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jueves, 25 de marzo de 2021

Las ganas

                                                      

Benito Bernal, protagonista de LAS GANAS, es lo más distinto que podamos imaginar de un macho alfa.  Las ganas significan aquí los deseos que tiene Benito de estar con una mujer. Hace mucho que no se da un revolcón. Cada vez que ve a una chica, un deseo mayúsculo y endiablado le quema y le intimida.

Cada día Benito arrastra sus apetitos a lo largo del enorme trayecto que separa su casa, en la colonia de Los Rosales, de Valdemoro, donde se ubica su lugar de trabajo. A pie, en metro o en cercanías sufre viendo, o creyendo ver, cómo todo el mundo achucha y es achuchado. Nuestras carencias multiplican la abundancia en los demás. Cuando te falta algo, sientes que, a los otros, eso mismo les sobra. 

“A esta angustia frustrante y callejera, Benito la llamaba el tremedal. El tremedal era la congoja de ir por la ciudad muerto de ganas,  perplejo ante la belleza de miles de rostros y miles de miembros con los que no tendría jamás la más mínima posibilidad de porlar.”

Madrid tiene una presencia importante en la novela, como en Los millones, del que escribí el 27 de septiembre de 2019. Aunque el Madrid más ilustre solo se toca de manera tangencial. En el libro se dibuja una ciudad más pedestre, donde viven los que sufren el mundo y no los que lo dirigen.

Ni su casa ni su lugar de trabajo se caracterizan por ser muy glamurosos. La primera la han heredado su hermana y él de una abuela que casi  no conocían. Asquito le daban cortinas, papeles pintados, sartenes y cubiertos de la esa morada. Nada le invitaba a convertir aquella cochambre en un hogar. Químico de profesión, Benito dirige una empresa calamitosa de este ramo. Un limitado local, en un bajo, que daba a un sombrío patio interior, regado de pinzas de la ropa.

Pero lo cierto es que Benito ha conseguido crear una sustancia, que es un prodigio, el mocordo, un producto que conserva la madera en un estado óptimo para siempre. Ha ofrecido la sustancia a una importante compañía de Bristol, que tendría que promocionarla y ponerla en el mercado.

“Mientras Bristol no comprara, haber destilado el mocordo le valía Benito lo mismo que haberse hecho un Cola-Cao.”

Jornada tras jornada, su tarea consiste fundamentalmente en intentar una y otra vez comunicar con el responsable de la compañía inglesa, que jamás se pone al teléfono. Pero Benito no desiste, y espera, ante el asombro del que lee, que llega a desesperarse con este pobre necio, que también nos conmueve, porque Santiago Lorenzo lo ha tejido con ternura, con mucha ternura. Reconocemos esta manera de querer a sus personajes, ya lo hemos visto antes. El idealismo se aloja en este personaje como en Francisco García, en Los millones.

En Las ganas se apuesta fuerte por el que no se deja vencer por el desaliento. Cualquiera que no fuera el afanoso Benito se habría olvidado ya del  mocordo  y se habría dedicado a los análisis de polución, a los informes de acidez de suelos o a las tramitaciones de calidad ISO.

«Mucho rollo con prevenir el deterioro de madera, pero aquí el que se está pudriendo soy yo. Más me habría valido inventar un remedio para inyectármelo a mí y no pudrirme, en vez de para inyectárselo a un retablo»

Benito tiene una pobre imagen de sí mismo porque no es un gran conquistador, quizás el problema está más en que se valora al hombre por el número de camas que visita. Es un triste modelo de masculinidad. Creamos demasiados estereotipos, sin darnos cuenta que somos distintos, y tenemos derecho a ello.

Benito y su hermana no han tenido suerte con la familia. Afortunadamente, ellos dos se apoyan uno en el otro. En el libro siempre se compensa el polo negativo con el positivo.

“Nunca habían esperado mucho de unos padres que no querían saber nada el uno del otro y que parecían haber encargado progenie por imperativo de un sorteo vinculante en el que les había salido la china negra.”

Ganas de sexo y ganas de que el ejecutivo de Bristol responda a su llamada. No sabemos cuál de las dos frustraciones es mayor. Pero hay muchas más ganas en el libro, las de Crespo, que se las tragaba amargas cuando veía el trato injusto de las niñas del colegio a su hija. También las de María, rota porque no sabe por qué no funciona su relación. A veces resulta muy difícil expresar lo que sentimos, a Benito le pasa. Santiago Lorenzo, entre bromas y veras, nos retrata e interpela un poco a todos, al tocar temas muy cercanos. Es el caso también de la falta de comunicación, debajo de todos estos desengaños se ha instalado un gigantesco vacío de conexión.

Desde la primera línea, el pobre Benito te provoca la risa, la carcajada incluso. Aunque la risotada se te va congelando en la cara cuando te das cuenta de que todos tenemos algo de Benito Bernal, de que hay muchos Benitos Bernal entre la gente que nos rodea, que hay muchos trocitos de él desperdigados ante nuestros ojos.

Se disfruta esta lectura con los sorprendentes giros a lo largo de la trama y con el brillante lenguaje entre ácido y dulce del autor. Sin embargo, da la impresión que  al final Santiago Lorenzo aprieta demasiado el acelerador. Voy a pensar que es como si tuviera prisa, como si se hubiera cansado ya del divertimento que le supone escribir, cuando supongo que no es fácil crear esto. Debajo de toda esta inventiva léxica, de este chisporreteo lingüístico, de esta agudeza para cubrir lo importante con humor, se transparenta un duro trabajo.

He leído que su literatura es nieta de la de Rafael Azcona y sobrina de la de Eduardo Mendoza.

Detrás de las bromas, de la creatividad lingüística hay una destacable ternura al tratar a sus personajes, tan creíbles, si retiramos la capa de esperpento que los recubre,  reflejos de él; de nosotros mismos.




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