ahogan de aburrimiento y pereza unos seres pequeños y desgraciados llenando sus casas de un insensato y soñoliento bullicio.
Las siguientes palabras de las primeras líneas de El PABELLÓN NÚMERO 6, presagian el lugar -olvidado de todos, abandonado por todos- al que nos dirigimos.
Bosque de maleza, ortigas y cañas; techo herrumbroso; chimenea medio derruida; escalones podridos y cubiertos de hierba.
Se trata de un edificio que está separado del desamparado hospital de la ciudad por una tapia gris con clavos con sus puntas hacia arriba.  Es el Pabellón número 6.
Al abrir la primera puerta, entramos en el zaguán. Aquí, junto a las paredes y a la estufa se amontonan montañas enteras de desperdicios viejos del hospital. Colchones, batas viejas y rotas (…), zapatos gastados que ya no sirven para nada; todos estos harapos tirados en montones, aplastados, en desorden y pudriéndose, exhalan un olor sofocante.
 Más adelante se entra en una habitación grande y destartalada, donde se amontonan también cinco hombres: arrastran una existencia huera, como esos objetos inservibles de la anterior cita; se hallan apartados del mundo, profundamente solos. Se encuentran echados o sentados en camas atornilladas al suelo: Son los locos. Así lo escribe el propio Chéjov.
Nikita es el que se encuentra más cerca de estos marginados, lo han puesto ahí de vigilante; es el perfecto cumplidor, un hombre simple que actúa de manera práctica; un ser obtuso que no conoce otra manera de mantener el orden que con golpes: a ellos hay que pegarles.
Me pregunto por qué para algunos –incluso hoy- está legitimado pegar al diferente.
De entre todos estos atormentados bultos deshumanizados, Chéjov destaca a Iván Dmítrich. Nos relata su biografía. Desgracias familiares deshicieron una vida ordenada y lo convirtieron en ocupante del pabellón número 6: se despeñó desde la más elevada coherencia hasta las simas de la manía persecutoria.
El doctor Andrei Efímych viene a hacerse cargo de la institución médica. En su juventud él quería profesar, pero su padre lo obligó a estudiar medicina. No es un médico vocacional, pero comprende que el centro necesita reformas profundas: tanto los enfermos psiquiátricos como el resto yacen allí aparcados; hombres y mujeres desesperanzados, de los que nadie se va a ocupar.
Pronto el doctor Efímych va cayendo en la indolencia y en la apatía. Pierde todo interés por los enfermos ¿Qué más da? Todos vamos a morir: es su argumento. Permite  que seres ignorantes, egoistas y sin escrúpulos manejen los pocos fondos públicos que llegan y se hagan cargo de la práctica médica. Actúa con una cobardía disfrazada de determinismo.
Pero un día el azar lo llevará delante de Iván Dmítrich, ese loco al que vimos cuerdo. Y ya nada volverá a ser igual. La línea entre la cordura y la locura es muy fina.
Chéjov refleja en su relato un amargo reproche por aquellos que no sienten respeto por los otros, por los diferentes. Desprecia la vulgaridad y critica aquella sociedad rusa, aunque en realidad censura todas las sociedades porque lo que él juzga es el alma humana.
El doctor Efímych es como –en palabras de Gorki- los que sueñan cuán bella será la vida dentro de doscientos años y a ninguno le viene a la cabeza una pregunta tan sencilla -¿y quién, entonces, la hará más bella si nosotros no hacemos otra cosa que soñar?



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