El responsable de esta nueva editorial, Trotalibros, asegura en su web que pretenden
recuperar obras fundamentales de la literatura universal “injustamente
olvidadas”. Vera es una de esas
novelas inmerecidamente desdeñadas por la historia.
En esta edición se apuesta por subrayar la labor de la traducción. En las primeras páginas aparece
una semblanza biográfica de Claudia Gispert Codina, que ha hecho un gran trabajo
al verter el texto al español.
Más habitual en nuestras lecturas es la presencia de
datos sobre la vida de los autores. Elizabeth von Arnim (1866-1941), australiana afincada
en Inglaterra, no fue muy afortunada en sus relaciones sentimentales, la escritura
se convirtió en su refugio. Del fracaso de su segundo matrimonio surgió Vera.
El libro es un trabajo intenso que se convierte en una
queja profunda sobre una situación frecuente en su tiempo; las parejas desiguales con maridos prepotentes y mujeres anuladas.
Las grandes mansiones acallaban entre sus ladrillos estas
condiciones de vida. Era un tema
delicado que llevó a la autora, hace cien años, a sacar el libro como anónimo.
Elizabeth
von Arnim aborda la situación social desde el sarcasmo,
con cierto humor, un vehículo más eficaz
para la denuncia, la reflexión, el
pensamiento crítico, la conmoción, quizás, del lector.
Cuando
comienza el libro, la protagonista, Lucy, en la veintena, acaba de perder a su padre de manera
repentina. Había sido su única compañía y ahora la dejaba desamparada y sola. Mientras
allá dentro preparaban el cadáver, ella se encuentra fuera de la casa “como
una estatua de mármol” –dice
el libro- apoyando sus manos sobre la
valla, sin ver ni oír lo que se mueve a su alrededor.
Al lado, sin que ella se percate, pasará el señor Wemyss, unos cuarenta años, enlutado, martirizado
por la ansiedad, desesperado porque los preceptos sociales le obligan a
permanecer alejado de su entorno más confortable y próximo; sin permiso para hablar
con nadie, en la más desesperante
soledad, después de la inesperada muerte de su esposa.
Se atrevió a pedirle un vaso de agua a aquella joven
desconocida por hablar con algún ser humano.
Pareció
despertarla, dio vida a la piedra.
Hermanados en el infortunio, el desconocido encontró en
el duelo común el ojo de la aguja por el que colarse en la vida de la joven.
Ahora
que el padre había desaparecido, sería él quien pensaría por ella.
“La miró durante un momento mientras ella le
devolvía la mirada y, entonces, posó sus manos grandes y cálidas sobre esas
otras, heladas, que se apoyaban en la barra superior de la verja […].
Luego,
cubriendo aún las manos de ella con una de las suyas, abrió la verja con la
otra y entró.”
Entró
en la vida de Lucy decidido a no volver a salir jamás.
Wemyss es consciente de tener el mando en su mano; Lucy,
junto a aquel desconocido, siente: “la agradable sensación de estar a salvo,
protegida”. Reconoce alguna diferencia respecto a lo que sucedía antes:
con su padre tenía que pensar con Everard es solo dejarse llevar.
Dos personalidades diferentes las de estos dos hombres,
dos yugos distintos sobre Lucy.
Wemyss
despliega sus alas, su sombra se va dilatando sobre la pequeña Lucy, cada vez
más reducida.
Elizabeth von Arnim refleja en su escritura los
pensamientos de Lucy, en ellos se esconden la desconfianza, el recelo y hasta
los miedos, que le llueven desde el ciclón que es Wemyss. Pero enseguida la
chica aparta de su ánimo esos sentimientos negativos, él le ha hecho creer que tiene la llave de la verdad. Cuando ella se ve
dudar, comprende que está sumida en el error.
El viudo tiene prisa, la chica sustituirá a su anterior esposa, remplazará a Vera. Él
nunca había conocido el dolor, siempre ha evitado preocuparse, no ha consentido
en ningún momento que la duda lo desasosegara, jamás había reprimido un deseo. Un retrato hiperbólico, brota el impacto en el
que lee.
No
resulta sencillo oponerse a los deseos de Everard Wemyss.
Cuando ya tiene sus planes de boda perfectamente pergeñados, se los comunica a
Lucy, que obedece dócil, apartando las dudas a manotazos.
“Lucy
descubrió que el matrimonio era distinto de lo que ella había imaginado.”
A partir de la boda se abre una especie de segunda etapa.
El viaje de boda se le hizo amargo a Lucy que empezó a comprender que la
comunicación con su esposo no iba a ser fácil, que su papel iba a ser solo el
de acatar órdenes.
Tras la luna de miel todo estaba previsto para pasar el
cumpleaños del marido en la segunda vivienda, la casa donde murió Vera.
Pobre Lucy, la muerta pasa por delante de ella, ella allí
es solo una extraña. Vera hasta le ha arrebatado el honor de titular la obra
con su nombre.
Pero
el fantasma de Vera no es una sombra que empañe su felicidad, como dice de
forma poco cierta la faja que acompaña el libro.
Incluso en algún momento es la única capaz de comprenderla.
Vera sonríe levemente desde un enorme cuadro que preside
el comedor. La vamos conociendo. Comprendemos.
No
reconozco la atmósfera asfixiante que se denuncia, más siento rabia e
incredulidad al pasar las páginas. A Lucy solo le habían enseñado sumisión y
obediencia.
El marido ahoga toda la ilusión de la recién casada: lo controla todo, amo y señor, caprichoso y
déspota. El comportamiento con el servicio, su manera de dirigir esta casa
y la de Londres es patológico. El gong escandaloso, el piano con botines, y
más, son notas de humor que alivian la opresión
que transmite esta forma de vida.
Nos encontraremos un
final abierto, a partir del último capítulo una nueva parte se va a
desvelar, seremos nosotros los que la compondremos reuniendo todos los detalles
que la lectura nos ha dejado, porque esta
es una lectura que permanece una vez que cierras el libro.
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