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miércoles, 20 de abril de 2022

Náufragos

 


 “La primera vez que vi a Emma era una cálida mañana de septiembre. O, al menos, esa fue la primera vez que fui consciente de verla.”

Este comienzo nos cuestiona.  

Caminamos ajenos a los que nos rodean, a esos que se encuentran cosidos a nosotros en plazas y rincones. Miramos sin ver. Es como si nos desplazáramos solo con vista al frente por enormes tubos, que nos aíslan de los demás.

Sin embargo en el relato de Susana Martín Gijón, este comienzo se reviste de una dimensión especial, que se puede distinguir después de leer en el epílogo  una serie de palabras clave.

Este relato tiene dos lecturas. La primera va en el orden habitual, la segunda se revela desde el final. Cuando sentimos que una luz se proyecta sobre las páginas que acabamos de leer, tiñéndolas de un color diferente, de un significado nuevo.

Un impulso de denuncia social parece animar el relato. San Francisco. Una vagabunda, una mujer en la calle, expuesta a muchos más peligros que un hombre sin hogar. Otra mujer, una superwoman, emigrante española, extremeña, que ha dado todo por la empresa que la contrataba; acaban de prescindir de ella. El amiguismo no era algo exclusivo de España, allí también existe, ella lo ha sufrido. Mejor que un buen desempeño de tareas será el título de una universidad exclusiva o estar en el lugar adecuado en el momento preciso. Ni su diploma era tan exquisito, ni parece haber estado donde hubiera sido más ventajoso.

El sueño americano se le ha deshecho entre las manos. Ahora está en la calle.

Se arrima a Emma, confinada en el pavimento. Se ha enganchado a esta mujer. Ha pensado que podría llegar a encontrarse en su situación, a sobrevivir como ella rodando por las aceras. Vierte ante la indigente su queja por el inmerecido trato laboral. La respuesta es el vacío.

Cuando mira a Emma no sabe cómo tratarla. Le cuesta enfrentarse con el infortunio. A todos nos cuesta. Resulta incómoda la desdicha. Nosotros tampoco sabemos, nunca miramos a los ojos a un desfavorecido. Nos sentimos intimidados ante ellos porque nuestro bienestar queda mucho más patente en contraste con su escasez, con su adversidad.

La narradora, que no tiene nombre, quiere ayudar a Emma y le pregunta cómo hacerlo. Sí, hay algo que puede hacer por ella, le responderá la mendiga: invitarla en un restaurante junto al Muelle 39. “Es una hamburguesería muy pintoresca, ambientada en los años cincuenta, con música de gramola y camareros uniformados de la época […] Sería maravilloso poder comerme una de aquellas hamburguesas otra vez. Hace tanto de aquello…”

Cuando están allí la pulcra exejecutiva le ofrece una ducha, Emma responde con sarcasmo, se pregunta si no estará en algún reality show, quizás le ha caído en suerte un poco de piedad cristiana. Hay azoramiento en la narradora, cómo ha podido cometer ese error, se lamenta. Quizás ha sido la contemplación de las manos de Emma, de su pelo: conservan trazos de una elegancia de ayer.

La cronista continúa el relato, estrena una vida nueva. Después de enfrentarse a una existencia sin alarmas mañaneras, sin exigencia ninguna; cuando lo nuevo ya no representa tanta novedad, siente curiosidad por cómo le irá a Emma. Pero no la encuentra en su esquina. Ahora la disfruta otro ignorado. Emma le ha pedido que la eche si vuelve por allí a interesarse por ella.

La búsqueda de Emma se convierte en una obsesión. En su empeño se familiariza con cualquier espacio, refugio de indigencia. Contacta con la desgracia, ella ha sido la triunfadora que siempre se había mantenido lejos del infortunio. Sentía cierto repelús hacia las situaciones que generaban infelicidad. Solo de lejos mantenía acciones “solidarias”: daba la ropa que ya no usaba, siempre dejaba algo a los que tocaban en el metro, contribuía en los bancos de alimentos… La fraternidad de la opulencia.

Comenzó tareas de voluntariado en zonas que nunca antes había pisado, centros a los que acudían buscando ayuda los que no tenían qué comer, los rechazados, que la miraban con desconfianza. Era una suspicacia mutua, ellos se preguntaban recelosos qué hacía allí esa mujer, por su parte ella tenía impreso en su cerebro que había que mantenerse lo más lejos posible de los excluidos.

Poco a poco se fueron estableciendo canales de comunicación. Se rasgaron los tejidos que los aislaban.

La antigua triunfadora llegaba a conseguir conversaciones con alguno de los damnificados cuando llegaba un ramalazo de cordura, que enseguida desaparecía. Es imposible vivir en el margen si no te vendas con enajenamiento.

Pero los barrios donde se ubicaban los comedores, los centros de ayuda eran poco frecuentados: “Se me hizo algo tarde, y al salir del centro la noche había caído ya.”

Sufre un ataque. ¿Quién aparece para rescatarla? Emma.

Una simbiosis se activa entre ambas.

“Pero un día ocurrió algo que vino a desestabilizar la frágil paz que habíamos alcanzado”.

La paz del lector también se va a ver comprometida porque ante la pregunta propuesta nuestros goznes morales chirriarán.

Trasfondo social, intriga psicológica, suspense. Para mí un eco de Patricia Highsmith, de aquellos asesinatos de conveniencia.

Un eje articulador: Emma. ¿Qué sabemos de ella?

Solo el epílogo nos aclarará quién es quién. O NO.


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